Charles Dickens, el retratista de los anónimos (Epifanías VIII)
Mensajero de niño, taquígrafo del parlamento inglés de adolescente, Dickens comenzó a escribir sus historias en The Morning Chronicle por entregas. Nacido en 1812, y fallecido en 1870, dejó un legado de personajes y de obras como David Cooperfield, Grandes Esperanzas, Oliver Twist e Historia de dos ciudades, que con los años se convirtieron en clásicos y marcaron a la Inglaterra del siglo XIX.
Fernando Araújo Vélez
Y entonces, hacia 1920, medio siglo después de la muerte de Charles Dickens, Stefan Zweig escribió que “Uno de estos ‘old Dickensians’ me ha contado lo que representaba para los suscriptores de las novelas de Dickens el día de su correo. La impaciencia no les permitía esperar en casa al cartero, que al fin llegaba con el ansiado cuaderno azul. Todo un mes lo habían estado agarbando, hambrientos; todo un me discutiendo, anhelando por saber si Copperfield se casaría con Dora o con Inés, alegrándose de que la situación de Micawber hiciese de nuevo crisis -de sobra sabían que había de vencerla, como las otras, a fuerza de ponches calientes y de buen humor-, un mes entero de ansiedad, y ahora que llegaba la solución de todos estos enigmas, ¿habrían de esperar, sentados y tranquilos, a que apareciese el cartero en su cochecillo, al paso de un caballo adormilado?”
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Y entonces, hacia 1920, medio siglo después de la muerte de Charles Dickens, Stefan Zweig escribió que “Uno de estos ‘old Dickensians’ me ha contado lo que representaba para los suscriptores de las novelas de Dickens el día de su correo. La impaciencia no les permitía esperar en casa al cartero, que al fin llegaba con el ansiado cuaderno azul. Todo un mes lo habían estado agarbando, hambrientos; todo un me discutiendo, anhelando por saber si Copperfield se casaría con Dora o con Inés, alegrándose de que la situación de Micawber hiciese de nuevo crisis -de sobra sabían que había de vencerla, como las otras, a fuerza de ponches calientes y de buen humor-, un mes entero de ansiedad, y ahora que llegaba la solución de todos estos enigmas, ¿habrían de esperar, sentados y tranquilos, a que apareciese el cartero en su cochecillo, al paso de un caballo adormilado?”
Dickens era gran parte de sus personajes, que se multiplicaron una y otra vez por sus cuentos y novelas para decirle al público que los niños y los miserables también existían, que sus vidas tenían que ser relatadas y respetadas. Fue David Cooperfield, y un poco de Oliver Twist, y otro tanto de Gottfried Keller, y de alguna manera, un poco de Wilhelm Rabe. Cada uno de ellos había vivido una infancia como la suya, difícil, fría, hambrienta, repleta de carencias, soñadora y a la vez asustadiza, tejida de pequeñas sonrisas y de más pequeñas voces. Cuando murió, fue enterrado en el rincón de los poetas de la abadía de Westminster, pleno Londres, pleno centro de Inglaterra y de sus tradiciones y su moral. Su epitafio decía: “Fue un simpatizante del pobre, del miserable y del oprimido, y con su muerte el mundo ha perdido a uno de los mejores escritores ingleses”.
Por varios días, la gente hizo filas para dejarle flores en su sepultura, y durante algunos meses, envió tarjetas de pésame y coronas fúnebres a su casa. Desde que publicó sus primeros textos sobre el Club Pickwick en el diario The Morning Chronicle bajo el pseudónimo de Boz, en abril de 1836, Dickens fue venerado por sus lectores. Sus retratos sobre los ingleses comunes de todos los días, con sus esperanzas, sus realidades y sus derrotas, se convirtieron en la más fina y profunda de las críticas a la sociedad del siglo XIX. No necesitó jamás de fuertes adjetivos, y menos, de personajes activistas, revolucionarios, que invitaran a la violencia, para plasmar lo que veía y lo que había sentido y sufrido. En lugar del panfleto, Charles Dickens apelaba a su observación, y por ella, con ella, a los hechos, que matizaba con un agudo sentido del humor, cuyo principio y fin eran la exposición de las heridas.
Según Zweig, palabras más y palabras menos, ‘el humorismo de Dickens, como todo en él, era auténticamente inglés. Estaba absolutamente salvado de toda sensualidad. Nunca se embriagaba con los vapores de sus propias gracias, ni degeneraba en simples y llanas licencias’. No caía en lo vulgar ni bailaba de manera estrafalaria. No era el chiste ramplón que entretenía y nada más, ni una invitación al heroísmo. No era la celebración de la victoria ante la cara de derrota del otro, ni provocación. Dickens no se reía jamás con todo el cuerpo, decía Zweig. Lo hacía solo con la boca, “como buen inglés”. No hacía ostentación de su humor, o de sus alegrías, de sus victorias, pues sabía que detrás de las alegrías de un ser humano estaban regados, generalmente, los dolores de la caída de otros. Era consciente de que el humor de unos surgía, usualmente, del horror de otros.
Él sintió decenas de veces el horror de la mala suerte, de la injusticia, del desdén de aquellos a quienes les solicitó un poco de ayuda cuando era niño, y luego, tuvo que ser testigo de lo más ruin de la condición humana mientras trabajaba como taquígrafo en el parlamento. Allí, observando, plasmando en rayas, puntos y arabescos lo que veía y escuchaba, Dickens fue descubriendo su estilo, aunque jamás hubiera pensado en tener un estilo propio. Como dijo Zweig en su libro Tres maestros, “Dickens era un genio visual. Todo sus retratos, los de juventud como los que le representan de edad madura, están dominados por su magnífica mirada”, y como añadió después, aquella mirada era la más inglesa posible, surgida de sus propias vivencias, y potenciada por su curiosidad, una mirada “fría, gris, aguda como un acero; y blindada como un tesoro”.
Alguna vez afirmó que los detalles eran los que le daban sentido a su vida. Vivía por y para los detalles, y extraía de ellos una infinita suma de informaciones. Detrás de cada detalle había uno o varios motivos, y miles de hechos, alguna herencia, mucho de pasado, e incluso, una velada carga moral. Él, sencillamente, era el transmisor de todo aquel cúmulo de detalles. Como transmisor, buscaba y descubría y siempre acababa por recrear la vida de aquellos que pasaban desapercibidos para los demás. Dickens hizo de los seres anónimos, sus héroes, pues estaba convencido de que todas las vidas merecían la pena de ser contadas y escritas. Ninguna era buena o mala, mejor o peor, maravillosa, mediocre o aburrida. Simplemente, era, y por ser, ya era interesante, sin que fuera necesario recalcarlo. En el fondo, toda su obra fue una gran muestra de respeto por el lector.
El lector, a su vez, bien fuera desde las páginas del Chronicle, o luego, desde las de sus novelas y sus cuentos, se lo agradeció sin cesar. Con Dickens, por él, el respeto se multiplicó, viajó de ida y de vuelta, igual que la bondad y la mirada hacia aquellos seres que durante tantos y tantos años habían pasado desapercibidos. Como decía Zweig, “Gracias a Dickens, aumentaron en Inglaterra la benevolencia y la compasión, y a él deben buena parte del bien que hoy se les prodiga muchos desvalidos”.