Borges hijo del sur
Un recorrido por la ciudad que vio nacer al escritor argentino Jorge Luis Borges.
Ángela Martin Laiton
Nos encontramos en la puerta de la ciudad que Borges habitó como un laberinto que terminaría descifrado en ruinas circulares. No ha sido sencillo el viaje, primero enfrentarse al frío correspondiente a la entrada del inminente invierno, salir por Corrientes atestada de teatros y librerías copadas con la portada de “Borges cuenta Buenos Aires” con un prólogo de María Kodama a propósito de los 30 años de su fallecimiento, los centros culturales, las bibliotecas, el gobierno de la ciudad, la academia, las universidades, la prensa, todos queremos dar fe de la obra Borgiana.
Tomar la Avenida 9 de Julio y bajar a la estación del subte en dirección a Constitución, huir del hielo de la mañana bajando las escalinatas, botar la respiración caliente y verla irse en medio de la de las otras personas, soltar el abrigo que antes cerraba con fuerza cuando el viento soplaba y me quemaba las mejillas. Todo es cálido ahora, paso la registradora y me quedo viendo el Kiosco lleno de revistas y libros, nuevamente el libro de Borges con esa fotografía en blanco y negro, sosteniendo su bastón con la mano izquierda y un puñal en la derecha, sus ojos al horizonte. Próximo tren a Constitución en cinco minutos, tengo tiempo de ojear la publicación – Disculpe señor ¿le molesta si chusmeo el libro? – No, por favor, hacelo tranquila.
“Borges, como los griegos, es Borges de Buenos Aires, inseparable, para la eternidad”, dice Kodama en una de sus líneas, ella es su esposa y heredera universal de su obra, en varias ocasiones ha dicho que desde la partida de Borges todo lo que ha intentado es mantenerlo vigente, hablar en todas partes del mundo sobre su legado como escritor. Este compilado realizado por Carlos Greco no solo es el homenaje al aniversario de Borges, también abarca el homenaje que realiza el escritor constantemente para su natal Buenos Aires, la forma en que la habitó y la narró, sus lugares de trabajo, sus paseos cotidianos, las cenas cada noche con su buen amigo Bioy Casares, La Biblioteca Nacional, no solo desde que la dirigió durante 18 años, sino como la contempló. “Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca”, decía.
Detenido el subte me apresuro a subir. Constitución, como siempre, está llena de gente que corre por todo lado hacia su trabajo, llegan desde las provincias cercanas o viajan hacia ellas. “Señorita ¿cuál tren me sirve para la estación Adrogué?”. “Plataforma cinco por favor”. Comprado el tiquete hay que correr un poco porque el tren está próximo a partir y el siguiente tardará media hora más.
Años atrás las familias más prestigiosas de la sociedad porteña se hacían a terrenos en Adrogué. Transcurrirían veranos completos, uno tras otro, viajando constantemente a esta ciudad que el resto del año quedaba deshabitada. Allí un niño solitario salía con su hermana a recorrer la ciudad pensada plano sobre plano, jugaban a perderse por los túneles construidos por aquella antigua aristocracia que pensaba ciudades a la europea. Entre el olor de los eucaliptos y sus laberínticas calles conocería Borges pasajes que acompañarían su obra por siempre.
Recordaría ese día en el Hotel La Delicia, al que Borges como todos los habitantes de Adrogué llamaría “Las Delicias”, jugando de aquí para allá a perderse durante sus veranos, cuando se vio maravillado por el inmenso salón de espejos, quedó congelado ante la infinidad de veces que se repetiría su imagen por el lugar y haría de este un recuerdo que lo acompañaría hasta el último día.
Se convierte Adrogué para Borges en una antigua añoranza a la que volvería el resto de su vida para pensar en la felicidad, lo perseguiría para siempre la remembranza de pensar en Adrogué cuando en algún lugar del mundo llegaba a su olfato el olor de los eucaliptos. “Adrogué era eso: un largo laberinto tranquilo de calles arboladas, de verjas y de quintas; un laberinto de vastas noches quietas que mis padres gustaban recorrer. Quintas en las que uno adivinaba la vida detrás de las quintas. De algún modo yo siempre estuve aquí, siempre estoy aquí. Los lugares se llevan, los lugares están en uno. Sigo entre los eucaliptos y en el laberinto, el lugar en que uno puede perderse. Supongo que uno también puede perderse en el Paraíso. Estatuas de tan mal gusto y tan cursis que ya resultaban lindas, una falsa ruina, una cancha de tenis. Y luego, en ese mismo hotel "Las Delicias", un gran salón de espejos. Sin duda me miré en aquellos espejos infinitos”
Era la media noche y dormía la ciudad en medio del verano y sus visitantes. El joven escritor, en uno de sus habituales insomnios, con los ojos abiertos, acostado, imaginaba la habitación, los libros en los estantes, los muebles y los patios. Pensaba en los eucaliptos, la verja, las casas y no podía dormir, solo para parafrasearlo, supo entonces esa noche que para poder dormir iba a tener que olvidar las calles y las casas, los eucaliptos y los laberintos, la habitación y el reloj que en algún pasillo iba dando la hora, iba a tener que olvidarse de que él estaba ahí acostado sin poder dormir. Al otro día, pensando en su estrategia para conciliar el sueño imaginó a Funes, “un individuo que tuviera una memoria infinita, que estuviera abrumado por su memoria, no pudiera olvidarse de nada, y por consiguiente no pudiera dormirse.”
De “Las Delicias” no queda más que una estatua para la que Borges posa en una de las fotos expuestas en la sala de su residencia, esa que Leonor Acevedo mandó a construir en 1945 frente a la plaza central de Adrogué. Llevo media hora perdida. Por el orgullo de no querer preguntar, venzo mi timidez con algún habitante de la ciudad. “Señor, disculpe, ¿podría indicarme cómo llego a la casa de los Borges?” “Pero si estás muy cerca, tomá la diagonal y ahí encontrás la Plaza Almirante Brown, justo frente a la plaza la vas a ver, tiene una estatua de él, de Borges”.
Ahí están la casa y la estatua, la foto que le tomaron a Borges cuando años después volvió a la que antaño fue propiedad de su familia. Es una casa modesta, dos habitaciones y un patio generoso. Está llena de poemas, de textos sobre la obra Borgiana y la ciudad. En la sala los poemas y textos que dedicó a Adrogué, los personajes que nacieron en aquel lugar, el mismo Mr. William Foy, ingeniero de los ferrocarriles del Sur, que terminaría reflejado en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, ese maravilloso cuento escrito en una habitación de “Las delicias” que mezcla la realidad y la ficción de una antigua enciclopedia que narra un país imaginario, un texto pasado por la filosofía que no nos deja desenredar hasta dónde es real lo que nos es narrado.
La habitación de Borges, acompañada de un televisor que repite interminablemente los textos en su voz, antiguas fotografías de su vida. Cuadros pintados por su hermana en la habitación vecina, acompañados de una biblioteca que donaría la señora Kodama para el lugar. ¿Dónde está Borges? Si se llevó consigo los lugares que habitó en su vida, si legó sus caminatas, juegos e insomnios en su obra ¿Dónde más lo busco? Si las conversaciones con sus amigos y conocidos quedaron atrapados en esa vasta compilación de sus obras completas. Borges, hijo del sur, navegó el norte con una admirable facultad para la lectura y la literatura, recitó poetas ingleses antiguos, tradujo a Wilde brillantemente en su niñez y aterrizó su obra en el sur, porque como decía constantemente a Victoria Ocampo, “las cosas más importantes suceden en el sur”
Me quedo helada viendo en su cuarto por la misma ventana en la que se asomó tantas veces el mural inmenso que da al patio. Va Borges entre los eucaliptos vestido de traje, caminando apaciblemente con su simbólico tigre al lado, camino al paraíso. Voy entonces a buscarlo a la biblioteca.
Nos encontramos en la puerta de la ciudad que Borges habitó como un laberinto que terminaría descifrado en ruinas circulares. No ha sido sencillo el viaje, primero enfrentarse al frío correspondiente a la entrada del inminente invierno, salir por Corrientes atestada de teatros y librerías copadas con la portada de “Borges cuenta Buenos Aires” con un prólogo de María Kodama a propósito de los 30 años de su fallecimiento, los centros culturales, las bibliotecas, el gobierno de la ciudad, la academia, las universidades, la prensa, todos queremos dar fe de la obra Borgiana.
Tomar la Avenida 9 de Julio y bajar a la estación del subte en dirección a Constitución, huir del hielo de la mañana bajando las escalinatas, botar la respiración caliente y verla irse en medio de la de las otras personas, soltar el abrigo que antes cerraba con fuerza cuando el viento soplaba y me quemaba las mejillas. Todo es cálido ahora, paso la registradora y me quedo viendo el Kiosco lleno de revistas y libros, nuevamente el libro de Borges con esa fotografía en blanco y negro, sosteniendo su bastón con la mano izquierda y un puñal en la derecha, sus ojos al horizonte. Próximo tren a Constitución en cinco minutos, tengo tiempo de ojear la publicación – Disculpe señor ¿le molesta si chusmeo el libro? – No, por favor, hacelo tranquila.
“Borges, como los griegos, es Borges de Buenos Aires, inseparable, para la eternidad”, dice Kodama en una de sus líneas, ella es su esposa y heredera universal de su obra, en varias ocasiones ha dicho que desde la partida de Borges todo lo que ha intentado es mantenerlo vigente, hablar en todas partes del mundo sobre su legado como escritor. Este compilado realizado por Carlos Greco no solo es el homenaje al aniversario de Borges, también abarca el homenaje que realiza el escritor constantemente para su natal Buenos Aires, la forma en que la habitó y la narró, sus lugares de trabajo, sus paseos cotidianos, las cenas cada noche con su buen amigo Bioy Casares, La Biblioteca Nacional, no solo desde que la dirigió durante 18 años, sino como la contempló. “Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca”, decía.
Detenido el subte me apresuro a subir. Constitución, como siempre, está llena de gente que corre por todo lado hacia su trabajo, llegan desde las provincias cercanas o viajan hacia ellas. “Señorita ¿cuál tren me sirve para la estación Adrogué?”. “Plataforma cinco por favor”. Comprado el tiquete hay que correr un poco porque el tren está próximo a partir y el siguiente tardará media hora más.
Años atrás las familias más prestigiosas de la sociedad porteña se hacían a terrenos en Adrogué. Transcurrirían veranos completos, uno tras otro, viajando constantemente a esta ciudad que el resto del año quedaba deshabitada. Allí un niño solitario salía con su hermana a recorrer la ciudad pensada plano sobre plano, jugaban a perderse por los túneles construidos por aquella antigua aristocracia que pensaba ciudades a la europea. Entre el olor de los eucaliptos y sus laberínticas calles conocería Borges pasajes que acompañarían su obra por siempre.
Recordaría ese día en el Hotel La Delicia, al que Borges como todos los habitantes de Adrogué llamaría “Las Delicias”, jugando de aquí para allá a perderse durante sus veranos, cuando se vio maravillado por el inmenso salón de espejos, quedó congelado ante la infinidad de veces que se repetiría su imagen por el lugar y haría de este un recuerdo que lo acompañaría hasta el último día.
Se convierte Adrogué para Borges en una antigua añoranza a la que volvería el resto de su vida para pensar en la felicidad, lo perseguiría para siempre la remembranza de pensar en Adrogué cuando en algún lugar del mundo llegaba a su olfato el olor de los eucaliptos. “Adrogué era eso: un largo laberinto tranquilo de calles arboladas, de verjas y de quintas; un laberinto de vastas noches quietas que mis padres gustaban recorrer. Quintas en las que uno adivinaba la vida detrás de las quintas. De algún modo yo siempre estuve aquí, siempre estoy aquí. Los lugares se llevan, los lugares están en uno. Sigo entre los eucaliptos y en el laberinto, el lugar en que uno puede perderse. Supongo que uno también puede perderse en el Paraíso. Estatuas de tan mal gusto y tan cursis que ya resultaban lindas, una falsa ruina, una cancha de tenis. Y luego, en ese mismo hotel "Las Delicias", un gran salón de espejos. Sin duda me miré en aquellos espejos infinitos”
Era la media noche y dormía la ciudad en medio del verano y sus visitantes. El joven escritor, en uno de sus habituales insomnios, con los ojos abiertos, acostado, imaginaba la habitación, los libros en los estantes, los muebles y los patios. Pensaba en los eucaliptos, la verja, las casas y no podía dormir, solo para parafrasearlo, supo entonces esa noche que para poder dormir iba a tener que olvidar las calles y las casas, los eucaliptos y los laberintos, la habitación y el reloj que en algún pasillo iba dando la hora, iba a tener que olvidarse de que él estaba ahí acostado sin poder dormir. Al otro día, pensando en su estrategia para conciliar el sueño imaginó a Funes, “un individuo que tuviera una memoria infinita, que estuviera abrumado por su memoria, no pudiera olvidarse de nada, y por consiguiente no pudiera dormirse.”
De “Las Delicias” no queda más que una estatua para la que Borges posa en una de las fotos expuestas en la sala de su residencia, esa que Leonor Acevedo mandó a construir en 1945 frente a la plaza central de Adrogué. Llevo media hora perdida. Por el orgullo de no querer preguntar, venzo mi timidez con algún habitante de la ciudad. “Señor, disculpe, ¿podría indicarme cómo llego a la casa de los Borges?” “Pero si estás muy cerca, tomá la diagonal y ahí encontrás la Plaza Almirante Brown, justo frente a la plaza la vas a ver, tiene una estatua de él, de Borges”.
Ahí están la casa y la estatua, la foto que le tomaron a Borges cuando años después volvió a la que antaño fue propiedad de su familia. Es una casa modesta, dos habitaciones y un patio generoso. Está llena de poemas, de textos sobre la obra Borgiana y la ciudad. En la sala los poemas y textos que dedicó a Adrogué, los personajes que nacieron en aquel lugar, el mismo Mr. William Foy, ingeniero de los ferrocarriles del Sur, que terminaría reflejado en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, ese maravilloso cuento escrito en una habitación de “Las delicias” que mezcla la realidad y la ficción de una antigua enciclopedia que narra un país imaginario, un texto pasado por la filosofía que no nos deja desenredar hasta dónde es real lo que nos es narrado.
La habitación de Borges, acompañada de un televisor que repite interminablemente los textos en su voz, antiguas fotografías de su vida. Cuadros pintados por su hermana en la habitación vecina, acompañados de una biblioteca que donaría la señora Kodama para el lugar. ¿Dónde está Borges? Si se llevó consigo los lugares que habitó en su vida, si legó sus caminatas, juegos e insomnios en su obra ¿Dónde más lo busco? Si las conversaciones con sus amigos y conocidos quedaron atrapados en esa vasta compilación de sus obras completas. Borges, hijo del sur, navegó el norte con una admirable facultad para la lectura y la literatura, recitó poetas ingleses antiguos, tradujo a Wilde brillantemente en su niñez y aterrizó su obra en el sur, porque como decía constantemente a Victoria Ocampo, “las cosas más importantes suceden en el sur”
Me quedo helada viendo en su cuarto por la misma ventana en la que se asomó tantas veces el mural inmenso que da al patio. Va Borges entre los eucaliptos vestido de traje, caminando apaciblemente con su simbólico tigre al lado, camino al paraíso. Voy entonces a buscarlo a la biblioteca.