Botero, Fidel Castaño y Rodríguez Gacha (y yo)
El autor del libro “El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín” y su experiencia personal sobre la compra de arte por parte de mafiosos.
Petrit Baquero * / Especial para El Espectador
Es bien sabido que muchos narcotraficantes importantes y no tan importantes, en su afán desesperado por obtener capital social y cultural, porque ya tienen el capital económico, compraron numerosas obras de arte, las cuales exponían en sus mansiones creyendo que eso les conferiría el estatus que tanto ansiaban. Eso, obviamente, fue aprovechado por oportunistas que les vendieron todo tipo de obras, tanto de artistas conocidos como desconocidos, pero que podían representar una “buena inversión” para sus intereses. Y, claro, en esa búsqueda de prestigio social, también las obras sirvieron para lavar dinero, ya que una obra vale lo que se esté dispuesto a pagar por ella, con lo cual lo que, por ejemplo, se compraba en un monto específico, empezó a venderse, nacional e internacionalmente, por 5 o 10 veces más sin mayores inconvenientes, mediante una especulación evidente que creó una burbuja de la que se beneficiaron comerciantes, marchantes, galeristas, dueños de casas de subastas y, por supuesto, uno que otro artista. (Recomendamos: Crónica de Petrit Baquero sobre la guerra verde).
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Es bien sabido que muchos narcotraficantes importantes y no tan importantes, en su afán desesperado por obtener capital social y cultural, porque ya tienen el capital económico, compraron numerosas obras de arte, las cuales exponían en sus mansiones creyendo que eso les conferiría el estatus que tanto ansiaban. Eso, obviamente, fue aprovechado por oportunistas que les vendieron todo tipo de obras, tanto de artistas conocidos como desconocidos, pero que podían representar una “buena inversión” para sus intereses. Y, claro, en esa búsqueda de prestigio social, también las obras sirvieron para lavar dinero, ya que una obra vale lo que se esté dispuesto a pagar por ella, con lo cual lo que, por ejemplo, se compraba en un monto específico, empezó a venderse, nacional e internacionalmente, por 5 o 10 veces más sin mayores inconvenientes, mediante una especulación evidente que creó una burbuja de la que se beneficiaron comerciantes, marchantes, galeristas, dueños de casas de subastas y, por supuesto, uno que otro artista. (Recomendamos: Crónica de Petrit Baquero sobre la guerra verde).
Es así como ciertos narcos tenían, o aparentaban tener, mayor conocimiento sobre el mundo del arte, lo cual les permitió relacionarse, de una manera diferente, con otros sectores sociales en los que, obviamente, nunca faltaron los arribistas, tramadores y oportunistas (y no han dejado de faltar). Ese es el caso de Fidel Castaño Gil, conocido en el bajo mundo como “Rambo”, cabeza visible de los violentos hermanos Castaño Gil, posiblemente (yo lo sustento) los peores asesinos de la historia de Colombia, quienes, además de haber eliminado a aquellos que se oponían a sus intereses económicos con el narcotráfico y la adquisición de tierras por violentos métodos, emprendieron una sangrienta cruzada contra la izquierda política, con la tétrica premisa de que cualquiera que promoviera un cambio, cuestionara al orden establecido o defendiera los derechos humanos era un “guerrillero vestido de civil” al que había que exterminar, cuestión que —vale decir— les ayudó a estrechar vínculos con sectores políticos y militares que también estaban inmersos en esa violenta premisa.
Y es que el mote de “Rambo” no era gratuito, pues Castaño salía en la madrugada a trotar todos los días 10 kilómetros por los caminos de Córdoba, donde tenía varias tierras, entre estas su famosa hacienda “Las Tangas”, además de hacer otros ejercicios que pusieran a su estado físico en óptimas condiciones, pues, como bien decía, “un hombre de guerra lo necesita”. Le gustaba, según dicen, participar directamente en los violentos operativos que sus hombres llevaban a cabo de los que también hacían parte muchas veces sectores de la institucionalidad, lo que le hacía pensar que su labor era netamente “patriótica”. De Castaño, era sabida su personalidad implacable en la que una decisión tomada no se cambiaba por nada del mundo, lo cual le llevó a asesinar directamente, con torturas de por medio, a miles de personas durante los años en que duró su vida criminal. Con esto, los robos, asesinatos selectivos, las masacres, los atentados terroristas, las amenazas, los secuestros y hostigamientos constituyeron la marca del historial de este individuo, lo cual fue continuado por Vicente y Carlos, dos de sus hermanos, en esa estela de crimen y violencia que tristemente no ha terminado.
Pero Castaño era, o quería verse como, un “hombre de mundo” que, cuando estaba en su fastuosa mansión Montecasino, en el barrio El Poblado de Medellín, descrestaba a sus invitados por sus dotes de gran anfitrión, su elegancia al vestir, excelsa cava de vinos y, por supuesto, extensa colección de arte. Dicen también que tenía un elegante piso en París y que allí se relacionaba de igual a igual con los mayores expertos y críticos de arte de Europa, a quienes les compraba obras de altísima calidad y otras de menor nivel que él ayudaba a inflar, al tiempo que promovía a artistas de su país, a quienes relacionaba en muchos casos con galeristas de otros lugares del mundo.
En ese contexto, Castaño, como otros narcotraficantes, se hizo con obras de Fernando Botero, ese pintor antioqueño que acaba de fallecer en Mónaco a los 91 años y quien es, sin duda, el pintor más reconocido de la historia de Colombia, con exhibiciones en los más importantes museos del mundo, así como muestras en las calles y plazas de numerosas ciudades. Botero, vale decir, donó a su país una extensa colección de obras propias y de otros importantes artistas dotando a algunos museos colombianos, principalmente en Bogotá y Medellín, de un material de alta calidad, al menos para quienes reconocen el valor patrimonial de la obra del artista paisa y no solo consideran al arte como un medio para hacer grandes negocios. Con esto, el prestigio artístico de Botero, salvo en la opinión de uno que otro crítico de arte al que no se le pone tanta atención en los grandes escenarios, quedó siempre por lo alto. Claro que hay quienes dicen que esa excesiva generosidad con el país fue sobre todo motivada por el desprestigio que le generó a su familia el caso de su hijo Fernando Botero Zea, quien, como gerente de la campaña Samper Presidente en 1994, recibió dinero de narcotraficantes del Cartel de Cali y, por eso, fue condenado por enriquecimiento ilícito en favor de terceros y detenido durante varios años, ante lo cual el artista deseaba “limpiar su nombre y estela”. Empero, se sabe que este tenía esa intención desde algunos años antes, que las obras se donaron y que son observadas diariamente por cientos de visitantes, ante lo cual, la afirmación de que el artista hizo esas donaciones dada su generosidad y agradecimiento con su patria Colombia, de la que siempre se sintió parte (a pesar de vivir la mayoría de su vida en Europa), no se discute.
Total, decía que Botero, como tantos otros artistas de Colombia y otros lugares, se beneficiaron, directa o indirectamente, por las compras que, a veces al por mayor, hacían los denominados “mágicos” que querían adornar sus casas con muchas de sus pinturas. Y esto no es un cuestionamiento sino un hecho real que también abarcó a sectores completos de la economía que vivieron una “era dorada” y, una vez se derrumbaron los poderosos carteles, empezaron una tremenda crisis. Eso sí, vale decir que los narcos no se acabaron, sino que mutaron al dejar de ser, al menos mayoritariamente, tan ostentosos.
De todas formas, como pasa con aquellos que logran acceder al pináculo del prestigio y los más connotados espacios culturales, sobre todo desde los sectores políticos colombianos, tan preocupados por la “buena imagen” del país, la calidad de sus obras se dio por descontada, pues cualquier pintura de Fernando Botero empezó a valer una buena cantidad de dinero, por lo que el que estuviera en desacuerdo o dijera que no le gustaban esos cuadros podía ser tildado, incluso, de “apátrida”. Por esto, varios narcotraficantes empezaron a hacerse con cuadros de este artista, los cuales eran vistos como una buena inversión y, sobre todo, una marca de prestigio y “buen gusto”, que benefició las arcas del pintor antioqueño y, por supuesto, de quienes, directa o indirectamente, vivían de ese pincel que estuvo activo durante casi 70 años.
Así que cuentan (y esto me lo dijeron y se publicó por ahí) que, en alguna ocasión, a comienzos de los años ochenta, Fidel Castaño invitó a varios de sus socios de lo que se empezaría a conocer pronto con el nombre de “Cartel de Medellín” a cenar a su mansión Montecasino, lo cual aprovechó para mostrarse como un “gentleman”, un hombre de mundo y un experto en varios temas que sus, generalmente, básicos, pero millonarios socios poco comprendían. ¿Y quiénes eran ellos? Personajes que poco tiempo después darían mucho de qué hablar, como Pablo Escobar Gaviria, Jorge Luis Ochoa Vásquez, Gustavo Gaviria Rivero, Carlos Lehder Rivas, José “Pelusa” Ocampo y Gonzalo Rodríguez Gacha, conocido por todos como “El Mexicano”, quienes estaban solos, con sus esposas o una que otra novia.
El recorrido empezó cuando un sonriente Fidel recibió a sus compañeros en el elegante lobby de la mansión, la cual ostentaba muebles y pisos traídos de Europa, sin duda, un símbolo de estatus para todos los que estaban allí. Continuó con la visita a la inmensa cava de vinos y otros tragos finísimos, que descrestó a sus amigos, a pesar de que estos no eran, precisamente, catadores expertos. Y, mientras degustaban alguno de esos vinos y uno que otro pasaboca que, de seguro, traía caviar, pasó a mostrarles su inmensa colección de arte de la que sobresalía un cuadro del mismo Fidel pintado por el ecuatoriano Oswaldo Guayasamín, de quien el propio anfitrión se vanagloriaba de ser amigo.
Vale decir que, quien manifestaba más entusiasmo con esta colección era María Victoria “La Tata” Henao, esposa, desde los 14 años, de Pablo Escobar, pues también se había hecho con una buena y, sobre todo, millonaria, colección de arte que exhibía con orgullo a sus visitas en la mansión donde vivía con su esposo (todavía no lo hacía en el edificio Mónaco que, cuando sufrió en 1988 un bombazo tremendo, dejó en evidencia parte de esa inmensa colección). A “La Tata” le llamaba la atención el conocimiento y, sobre todo, la forma de hablar de Fidel Castaño, que contrastaba con la de su esposo y sus socios que eran, indudablemente, más “elementales”, a diferencia del anfitrión que ponía en evidencia su sofisticación e interés por las cuestiones más elevadas del espíritu, como son las prácticas artísticas y las obras resultantes. Esto molestaba bastante a Escobar, quien, según cuentan, decidió no volver a llevar a su esposa a donde su socio, pues, a pesar de verlo como un amigo cercano (Escobar lo llamaba “Fidelio”), siempre se sintió incómodo con él. Total, como bien se sabe, muchas cosas pasarían después entre estos dos hombres (pero esa es otra historia).
Mientras continuaban la visita, Castaño llevó a sus invitados por varias salas de la casa hasta que llegó a un espacio en el que había cuadros de Botero, quien ya era un artista de gran prestigio, no solo en Colombia sino también en el resto del mundo, lo cual se notó, pues varios sintieron que por fin sabrían de qué se estaría hablando. Uno de ellos, seguramente, también habrá dicho que su escritor favorito era “García Márquez”, pero eso no me lo contaron y me lo estoy inventando.
Sobre la obra de Botero, Castaño aprovechó para contar a sus socios que, si bien pareciera que Botero pintaba gordos, realmente se trataba de una interesante reinterpretación del volumen en la que, basándose en diferentes temas que van del “realismo mágico” hasta el costumbrismo y la sátira política, impuso un estilo que, a pesar de no dejar muchos seguidores, marcó una pauta propia, única y bastante llamativa de lo figurativo, que se denominó “boterismo”.
Varios mostraron verdadero interés en los cuadros, pues estos eran, sin duda, de más fácil entendimiento que otros que ejemplificaban estilos expresionistas, cubistas, futuristas, abstractos, minimalistas y surrealistas. Ante esto, Castaño les dijo que podría venderles algunos o ponerlos en contacto con representantes del artista para que adquirieran una buena obra que, además, se valorizaría con el tiempo y, a la vez, podría convertirse en una importante reserva de capital por si llegaban las “vacas flacas”, a lo cual la mayoría se mostró complacida.
Pero ese entusiasmo contrastó con el de uno de los presentes que parecía verse un tanto incómodo, lo cual rápidamente quedó en evidencia, ¿y de quién se trataba? Del aún no tan conocido Gonzalo Rodríguez Gacha, quien ya era —según quien esto escribe— el narcotraficante más importante de los años ochenta, pues fue, tal vez, el único que controló en Colombia todos los eslabones del negocio del narcotráfico (desde el cultivo de coca, pasando por el procesamiento de clorhidrato de cocaína en inmensos laboratorios como “Tranquilandia”, la exportación del producto a través de “El Rancho”, su famosa ruta por México; el lavado de dinero, la consolidación de aparatos armados en varios lugares del país y los vínculos con sectores de la institucionalidad, sobre todo militar).
Esto preocupó a Castaño, pues quería que sus invitados se sintieran a gusto, por lo que le preguntó a Gacha, con su acento paisa y desparpajado:
— Oíste, México, ¿qué pasa con vos que te ves tan raro haciendo esa mala cara? ¿Es que no te gusta mi colección de arte?
Al oír esto, Rodríguez Gacha, quien, pese a tener la mayor fortuna de todos los que estaban ahí, no dejaba de ser el tímido campesino oriundo de Pacho, Cundinamarca, con una personalidad que contrastaba con la de los dicharacheros paisas que lo acompañaban; miró a Castaño y al resto de sus socios, y les dijo:
— “Que pena con usted, Fidel, pero es que a mí no me van a meter los dedos a la boca con esos gorditos tan feos”.
Cuando escucharon esto, Fidel y todos los demás soltaron una estruendosa carcajada, al tiempo que brindaron con el whisky que ya estaban tomando. Posteriormente, el anfitrión los invitó a seguir recorriendo la casa para ver las obras de Alejandro Obregón.
Y yo en eso estoy de acuerdo con Gacha (qué pena la ignorancia).
* Petrit Baquero es historiador y politólogo. Es autor de los libros El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012), La Nueva Guerra Verde (Planeta, 2017) y Manual de Derechos Humanos y Paz (CINEP/PPP, 2014).