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“Es una exposición muy importante porque Italia fue un lugar muy importante para él. De alguna manera estamos resaltando esta importancia y la relación tan íntima que tuvo mi padre con Italia”, explicó su hija Lina Botero, comisaria de la muestra.
El Palacio Bonaparte, en la céntrica Plaza Venecia, acoge hasta el 19 de enero la mayor exposición realizada en Italia, con más de 120 obras entre pinturas y esculturas, para rememorar la maestría del pintor de la voluptuosidad.
Botero nació y creció en la ciudad de Medellín, pero Italia fue una “segunda patria”: como artista, bebió de los genios del Renacimiento, y en el plano personal, le acogió durante muchos años de su vida, especialmente su pueblo toscano, Pietrasanta (norte), donde está enterrado junto a su última esposa, Sophia Vari.
La exposición recorre sesenta años de carrera artística desde su inicio hasta su consagración, a partir de 1961, cuando el Museo de Arte Moderno de Nueva York decidió comprar su Mona Lisa a la edad de 12 años (1959), todo un icono de su visión oronda y fascinante.
Aquella versión del icono de Leonardo Da Vinci revelaba ya en sus albores su pasión por el arte italiano, al igual que el tributo que pintó de La habitación de los Esposos de Andrea Mantegna, pintor del Quattrocento italiano, colgado ahora en el Palacio Bonaparte.
“Cuando vino a Italia, con 19 o 20 años, se confrontó con la pintura del siglo XV entendió y pudo racionalizar e intelectualizar la importancia que tenía el volumen en la historia del arte. Para él la sensualidad y la belleza en el arte se encontró siempre en la exaltación del volumen”, explicó su hija.
La exposición romana también brinda la posibilidad de admirar la versión que Botero realizó durante un estudio en El Prado de Madrid de la infanta de Las Meninas de Velázquez, una obra jamás expuesta al público porque estaba en su taller de París.
Así como otras piezas enormemente personales, como el retrato que hizo de su hijo Pedrito (1971) antes de que muriera en un accidente de automóvil en España. El pintor nunca olvidaría esa tragedia, visible en la ausencia de medio dedo meñique derecho, perdido en el choque.
“Cuando murió Pedrito, él dejó todo lo que tenía en Nueva York en ese momento, cerró todo, lo metió todo en un depósito, y no volvió a tocarlo en más de 40 años. Así que también esta es la primera vez que se exhibe este cuadro”, afirmó la comisaria.
De este modo, con obras más o menos conocidas y otras inéditas, la exposición romana celebra a aquel maestro colombiano que “siempre nadó contracorriente” en el mundo del arte, fiel a su estilo único.
“Cuando llegó a Nueva York a inicios de los Sesenta lo hizo como un artista figurativo, cuando lo que predominaba en ese momento era el ‘Pop Art’ y el expresionismo abstracto. El suyo fue un camino solitario, siempre difícil. Pero gracias a eso, Fernando Botero se encuentra hoy en día en una categoría a parte”, alegó su hija.
Fue precisamente eso, la perseverancia de su estilo sin par, lo que le situó en el Olimpo de la historia del arte: “Si uno ve una manzana de Cézanne, de Picasso, de Van Gogh o de Botero reconoce inmediatamente quién es el artista”, apostó.
Ahora sus pinceladas coloridas y vibrantes lucen en las paredes del museo romano en forma de mujeres desnudas y rechonchas que se miran al espejo, obispos que pasean por la selva de su infancia o Cristos como los del vivo folclore religioso de Medellín.
Un universo que siempre pululó en su mente, incluso en los meses antes de morir con 91 años en Mónaco. Su hija, que le acompañó este tiempo, recuerda cómo el arte conseguía aliviar la torpeza de la senectud.
“Entraba al estudio e inmediatamente como que rejuvenecía, incluso dejaba el bastón en la puerta y caminaba con una facilidad increíble. La mesa de trabajo donde estaba haciendo su último dibujo, su última acuarela, está todavía intacta. No he permitido que muevan ni siquiera un lápiz”, prometió Lina Botero en Roma.