Baudelaire: el heroísmo del vencido
Juan Zapata esculpe con palabras la obra literaria Baudelaire: el heroísmo del vencido. Para esto, el escritor bogotano amalgama el polvo de yeso compuesto por la inclinación baudeleriana a la vida de escritor, y la decepción familiar que esta acarrea, con el agua bohemia que hidrata los objetivos del futuro poeta, para así, homogenizar y texturizar la mezcla que permitirá esculpir la vida y la figura de Baudelaire.
Juan José Patiño Arenas
Pasos rítmicos, de compases estrechos, marchan al son del progreso en una ciudad cubierta de tinieblas e inmundicias, levantando el polvo histórico de tiempos ausentes de ideales e ímpetu, llevando el resplandor de una promesa inmarcesible. El triunfalismo del Segundo Imperio francés, deja tras de sí los desechos de su propio paso, esa mancha oscura de la pobreza que cubre el resplandor de la riqueza o, si se quiere, para retomar las palabras de Baudelaire, esa mancha espléndida con la que la riqueza cubre las inmensas tinieblas de la miseria. Nada más que ruido triunfal enerva los sentimientos, endulza los oídos de quienes transitan los adoquines parisinos, impidiéndoles ver los cuerpos descompuestos, la angustia, el odio y la muerte de quienes no pertenecen al mundo burgués, y gesta el orgullo de privilegiados que niegan la violencia y la miseria que se esconde detrás de un orden social injusto y desigual.
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Pasos rítmicos, de compases estrechos, marchan al son del progreso en una ciudad cubierta de tinieblas e inmundicias, levantando el polvo histórico de tiempos ausentes de ideales e ímpetu, llevando el resplandor de una promesa inmarcesible. El triunfalismo del Segundo Imperio francés, deja tras de sí los desechos de su propio paso, esa mancha oscura de la pobreza que cubre el resplandor de la riqueza o, si se quiere, para retomar las palabras de Baudelaire, esa mancha espléndida con la que la riqueza cubre las inmensas tinieblas de la miseria. Nada más que ruido triunfal enerva los sentimientos, endulza los oídos de quienes transitan los adoquines parisinos, impidiéndoles ver los cuerpos descompuestos, la angustia, el odio y la muerte de quienes no pertenecen al mundo burgués, y gesta el orgullo de privilegiados que niegan la violencia y la miseria que se esconde detrás de un orden social injusto y desigual.
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Todos los subproductos de la industrialización, todas esas existencias flotantes del París imperial, toman fuerza en la personificación del dolor, la angustia y el sufrimiento. Vigía entre nieblas de sangre, Baudelaire no olvidó el drama de los vencidos bajo la monarquía de Julio y la instauración del régimen totalitario napoleónico y, entre líneas, que albergan pasadas y actuales perspectivas, Juan Zapata esculpe con palabras la obra literaria Baudelaire: el heroísmo del vencido. Para esto, el escritor bogotano amalgama el polvo de yeso compuesto por la inclinación baudeleriana a la vida de escritor, y la decepción familiar que esta acarrea, con el agua bohemia que hidrata los objetivos del futuro poeta, para así, homogenizar y texturizar la mezcla que permitirá esculpir la vida y la figura de Baudelaire.
Con sus manos, impregna la masa con tinta de los periódicos donde se inició la vida del controversial personaje y donde construyó su primera identidad literaria, desde la crítica ensayística hasta los atisbos de sus poemarios; agrega vagabundajes, tertulias literarias y artísticas que se gestaban como respuesta a la pretensión burguesa de formalizar la profesión de escritor, de la cual muchos jóvenes quedaron relegados, pero que se hicieron notar mediante la creación de una red letrada autónoma de autores emergentes, fundada en los pilares de la ironía, la ambigüedad y la sátira social, contra el orden burgués.
Lo anterior, da un tono cómico al amasijo que Zapata empieza a esculpir. Lista la mezcla, es vertida en el molde de una época caracterizada por la desigualdad entre escritores consagrados y emergentes. Siendo estos últimos presionados para ganarse su lugar en el mundo literario, recurrieron a la imagen del poeta en la miseria que culminaba en la muerte como un acto de gloria, que valdría el reconocimiento póstumo. Esto desembocó en el espectáculo y la mediocridad, denominados por Baudelaire como la vanidad del infortunio, que industrializaría la imagen del poeta, de la cual quería distinguirse y romper el molde de su época, porque no eran más que mártires de la estupidez, de la fatuidad, del libertinaje, de la pereza amparada en la esperanza. Dicho molde valió para adquirir la solidez de diecisiete años que, posteriormente, dio forma al verdugo estremecedor de las épocas.
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Poco a poco, Juan Zapata talla el yeso tosco otorgándole la forma de la risa chocante y corrosiva con la que Baudelaire puso en evidencia las sordas y destructivas pulsiones que atravesaban el cuerpo social y político burgués, y que le hizo comparecer ante los tribunales del Segundo Imperio por ofensa contra la moral pública. Tal material poroso, pero sólido, adquiere a su vez el esplendor y la capacidad de reflejar como un espejo lo que sucede en su entorno. Zapata pule el profundo desencanto, conciencia plena de la decadencia de la sociedad Moderna, conciencia del vencido, que impide que este personaje se adhiera al triunfalismo que envuelve a Francia, sin imposibilitarle observar y criticar no solo a nivel social y político, sino también a nivel filosófico y antropológico, porque el supuesto progreso civilizado del Siglo de las Luces no se diferencia en absoluto de los peligros de los bosques y las praderas. La conciencia de la miseria y la risa baudelerianas posibilitan reconocer su propio estado de cosas, y tomar la suficiente distancia de la contemplación arrogante.
La forma del poeta para hacerle frente a la hipocresía Moderna fue revestirse de las “brillantes ideologías altruistas” de su época, llevándolas al límite de la exageración sincera, para evidenciar y reflejar de forma mordaz el espectáculo del “hipócrita lector”, para que quien lo mirara pudiera reconocer sus pensamientos, percatarse de la perfidia de sus propios actos y de su deforme aspecto bien vestido.
Baudelaire se castiga a sí mismo para poder juzgar y castigar mejor a sus contemporáneos, nos recuerda Zapata, pues el poeta se percató de que, a pesar de todos los intentos de la humanidad para elevarse por encima de su condición, ¡la enfermedad es incurable, irremediable, irreparable! Baudelaire gesta su obra poética y ensayística desde sus convicciones sobre la naturaleza humana, desde la percepción del mundo como un hospital en el que cada enfermo está poseído por el deseo de cambiar de cama, creyendo siempre que sanaría al lado de la ventana. En la inclinación natural de la humanidad hacia alcanzar los ideales y sobrepasar sus propios límites por la insatisfacción de la existencia, se encuentra la dicotomía entre la miseria y la grandeza, todo el aspecto ridículo y sublime.
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El poeta contempla el presente y siente en carne propia la descomposición de una época de máscaras que ocultan la muerte, el dolor y la desgracia cotidiana. Al entregarse a la ciudad, a sus recovecos, y a la diversidad del mal encarnada en cada cuerpo, para reflejarle y recorrerle sin ceder, Baudelaire graba en sí la “santa prostitución del alma” y el “gusto por el travestismo y la máscara”, dos preceptos éticos y estéticos sobre los cuales construyó su obra. El primero prescribe la ruptura de contacto con sus semejantes, única manera de prevenir el contagio y así poder contemplar la muchedumbre moderna desde la seguridad de su fuero interno, sin por ello privarse de recorrer las calles de la urbe, poseído de esa embriaguez imaginativa que le permitía no solo reflejar la miseria social y espiritual del hombre, sino transformarla de forma empática en la leyenda de un duelo perpetuo. El segundo, le permite comunicarse con los hipócritas lectores mediante la construcción de una caricatura grotesca de sí mismo que provocara una violenta conmoción, una herida en la conciencia de la humanidad.
Así mismo, Zapata detalla en la escultura del poeta la necesidad de la belleza. Baudelaire es también aquel que “lanza una luz mágica y sobrenatural en la oscuridad de las cosas”. De ese mal irremediable, de ese mundo en ruinas, el poeta sabrá arrancar la belleza que se esconde detrás de una humanidad doliente, aquella que sufre y llora de tener que seguir viviendo, como si desde la verticalidad de la caída se contemplara mejor la inmensidad del cielo. Al no poder curar la enfermedad de la humanidad, solo quedaba para Baudelaire el deber ético y estético de plasmar en su obra el heroísmo del vencido, de todos aquellos y aquellas que han sido rechazados y aplastados por la vida, y de reflejar los actos de quienes auspician la miseria del mundo.
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Su creación literaria extrae la belleza del presente marcado por el ardor sin esperanza que caracteriza a la humanidad, contraponiéndose a aquellos que por la decadencia de la Modernidad se refugiaron en los ideales del Mundo Antiguo, es decir, arranca a la vida actual su lado épico, al tiempo que hostiga las individualidades existentes y resalta su miseria encandilada por la ilusión del progreso.
Juan Zapata nos entrega la escultura de un personaje lúcidamente mordaz, feroz y destructivo, pero también empático y compasivo. La figura de Baudelaire es pulida desde sus inicios para darle esa forma amarga y desencantada que caracterizó al poeta cuando empuñaba su pluma enfurecida contra el triunfalismo pomposo de su siglo, cuando hacía de sus versos un espejo chocante de la miseria social y espiritual del hombre moderno. Baudelaire se había impuesto un compromiso ético y estético: el de hacernos ver quiénes somos, cuál es el disfraz que usamos, y la máscara con la que engañamos a la otredad y a nuestra individualidad. Invito – ¡a quien se atreva! – a enfrentarse a la escultura que es Baudelaire: el heroísmo del vencido, y a toda la obra del poeta, gestada en su siglo fatuo, para dejar por fin de lado la soberbia, la alta concepción que cada quien tiene de sí, y para recordar que lo único que ha cambiado en nuestro siglo es el decorado histórico mas no nuestra condición frágil, mortal y miserable.
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