Bienvenidos a la “Ciudad Victoria” de Salman Rushdie
Fragmento de la nueva novela del escritor británico (sello editorial Random House), inspirada en la India del siglo XIV, donde una diosa empieza a hablar por la boca de la niña Pampa Kampana y crea el reino de Bisnaga.
Salman Rushdie * / Especial para El Espectador
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El último día de su vida, cuando tenía 247 años, la milagrera, profetisa y poetisa ciega Pampa Kampana puso fin a su inmenso poema narrativo sobre Bisnaga y lo metió en una cazuela de barro sellada con cera en el corazón del Recinto Real, ahora en ruinas, como mensaje para el futuro. Cuatro siglos y medio después encontramos la cazuela y leímos por primera vez la inmortal obra maestra titulada “Jayaparajaya”, que significa “Victoria y derrota”, escrita en sánscrito, tan larga como el Ramayana, compuesta de 24 mil versos, y conocimos así los secretos del imperio que ella había hurtado a la historia durante más de 160 mil días. Nosotros conocíamos únicamente las ruinas de ese imperio, y el recuerdo de su historia estaba también en ruinas debido al paso del tiempo, a las imperfecciones de la memoria y a las falsedades de quienes vinieron después. (Recomendamos: La tradición cultural del Carnaval de Barranquilla).
Leyendo el libro de Pampa Kampana íbamos reconquistando el pasado, el imperio Bisnaga renacía tal como había sido en verdad, con sus mujeres guerreras, sus montañas de oro, su generosidad de espíritu y sus momentos de vileza, sus puntos débiles y sus puntos fuertes. Oímos por primera vez la historia completa del reino que empezó y terminó con una quema y una cabeza cortada. Lo que viene a continuación es esa misma historia contada en un lenguaje más llano por el presente autor, que no es ni un erudito ni un poeta, sino un simple cuentacuentos que ofrece esta versión para el mero entretenimiento y posible instrucción del lector de hoy, sea joven o viejo, culto o menos culto, ya busque la sabiduría o le diviertan los disparates, gente del norte como del sur, seguidores de tal o cual dios o de ninguno, de miras amplias o de miras estrechas, hombres y mujeres, y miembros de los géneros intermedios o de más allá, vástagos de la nobleza y plebeyos de carné, gente buena y granujas, embaucadores y extranjeros, sabios humildes y tontos egoístas.
La historia de Bisnaga dio comienzo en el siglo XIV de nuestra era, en el sur de lo que ahora llamamos India, Bharat, Hindustán. El viejo rey, cuya cabeza separada del cuerpo lo puso todo a rodar, no era un gran monarca, sino más bien un sucedáneo de gobernante, como suele darse entre el declive de un gran reino y el nacimiento de otro. Su nombre era Kampila, del diminuto principado de Kampili, “Kampila Raya”, siendo raya la versión regional de raja, rey. Este raya de segunda categoría estuvo el tiempo suficiente en su trono de tercera categoría como para edificar una fortaleza de cuarta categoría a orillas del río Pampa, levantar en su interior un templo de quinta categoría y hacer tallar unas intrincadas inscripciones en la pared de una colina pedregosa, pero luego vino el ejército del norte para dar buena cuenta de él. La batalla que siguió fue muy descompensada, hasta el punto de que nadie se molestó en ponerle un nombre; una vez que la gente del norte hubo aplastado a las huestes de Kampila Raya y matado a la mayor parte de su ejército, prendieron al reyezuelo y le cortaron la descoronada cabeza. Después la rellenaron de paja y la enviaron al norte para deleite del sultán de Delhi. Ni la batalla sin nombre ni la cabeza cortada tenían nada de especial. En aquella época las batallas eran casi lugar común y mucha gente ni se molestaba en darles un nombre; en cuanto a las cabezas cortadas, eran numerosas las que viajaban de una parte a otra de nuestro gran país para gusto de tal o cual príncipe. El sultán de la capital norteña había reunido una buena colección.
Sorprendentemente, tras la insignificante batalla, se produjo uno de esos acontecimientos que cambian la historia. Cuentan que las mujeres del minúsculo y derrotado reino, la mayor parte de ellas viudas como resultado de la batalla sin nombre, abandonaron la fortaleza de cuarta categoría tras hacer unas ofrendas finales en el templo de quinta categoría, cruzaron el río en pequeñas embarcaciones -desafiando de manera inverosímil la turbulencia del agua-, recorrieron cierta distancia a pie rumbo al oeste siguiendo la orilla meridional y luego encendieron una gran hoguera y se suicidaron en masa entre las llamas. Muy serias, sin emitir una sola queja, se dijeron adiós y avanzaron sin dar un respingo. Tampoco se oyeron gritos cuando el fuego prendió en sus carnes y el hedor de la muerte colmó el aire. Ardieron en silencio; no hubo más ruido que el crepitar del fuego mismo. Pampa Kampana lo vio todo. Fue como si el propio universo le mandara un mensaje: abre bien los oídos, inspira hondo y aprende. Tenía entonces nueve años y se quedó mirando la escena con lágrimas en los ojos mientras apretaba con todas sus fuerzas la mano de su madre, que no lloraba, mientras aquellas mujeres a las que conocía penetraban en la hoguera y se sentaban o permanecían de pie o se tumbaban en el corazón del horno expulsando llamas por las orejas y la boca: la mujer mayor que lo había visto todo y la joven que apenas empezaba a vivir y la niña que odiaba a su padre el soldado muerto y la esposa que se avergonzaba del marido por no haber entregado su vida en el campo de batalla y la mujer de bella voz melodiosa y la mujer de aterradora carcajada y la mujer flaca como un palo y la mujer gruesa como un melón. Helas allí, marchando hacia la muerte, y de pronto Pampa, que empezaba a sentir ganas de vomitar debido a la fetidez de la muerte, vio horrorizada cómo su madre, Radha Kampana, le soltaba suavemente la mano y muy despacio, pero con total determinación avanzaba para sumarse a la hoguera de las suicidas sin decirle adiós siquiera.
Durante el resto de su vida Pampa Kampana, que compartía nombre propio con el río en cuyas orillas tuvo lugar dicho suceso, llevaría consigo el olor de la carne de su madre quemándose. La pira estaba hecha de madera de sándalo perfumada y se le había añadido gran cantidad de clavos y ajo y comino y canela, como si las damas suicidas estuvieran siendo condimentadas como un plato muy especiado con el fin de ser presentado ante los victoriosos generales del sultán para su gastronómico deleite, pero aquellas fragancias -la cúrcuma, los cardamomos grandes y también los cardamomos pequeños- no lograron enmascarar la singular y canibalesca acrimonia de mujeres siendo asadas vivas y, si acaso, hicieron la pestilencia aún más difícil de soportar. Pampa Kampana no volvió a comer carne nunca, y tampoco fue capaz de estar ni unos minutos en una cocina donde estuvieran preparándola. Todos esos platos exudaban el recuerdo de su madre, y cuando otras personas comían animales muertos Pampa Kampana tenía que apartar la vista.
El padre de Pampa había muerto joven, mucho antes de la batalla sin nombre, de ahí que su madre no fuera una de las recién enviudadas. Arjuna Kampana había muerto hacía tanto tiempo, que Pampa no recordaba qué cara tenía. Todo lo que sabía de él era lo que Radha Kampana le había contado, que había sido un hombre afable, el muy querido alfarero de la localidad de Kampili, y que había animado a su esposa a aprender ella también el arte de la alfarería; así pues, a su muerte, ella se hizo cargo del negocio y demostró que era igual de buena o incluso mejor. Radha, a su vez, había enseñado a la pequeña Pampa a manejarse con la rueda y la niña sabía hacer cazuelas y platos y había aprendido también una importante lección: que no había ningún trabajo exclusivo de los hombres. Pampa Kampana llegó a pensar que esa iba a ser su vida, hacer objetos hermosos con su madre, juntas a la rueda. Pero el sueño había terminado cuando su madre le soltó la mano aquel día y la abandonó a su suerte.
Por un largo momento, Pampa intentó convencerse de que su madre solo se estaba mostrando sociable y haciendo lo que las demás, pues siempre había sido una mujer para quien la amistad femenina era de vital importancia. Se dijo a sí misma que aquel ondulante muro de fuego era un telón detrás del cual las señoras se habían congregado para chismorrear y que no tardarían en salir de las llamas, ilesas, o quizás un poco chamuscadas, oliendo a perfumes culinarios tal vez, pero que eso duraría poco. Y que luego su madre y ella volverían a casa.
Solo al ver cómo los últimos pedazos de carne asada se desprendían de la osamenta de Radha Kampana dejando al descubierto el cráneo mondo, comprendió Pampa que su infancia tocaba a su fin y que a partir de ese momento debía comportarse como una adulta y no cometer jamás el error final de su madre. Se reiría de la muerte y encararía la vida. No sacrificaría su cuerpo solo por seguir a un hombre muerto a la otra vida. Se negaría a morir joven y, por el contrario, viviría hasta ser insultantemente vieja. Fue en este punto cuando recibió la bendición celestial que iba a cambiarlo todo, pues fue el momento en que la voz de la diosa Pampa, tan antigua como el tiempo, empezó a salir por su boca de niña de nueve años.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Traducción de Luis Murillo Fort. Salman Rushdie: (Bombay, 1947), es autor de numerosos libros, de entre los que destacan Hijos de la medianoche -que ganó el premio Booker en 1981, el «Booker de los Booker» en 1993 y, en 2008, «el Mejor de los Booker»-, Los versos satánicos, El último suspiro del moro, Joseph Anton y Quijote. Ha sido galardonado con el Grinzane Cavour y el Premio Nacional de las Artes de Estados Unidos, además de otros muchos premios. En 2007, Salman Rushdie fue nombrado Caballero del Imperio Británico por su contribución a la literatura. Miembro de la Royal Society of Literature y Commandeur dans l’Ordre des Arts et des Lettres, y abanderado en la lucha por la libertad de expresión, en 2022 ha sobrevivido a un ataque sufrido mientras dictaba una conferencia en el estado de Nueva York.