Bienvenidos a 'Casablanca la bella'
El polémico escritor antioqueño escribió su anunciada versión del desastre que son Colombia y el ser humano. Vea aquí el video de Fernando Vallejo.
Nelson Fredy Padilla
Vea aquí el video de Fernando Vallejo en Medellín (Antioquia).
Sus lectores conocemos muy bien la estructura de una casa como metáfora de Colombia, la mala madre representada en ‘El desbarrancadero’, premio Rómulo Gallegos hace diez años. Ahora estamos en ‘Casablanca la bella’, novela inspirada en la reconstrucción de esta casa en Medellín. ¿Cómo define esta obra?
Es la historia de un fracaso. La vida es dolorosa, angustiosa y miserable, y todas las grandes empresas del ser humano están destinadas al derrumbe y al olvido. Este libro es una especie de parábola de eso. Todo el esfuerzo que pongas en levantar algo se lo llevará el viento y no quedará ni rastro. Las pirámides las borrará un viento arenoso. Ahora, ni se diga las obras hechas con palabras, que son tan deleznables y efímeras. La casa de que trata es tan efímera como las palabras en las que la describo.
Esta nueva ficción ratifica la importancia de su obra vista desde las casas que la acogen: la finca Santa Anita de su infancia, que “huele a azahar de naranjo”, pasando por “Casaloca”, la de ‘El desbarrancadero’, hasta llegar a Casablanca. Espacios físicos reales a partir de los que usted construyó visiones del país en el que le tocó nacer, ahora explorando esa utopía de casi todos: el sueño de construir una casa propia, sin que nada salga como se planea.
Los colombianos se pasan la vida soñando con eso: la casa, la casa de sus sueños. Ahora se conforman con apartamenticos, pero es un sueño del país, y si la casa se derrumba, se derrumbó el sueño.
Esa preponderancia de las casas fue premeditada o fruto de la construcción literaria.
Es que, por ejemplo, la finca Santa Anita no puedo quitármela de la cabeza, porque allí pasé los momentos más felices de la infancia y está asociada a mi abuela, a quien más quise. La casa de El desbarrancadero, donde murieron mi papá y mi hermano Darío, donde vivimos tantísimos años, estaba llena de recuerdos. Y como los libros míos, en última instancia soy yo. Esa es la razón.
En esta casa el narrador apenas empieza a vivir y la convierte en una especie de caballo de Troya para ganarle una guerra a un país que no lo quiere ni lo entiende: “Le voy a probar a Colombia que conmigo no puede”. Esta vez tomó un cascarón inerte y lo incorporó a la revitalización de su literatura.
Lo que pasa es que la casa de Casablanca la bella es la única que ha tenido este personaje y, sin realmente quererla, es tal vez una tabla de salvación porque ya está naufragando y se va a hundir en el mar (frase que describe la portada que él mismo armó). Entonces dice: construyamos esta casa, a ver qué queda. Pero ahí mismo la tiene que llenar de cosas, porque uno tiene que inventarse qué hacer aquí.
El punto de partida es real: esta casa del barrio Laureles de Medellín, que usted salvó de ser arrasada por los constructores de edificios y restauró. Uno podría pensar que lo hizo por ostentación y la encuentro tan austera como un monasterio, “una casa sencilla de las de antes”.
La gente usualmente llena la vida construyendo su casa, y si tiene dinero construye su finca, cosas materiales. Yo siempre he tenido desprecio por las cosas materiales.
A veces uno cree que con su casa tiene todo y en realidad no tiene nada.
Sí, y así como no lo tienen las personas en el país nuestro, tampoco la humanidad. Colombia va a la deriva, hundiéndose, al garete, no sabemos para dónde. La humanidad también. Para allá vamos, para el derrumbe universal. Todos los signos son de que esto se termina. La razón es que somos 7.000 millones y no cabemos. Estamos destruyendo el planeta, no sólo ecológicamente; ya es un lugar común decir que los polos se están derritiendo, que los ríos son cloacas, que el mar es un resumidero de cloacas, que la capa de ozono está rota, que no hay dónde sembrar para alimentar a tanta gente. Y eso no tiene vuelta atrás. No podemos matar a 2.000 o 3.000 millones para medio equilibrar esto.
Explosión demográfica usada para fines políticos. Por ejemplo, el Gobierno habla de 100.000 casas gratis.
Es que el problema no es hacer 100.000 casas. Aquí tenemos que hacerles casas a 20 millones. Cuando yo nací, esto tenía 8 millones; ahora vamos acercándonos a 50. La inmensa mayoría de los colombianos viven pobremente, los que tienen trabajo. Los que no tienen viven en la absoluta miseria. El desempleo es monstruoso. Tenemos tres o cuatro millones de desplazados, otro tanto de exiliados. El desempleo en Medellín es monstruoso y es la segunda ciudad de Colombia, la que construye y dan como ejemplo. Date una vuelta por el parque Bolívar para ver las comunas volcándose sin trabajo. Los muchachitos de 16 ya tienen un hijo y las muchachitas de 14 ya tienen un hijo, y los de 14 tienen hermanos de varios padres. Y las mamás que antes eran el soporte de las familias ahora tienen hijos de varios maridos. Un desastre monstruoso producido por la Iglesia y la clase política que han dirigido el destino de Colombia.
Siempre prometiendo la casita sin cuota inicial.
Pero claro. Mira allá atrás, en el patio, dos pájaros dándose besos, mira qué cosa tan hermosa, mira, mira. Son tortolitas o cucaracheros. Qué cosa deslumbrante. Es un don del cielo ver esto. Mira qué hermosura.
En el libro usted nombra a Pablo Escobar, el criminal que manipuló a esta ciudad con la construcción del “Medellín sin tugurios”.
Es que no hay mucha diferencia entre Pablo Escobar y la clase dirigente colombiana. Además están emparentados o tienen nexos muy, muy cercanos.
¿El engaño de una casa le resultó la excusa perfecta para explicar qué es “la vil Colombia”?
Claro. Alcanza para mostrar el desastre de este país y de la humanidad. Es que si pudiéramos irnos para otro lado... Pero para dónde. Para donde nos vayamos encontraremos el mismo hacinamiento, los mismos embotellamientos, la violencia, dificultad para conseguir y conservar un trabajo.
Además de la reconocida fuerza creativa de su yo, en este libro la enriquece rescatando el espíritu investigativo de ‘Logoi’, su tratado sobre gramática, y las biografías sobre Barba Jacob, José Asunción Silva y Rufino José Cuervo, para configurar casa por casa, familia por familia, la transformación de su vecindario en Medellín, para demostrar cómo aquí en Laureles, en “Casaloca” y Casablanca, su familia sobrevive en “una jungla de edificios”.
Yo las vi tumbar todas para hacer edificios, para hacinar a la gente en apartamenticos chiquiticos, en una ciudad caliente donde no hay aire acondicionado para los que tienen algo, porque en las comunas están hacinados en cuartuchos hirvientes. Yo lo veo desde niño: toda carretera, todo puente, todo aeropuerto, toda cárcel que hacían eran insuficientes. No se dan cuenta de que hay que parar el crecimiento demográfico con el control de la natalidad. Estamos rebasados. Esto es la locura.
¿Este libro completa “el desastre total” que usted venía anunciando literariamente?
Es la forma que encontré para escribir el que se iba a llamar El desastre. Casablanca la bella es el desastre.
El narrador se aferra a esta casa flotante antes de que todo se hunda, porque no hay salvación posible.
Es mi último refugio, un barquito que se hunde, lo último para un náufrago. No tengo arrimadero.
En la vida real de Fernando Vallejo, ¿esta será su última morada?
La verdad es que no sé dónde me vaya a morir. Para mí lo más posible es que me muera en México o en Colombia. Son mis dos países. Y si es en Colombia, que sea en Medellín. La gente busca dónde va a vivir; yo busco dónde me voy a morir.
Hace unos años me dijo en “Casaloca” que aspiraba a morirse ahí. ¿Ahora puede ser esta?
Puede ser. En otra época pensé en recuperar la casa donde nací, en el barrio de Boston, que era un barrio modesto y ahora está venido a menos.
La de la calle Perú.
Sí. La casa está casi tal cual, a punto de derrumbarse, pero tiene la mayor parte de las baldosas y cielorrasos de cuando yo nací. Una casa estrechita que yo veía inmensa de niño. Dos patiecitos, un naranjo. Muchas veces he vuelto y pensado en morir ahí, para que la burra sea bien grande y después de haber caminado tanto no haber avanzado un palmo. Está subiendo unas veinte cuadras del centro de Medellín. Hay muchas casas del barrio que no han tumbado. Todas se irán porque en este valle no cabrá toda la gente. Seguirán construyendo. Se van a ir hacia El Retiro, a construir una ciudad de Medellín sobre la montaña, para embotellarse arriba mientras se embotellan los otros abajo. Ese es el destino de esto.
¿Por qué no la compró?
La hubiera podido comprar, lo que pasa es que el asunto de morirse es muy romántico y muy literario, pero lo cierto es que si voy a esa casa no duro cinco días antes de que me maten. Todo es muy inseguro. En esta también. Aquí me matan en cualquier momento, entrando. La ciudad está en manos del hampa.
Usted va a cumplir 71 años y le da por reconstruir una casa y en ese camino descubre la estructura de otro libro. ¿Para qué más?
En realidad, para nada, por llenar el tiempo vacío, porque yo tengo la sensación clarísima de que la vida es inútil. Entonces no lo hice para darle un sentido a la vida, porque la vida no tiene sentido, sino para llenarla mientras tanto. Uno decide: o la lleno o me mato. ¿Cuál de las dos? La lleno con libros. Cuando la estaba reconstruyendo vi que estaba sobre un lago, un pantano inmenso que no se veía, que la fachada se iba a caer. Ahora me importa un comino que se derrumbe. Si se cae me da risa. ¿Para qué escribe uno libros? ¿Para qué llega un tipo a la Presidencia? Para nada. Si vamos para la muerte y el olvido. Precisamente la hice con dos patios para que el viento se lleve todo.
La suya ha sido una vida para la novela.
Sí. Es que la novela es el género más grande de la literatura, abarca muchos tipos de obra y ninguno puede competir con ella, ni la biografía, ni las memorias, ni la autobiografía, ni los ensayos. La única forma de captar la complejidad inmensa de la vida es la novela. En lo que lleva la literatura occidental, que empieza con la Ilíada y la Odisea hace 3.000 años, no ha dado cuenta de lo que es esto sino en mínima, mínima medida. Se trata es de dar cuenta en un libro de lo más que se pueda de más de lo que se ha dado hasta ahora. Y ahora es más y más difícil apresarlo, porque nunca antes el mundo había cambiado tanto y tan rápido, a una velocidad vertiginosa en la tecnología, en la concepción de todas las cosas.
¿El conjunto de su obra pudo ser tan totalizante como pretendía?
No, pero en este libro lo intento. Las palabras no parecen capaces de captar esta realidad, pero yo pienso que sí, que la palabra es el hombre y que el hombre es capaz. Tiene que ser con alegoría.
En cierta medida ‘Casablanca’ me recordó ‘El castillo’, de Kafka. En la página 131 usted escribió: “La pesadilla de Kafka era despertarse convertido en un insecto. La mía es haber despertado convertido en un ser humano”.
Es la alegoría de Kafka. ¿Cómo pudo captar este mundo burocrático que ya estaba en su apogeo en 1920? Con unas metáforas. El personaje no pudo entrar al castillo.
Usted es primera persona, “el que está detrás de la máscara y dice ‘yo’”, y sin embargo aquí lo acompañan una coral de voces: abuelos, hermanos, tíos, vecinos, obreros, el taxista acallado, indigentes.
Todos son personajes fantasmagóricos, no reales, alguien está captándolos desde el aire. No está clara su realidad ni está claro si el narrador tiene una realidad, aunque parece que es más firme, más real que ellos. Pero a lo mejor también es irreal.
Personajes sacados de su ‘Río del tiempo’. ¿Por eso el objeto más importante de ‘Casablanca’ es este reloj que tiene a sus espaldas?
Es que este reloj está asociado a mi niñez, a mi abuela Raquel, a la finca Santa Anita, a lo que he querido, al espejismo de la felicidad. Me detengo a oírlo. Vivo pendiente de sus campanadas, porque el tiempo es efímero, va pasando, y entre más pasa, más nos borra.
En todos sus libros la muerte es tema. ¿Esa introspección se intensificó desde ‘El don de la vida’ porque se le acerca la hora?
Sí. Por la edad es evidentísimo que es el final. Sin que me cause angustia, ni tristeza, ni miedo.
En un diálogo le preguntan al narrador de ‘Casablanca’ si no es el momento de dejar de despotricar contra todo, de estar en paz y pedir perdón. Le pregunto lo mismo.
Puesto que no tengo ningún pecado, ni tengo ningún delito, no tengo por qué pedir perdón.
Pero algunos lo ven como el símbolo de un pecador.
Porque piensan que los hechos sexuales son un pecado. No. ¡Pecado es comerse a los animales! Eso sí es pecado. O pecado es reproducirse, ¡un crimen! Nadie tiene derecho a imponer la vida. Ni siquiera quitar la vida, porque hay mucha gente a la que hay que exterminar porque no se puede vivir con ellos como no se puede vivir con un jaguar en esta casa.
¿Por qué en el libro las ratas conviven con el narrador y son interlocutoras permanentes?
Porque las ratas están en la casa. Cuando aparecen en el libro el lector pensará que se suman al desastre. No, no se suman al desastre. Lo que pasa es que yo las quiero, son pobres animales, inteligentes, a los cuales el hombre les contagia la peste. También ellas nos contagian a nosotros. En esencia somos iguales. Las pobres ratas que están martirizando en los laboratorios para qué. Con el cuento de los avances de la medicina, para salvar a la especie humana, los investigadores van detrás de becas, de avanzar en el escalafón académico o detrás de un premio Nobel. No nos digamos mentiras. Hay que acabar con los mataderos, la industria avícola y porcina, esa es la medida de la infamia de la cultura occidental.
En la medida en que se multiplican los edificios, las ratas parecen multiplicarse.
Las pobres ratas se multiplican como se multiplica la gente. Pero son los seres humanos los que pueden parar la cadena reproductiva y no lo están haciendo. No lo dicen el presidente, ni el Congreso, ni los rectores, nadie.
En qué ha cambiado el Fernando Vallejo que alguna vez tuvo como casa una calle, como vecinas a las ratas y se abrigó con periódicos, versus el que reconstruyó esta casa.
En nada.
¿Qué se siente cuando la casa de uno es la calle?
El desamparo en una forma más extrema, pero estamos desamparados todos, nos pueden matar entrando o saliendo. La casa y la calle me dieron un libro y no hay procurador de Colombia que pueda destruirlo. Más bien tendría que agarrar a los editores piratas, que se sabe quiénes son, pero como aquí la autoridad está para atracarnos y extorsionarnos, son los grandes vacunadores, son unos sinvergüenzas que no nos protegen, sólo están para obstaculizar. Simbolizan la desaparición del Estado. Nos están asfixiando.
La casa se volvió la forma de postrar al ciudadano.
El que tiene su casa en un barrio bajo está menos propenso a la extorsión del Gobierno; si tiene algo mejorcito, ahí le caerán para tratar de repartírsela esos hampones. Nuestros padres de la patria son paradójicos, porque los padres son los que sostienen a los hijos y aquí nosotros tenemos que sostener a estos sinvergüenzas.
Aquí le declara la guerra a los “constructores grotescos, que son una plaga”. ¿Incluye a los gómez, mazueras, sarmientos?
Esos son millonarios de Colombia. Construyen casas para hacer fortuna y cada vez las hacen más mal. Cada vez son más miserables los edificios, más falsas las comodidades.
¿Después de ‘Casablanca’ vendrá otra casa en su obra?
No sé. Ya no me voy a inventar otra casa. Yo quisiera que este fuera el último libro y no tener que escribir más. Pero he seguido haciéndolo por pura desocupación. Ojalá esto se acabe rápido, porque mientras tanto, ¿qué hago?
Usted es un autor que se declara “muerto en vida”, “un condenado a la vida”. ¿Eso le dará para más novelas?
Yo seguiría buscando la fórmula de decir muchas cosas que no se han dicho. Y hacer que el idioma sirva para lo que puede servir, la palabra escrita para describir la nueva forma del infierno que estamos viviendo. Probablemente nos estamos acercando al final del planeta y la humanidad.
Espere mañana: Fernando Vallejo propone a las academias de la lengua una reforma ortográfica.
Vea aquí el video de Fernando Vallejo en Medellín (Antioquia).
Sus lectores conocemos muy bien la estructura de una casa como metáfora de Colombia, la mala madre representada en ‘El desbarrancadero’, premio Rómulo Gallegos hace diez años. Ahora estamos en ‘Casablanca la bella’, novela inspirada en la reconstrucción de esta casa en Medellín. ¿Cómo define esta obra?
Es la historia de un fracaso. La vida es dolorosa, angustiosa y miserable, y todas las grandes empresas del ser humano están destinadas al derrumbe y al olvido. Este libro es una especie de parábola de eso. Todo el esfuerzo que pongas en levantar algo se lo llevará el viento y no quedará ni rastro. Las pirámides las borrará un viento arenoso. Ahora, ni se diga las obras hechas con palabras, que son tan deleznables y efímeras. La casa de que trata es tan efímera como las palabras en las que la describo.
Esta nueva ficción ratifica la importancia de su obra vista desde las casas que la acogen: la finca Santa Anita de su infancia, que “huele a azahar de naranjo”, pasando por “Casaloca”, la de ‘El desbarrancadero’, hasta llegar a Casablanca. Espacios físicos reales a partir de los que usted construyó visiones del país en el que le tocó nacer, ahora explorando esa utopía de casi todos: el sueño de construir una casa propia, sin que nada salga como se planea.
Los colombianos se pasan la vida soñando con eso: la casa, la casa de sus sueños. Ahora se conforman con apartamenticos, pero es un sueño del país, y si la casa se derrumba, se derrumbó el sueño.
Esa preponderancia de las casas fue premeditada o fruto de la construcción literaria.
Es que, por ejemplo, la finca Santa Anita no puedo quitármela de la cabeza, porque allí pasé los momentos más felices de la infancia y está asociada a mi abuela, a quien más quise. La casa de El desbarrancadero, donde murieron mi papá y mi hermano Darío, donde vivimos tantísimos años, estaba llena de recuerdos. Y como los libros míos, en última instancia soy yo. Esa es la razón.
En esta casa el narrador apenas empieza a vivir y la convierte en una especie de caballo de Troya para ganarle una guerra a un país que no lo quiere ni lo entiende: “Le voy a probar a Colombia que conmigo no puede”. Esta vez tomó un cascarón inerte y lo incorporó a la revitalización de su literatura.
Lo que pasa es que la casa de Casablanca la bella es la única que ha tenido este personaje y, sin realmente quererla, es tal vez una tabla de salvación porque ya está naufragando y se va a hundir en el mar (frase que describe la portada que él mismo armó). Entonces dice: construyamos esta casa, a ver qué queda. Pero ahí mismo la tiene que llenar de cosas, porque uno tiene que inventarse qué hacer aquí.
El punto de partida es real: esta casa del barrio Laureles de Medellín, que usted salvó de ser arrasada por los constructores de edificios y restauró. Uno podría pensar que lo hizo por ostentación y la encuentro tan austera como un monasterio, “una casa sencilla de las de antes”.
La gente usualmente llena la vida construyendo su casa, y si tiene dinero construye su finca, cosas materiales. Yo siempre he tenido desprecio por las cosas materiales.
A veces uno cree que con su casa tiene todo y en realidad no tiene nada.
Sí, y así como no lo tienen las personas en el país nuestro, tampoco la humanidad. Colombia va a la deriva, hundiéndose, al garete, no sabemos para dónde. La humanidad también. Para allá vamos, para el derrumbe universal. Todos los signos son de que esto se termina. La razón es que somos 7.000 millones y no cabemos. Estamos destruyendo el planeta, no sólo ecológicamente; ya es un lugar común decir que los polos se están derritiendo, que los ríos son cloacas, que el mar es un resumidero de cloacas, que la capa de ozono está rota, que no hay dónde sembrar para alimentar a tanta gente. Y eso no tiene vuelta atrás. No podemos matar a 2.000 o 3.000 millones para medio equilibrar esto.
Explosión demográfica usada para fines políticos. Por ejemplo, el Gobierno habla de 100.000 casas gratis.
Es que el problema no es hacer 100.000 casas. Aquí tenemos que hacerles casas a 20 millones. Cuando yo nací, esto tenía 8 millones; ahora vamos acercándonos a 50. La inmensa mayoría de los colombianos viven pobremente, los que tienen trabajo. Los que no tienen viven en la absoluta miseria. El desempleo es monstruoso. Tenemos tres o cuatro millones de desplazados, otro tanto de exiliados. El desempleo en Medellín es monstruoso y es la segunda ciudad de Colombia, la que construye y dan como ejemplo. Date una vuelta por el parque Bolívar para ver las comunas volcándose sin trabajo. Los muchachitos de 16 ya tienen un hijo y las muchachitas de 14 ya tienen un hijo, y los de 14 tienen hermanos de varios padres. Y las mamás que antes eran el soporte de las familias ahora tienen hijos de varios maridos. Un desastre monstruoso producido por la Iglesia y la clase política que han dirigido el destino de Colombia.
Siempre prometiendo la casita sin cuota inicial.
Pero claro. Mira allá atrás, en el patio, dos pájaros dándose besos, mira qué cosa tan hermosa, mira, mira. Son tortolitas o cucaracheros. Qué cosa deslumbrante. Es un don del cielo ver esto. Mira qué hermosura.
En el libro usted nombra a Pablo Escobar, el criminal que manipuló a esta ciudad con la construcción del “Medellín sin tugurios”.
Es que no hay mucha diferencia entre Pablo Escobar y la clase dirigente colombiana. Además están emparentados o tienen nexos muy, muy cercanos.
¿El engaño de una casa le resultó la excusa perfecta para explicar qué es “la vil Colombia”?
Claro. Alcanza para mostrar el desastre de este país y de la humanidad. Es que si pudiéramos irnos para otro lado... Pero para dónde. Para donde nos vayamos encontraremos el mismo hacinamiento, los mismos embotellamientos, la violencia, dificultad para conseguir y conservar un trabajo.
Además de la reconocida fuerza creativa de su yo, en este libro la enriquece rescatando el espíritu investigativo de ‘Logoi’, su tratado sobre gramática, y las biografías sobre Barba Jacob, José Asunción Silva y Rufino José Cuervo, para configurar casa por casa, familia por familia, la transformación de su vecindario en Medellín, para demostrar cómo aquí en Laureles, en “Casaloca” y Casablanca, su familia sobrevive en “una jungla de edificios”.
Yo las vi tumbar todas para hacer edificios, para hacinar a la gente en apartamenticos chiquiticos, en una ciudad caliente donde no hay aire acondicionado para los que tienen algo, porque en las comunas están hacinados en cuartuchos hirvientes. Yo lo veo desde niño: toda carretera, todo puente, todo aeropuerto, toda cárcel que hacían eran insuficientes. No se dan cuenta de que hay que parar el crecimiento demográfico con el control de la natalidad. Estamos rebasados. Esto es la locura.
¿Este libro completa “el desastre total” que usted venía anunciando literariamente?
Es la forma que encontré para escribir el que se iba a llamar El desastre. Casablanca la bella es el desastre.
El narrador se aferra a esta casa flotante antes de que todo se hunda, porque no hay salvación posible.
Es mi último refugio, un barquito que se hunde, lo último para un náufrago. No tengo arrimadero.
En la vida real de Fernando Vallejo, ¿esta será su última morada?
La verdad es que no sé dónde me vaya a morir. Para mí lo más posible es que me muera en México o en Colombia. Son mis dos países. Y si es en Colombia, que sea en Medellín. La gente busca dónde va a vivir; yo busco dónde me voy a morir.
Hace unos años me dijo en “Casaloca” que aspiraba a morirse ahí. ¿Ahora puede ser esta?
Puede ser. En otra época pensé en recuperar la casa donde nací, en el barrio de Boston, que era un barrio modesto y ahora está venido a menos.
La de la calle Perú.
Sí. La casa está casi tal cual, a punto de derrumbarse, pero tiene la mayor parte de las baldosas y cielorrasos de cuando yo nací. Una casa estrechita que yo veía inmensa de niño. Dos patiecitos, un naranjo. Muchas veces he vuelto y pensado en morir ahí, para que la burra sea bien grande y después de haber caminado tanto no haber avanzado un palmo. Está subiendo unas veinte cuadras del centro de Medellín. Hay muchas casas del barrio que no han tumbado. Todas se irán porque en este valle no cabrá toda la gente. Seguirán construyendo. Se van a ir hacia El Retiro, a construir una ciudad de Medellín sobre la montaña, para embotellarse arriba mientras se embotellan los otros abajo. Ese es el destino de esto.
¿Por qué no la compró?
La hubiera podido comprar, lo que pasa es que el asunto de morirse es muy romántico y muy literario, pero lo cierto es que si voy a esa casa no duro cinco días antes de que me maten. Todo es muy inseguro. En esta también. Aquí me matan en cualquier momento, entrando. La ciudad está en manos del hampa.
Usted va a cumplir 71 años y le da por reconstruir una casa y en ese camino descubre la estructura de otro libro. ¿Para qué más?
En realidad, para nada, por llenar el tiempo vacío, porque yo tengo la sensación clarísima de que la vida es inútil. Entonces no lo hice para darle un sentido a la vida, porque la vida no tiene sentido, sino para llenarla mientras tanto. Uno decide: o la lleno o me mato. ¿Cuál de las dos? La lleno con libros. Cuando la estaba reconstruyendo vi que estaba sobre un lago, un pantano inmenso que no se veía, que la fachada se iba a caer. Ahora me importa un comino que se derrumbe. Si se cae me da risa. ¿Para qué escribe uno libros? ¿Para qué llega un tipo a la Presidencia? Para nada. Si vamos para la muerte y el olvido. Precisamente la hice con dos patios para que el viento se lleve todo.
La suya ha sido una vida para la novela.
Sí. Es que la novela es el género más grande de la literatura, abarca muchos tipos de obra y ninguno puede competir con ella, ni la biografía, ni las memorias, ni la autobiografía, ni los ensayos. La única forma de captar la complejidad inmensa de la vida es la novela. En lo que lleva la literatura occidental, que empieza con la Ilíada y la Odisea hace 3.000 años, no ha dado cuenta de lo que es esto sino en mínima, mínima medida. Se trata es de dar cuenta en un libro de lo más que se pueda de más de lo que se ha dado hasta ahora. Y ahora es más y más difícil apresarlo, porque nunca antes el mundo había cambiado tanto y tan rápido, a una velocidad vertiginosa en la tecnología, en la concepción de todas las cosas.
¿El conjunto de su obra pudo ser tan totalizante como pretendía?
No, pero en este libro lo intento. Las palabras no parecen capaces de captar esta realidad, pero yo pienso que sí, que la palabra es el hombre y que el hombre es capaz. Tiene que ser con alegoría.
En cierta medida ‘Casablanca’ me recordó ‘El castillo’, de Kafka. En la página 131 usted escribió: “La pesadilla de Kafka era despertarse convertido en un insecto. La mía es haber despertado convertido en un ser humano”.
Es la alegoría de Kafka. ¿Cómo pudo captar este mundo burocrático que ya estaba en su apogeo en 1920? Con unas metáforas. El personaje no pudo entrar al castillo.
Usted es primera persona, “el que está detrás de la máscara y dice ‘yo’”, y sin embargo aquí lo acompañan una coral de voces: abuelos, hermanos, tíos, vecinos, obreros, el taxista acallado, indigentes.
Todos son personajes fantasmagóricos, no reales, alguien está captándolos desde el aire. No está clara su realidad ni está claro si el narrador tiene una realidad, aunque parece que es más firme, más real que ellos. Pero a lo mejor también es irreal.
Personajes sacados de su ‘Río del tiempo’. ¿Por eso el objeto más importante de ‘Casablanca’ es este reloj que tiene a sus espaldas?
Es que este reloj está asociado a mi niñez, a mi abuela Raquel, a la finca Santa Anita, a lo que he querido, al espejismo de la felicidad. Me detengo a oírlo. Vivo pendiente de sus campanadas, porque el tiempo es efímero, va pasando, y entre más pasa, más nos borra.
En todos sus libros la muerte es tema. ¿Esa introspección se intensificó desde ‘El don de la vida’ porque se le acerca la hora?
Sí. Por la edad es evidentísimo que es el final. Sin que me cause angustia, ni tristeza, ni miedo.
En un diálogo le preguntan al narrador de ‘Casablanca’ si no es el momento de dejar de despotricar contra todo, de estar en paz y pedir perdón. Le pregunto lo mismo.
Puesto que no tengo ningún pecado, ni tengo ningún delito, no tengo por qué pedir perdón.
Pero algunos lo ven como el símbolo de un pecador.
Porque piensan que los hechos sexuales son un pecado. No. ¡Pecado es comerse a los animales! Eso sí es pecado. O pecado es reproducirse, ¡un crimen! Nadie tiene derecho a imponer la vida. Ni siquiera quitar la vida, porque hay mucha gente a la que hay que exterminar porque no se puede vivir con ellos como no se puede vivir con un jaguar en esta casa.
¿Por qué en el libro las ratas conviven con el narrador y son interlocutoras permanentes?
Porque las ratas están en la casa. Cuando aparecen en el libro el lector pensará que se suman al desastre. No, no se suman al desastre. Lo que pasa es que yo las quiero, son pobres animales, inteligentes, a los cuales el hombre les contagia la peste. También ellas nos contagian a nosotros. En esencia somos iguales. Las pobres ratas que están martirizando en los laboratorios para qué. Con el cuento de los avances de la medicina, para salvar a la especie humana, los investigadores van detrás de becas, de avanzar en el escalafón académico o detrás de un premio Nobel. No nos digamos mentiras. Hay que acabar con los mataderos, la industria avícola y porcina, esa es la medida de la infamia de la cultura occidental.
En la medida en que se multiplican los edificios, las ratas parecen multiplicarse.
Las pobres ratas se multiplican como se multiplica la gente. Pero son los seres humanos los que pueden parar la cadena reproductiva y no lo están haciendo. No lo dicen el presidente, ni el Congreso, ni los rectores, nadie.
En qué ha cambiado el Fernando Vallejo que alguna vez tuvo como casa una calle, como vecinas a las ratas y se abrigó con periódicos, versus el que reconstruyó esta casa.
En nada.
¿Qué se siente cuando la casa de uno es la calle?
El desamparo en una forma más extrema, pero estamos desamparados todos, nos pueden matar entrando o saliendo. La casa y la calle me dieron un libro y no hay procurador de Colombia que pueda destruirlo. Más bien tendría que agarrar a los editores piratas, que se sabe quiénes son, pero como aquí la autoridad está para atracarnos y extorsionarnos, son los grandes vacunadores, son unos sinvergüenzas que no nos protegen, sólo están para obstaculizar. Simbolizan la desaparición del Estado. Nos están asfixiando.
La casa se volvió la forma de postrar al ciudadano.
El que tiene su casa en un barrio bajo está menos propenso a la extorsión del Gobierno; si tiene algo mejorcito, ahí le caerán para tratar de repartírsela esos hampones. Nuestros padres de la patria son paradójicos, porque los padres son los que sostienen a los hijos y aquí nosotros tenemos que sostener a estos sinvergüenzas.
Aquí le declara la guerra a los “constructores grotescos, que son una plaga”. ¿Incluye a los gómez, mazueras, sarmientos?
Esos son millonarios de Colombia. Construyen casas para hacer fortuna y cada vez las hacen más mal. Cada vez son más miserables los edificios, más falsas las comodidades.
¿Después de ‘Casablanca’ vendrá otra casa en su obra?
No sé. Ya no me voy a inventar otra casa. Yo quisiera que este fuera el último libro y no tener que escribir más. Pero he seguido haciéndolo por pura desocupación. Ojalá esto se acabe rápido, porque mientras tanto, ¿qué hago?
Usted es un autor que se declara “muerto en vida”, “un condenado a la vida”. ¿Eso le dará para más novelas?
Yo seguiría buscando la fórmula de decir muchas cosas que no se han dicho. Y hacer que el idioma sirva para lo que puede servir, la palabra escrita para describir la nueva forma del infierno que estamos viviendo. Probablemente nos estamos acercando al final del planeta y la humanidad.
Espere mañana: Fernando Vallejo propone a las academias de la lengua una reforma ortográfica.