Breve historia de la peste (Tintas en la crisis)

No es la primera vez que el mundo se enfrenta a una pandemia de proporciones extraordinarias. “Pestes” –por usar un calificativo literario–, ha habido desde que hay humanidad. El Covid-19 es uno más en la lista.

David Fernando Barrera
17 de marzo de 2020 - 05:26 p. m.
Imagen de uno de los momentos de la llamada 'Gripa española', que surgió en los albores del Siglo XX en Estados Unidos, pero avanzó hacia Europa y en España dejó la mayor cantidad de víctimas.  / Cortesía
Imagen de uno de los momentos de la llamada 'Gripa española', que surgió en los albores del Siglo XX en Estados Unidos, pero avanzó hacia Europa y en España dejó la mayor cantidad de víctimas. / Cortesía

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En ese sentido, la historia y la literatura han sido fieles testigos de los duros enfrentamientos del hombre contra la enfermedad; por eso, la idea, aquí, es hablar de la naturaleza y las características de algunas de esas batallas. 

Es imposible, por tiempo y espacio, abarcar la totalidad de las enfermedades de naturaleza epidémica a las que nos hemos enfrentado. A vuelo de pájaro sólo se enunciarán algunas de las más relevantes. El punto de partida será la Plaga de Atenas del siglo V a.C. 

El contexto en que se da la Plaga de Atenas es la Guerra del Peloponeso. Atrincherados detrás de sus murallas, los atenienses intentaban luchar contra la máquina de guerra más poderosa de la época: los espartanos. Por el mar llegaba y salía todo de la ciudad, incluso la peste. Sobre ella, Tucídides (460-396 a.C.) escribió que la epidemia empezó en Etiopia, pasó después a Egipto, a Persia y llegó luego a Atenas, donde acabó con la vida de miles de personas.

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Los enfermos, relata Tucídides, “primero sentían un fuerte y excesivo calor en la cabeza; los ojos se les ponían colorados e hinchados; la lengua y la garganta sanguinolentas, y el aliento hediondo y difícil de salir, produciendo continuo estornudar; la voz se enronquecía, y descendiendo el mal al pecho, producía gran tos, que causaba un dolor muy agudo”. Los cuerpos se veían llenos de “pústulas pequeñas”; por la boca se exhalaba un vaho “hediondo y amargo”; y la fiebre y la sed obligaba a las víctimas a lanzarse a los posos en busca de un imposible consuelo. Ni las fieras que disfrutaban de la carne humana se acercaban a los muertos. 

Dice el autor: “lo más grave era la desesperación y la desconfianza del hombre al sentirse atacado, pues muchos, teniéndose ya por muertos, no hacían resistencia ninguna al mal”. Puede deducirse de las palabras de Tucídides que el miedo es el síntoma más grave, y quizás, también, el más mortal.

Sobre la Plaga de Atenas la medicina ha apuntado a decir que podría tener un origen y una caracterización epidemiológica compleja y de múltiples posibilidades; sin embargo, como lo afirma María del Pino Carreño, “son dos enfermedades las más firmes candidatas a ser la causa de la epidemia ateniense: la viruela asociada a la pervivencia del virus en algún reservorio y el tifus epidémico‍‍”.

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Nada ajena a las desgracias griegas, en el contexto de la Antigüedad, Roma también se vio asolada por la enfermedad. La Peste Antonina del siglo II d.C. diezmó en miles la población del Imperio e incluso acabó con el mismo emperador Marco Aurelio. En su tratado Methodus medendi Galeno de Pérgamo (129-216 d.C.) describió los síntomas así:

“ardor inflamatorio en los ojos; enrojecimiento sui generis de la cavidad bucal e de la lengua; aversión a los alimentos; sed inextinguible; temperatura exterior normal, contrastando con la sensación de abrasamento interior; piel enrojecida y húmeda; tos violenta y ronca; signos de flegmasia laringobronquial; fetidez do aliento; erupciones y fístulas, diarrea, agotamiento físico; gangrenas parciales y separación espontánea de órganos; perturbaciones de las facultades intelectuales; delirio tranquilo o furioso y muerte entre el séptimo y noveno día".

A partir de las descripciones de Galeno, la literatura médica ha descartado que la Peste antonina fuera la Peste bubónica a la Tifoidea, y se ha inclinado más bien, por aceptar que pudo haber sido un brote de Sarampión o una viruela de tipo hemorrágica. En todo caso, la Peste Antonina coincidió con el final del gobierno de los “Cinco emperadores buenos” (92-196 d.C.)  y que fue el periodo de esplendor de Roma. Así, no es disparatado reconocer que la Peste es el preámbulo a la debacle del legendario Imperio romano, tres siglos después. 

Hay que dar ahora un salto abrupto de más de mil años hacia la Europa medieval. En el siglo XIV se dio la que hasta ahora ha sido la más devastadora de las pandemias de la historia humana: la Peste negra. La enfermedad, que se originó en Asia, llegó por los puertos italianos y causó, según estimados optimistas, la muerte de más 25 millones de personas. Sobre las causas no hay consensos tampoco: el crecimiento de la población, la falta de hábitos de higiene, la proliferación de pulgas y ratas y la pobre, si no es que inexistente capacidad médica de la época, más cercana a la superstición que a la ciencia. Incluso hay una variable curiosa –por no decir que aterradora–, relacionada con la Gran matanza de gatos (1223) ordenada por el Papa Gregorio IX en la bula Vox in rama bajo el argumento de que estos animales eran “el disfraz de lucifer”. Unos años después de la criminal persecución de los felinos, la peste se movía por Europa a sus anchas. En este caso, cuando los gatos no están, los ratones –y la peste–, hacen fiesta. 

En el Decamerón, Giovanni Boccaccio (1313-1375) describe así los síntomas de la Peste:

“que en su comienzo nacían a los varones y a las hembras semejantemente en las ingles o bajo las axilas, ciertas hinchazones que algunas crecían hasta el tamaño de una manzana y otras de un huevo, y algunas más y algunas menos, que eran llamadas bubas por el pueblo. Y de las dos dichas partes del cuerpo, en poco espacio de tiempo empezó la pestífera buba a extenderse a cualquiera de sus partes indiferentemente, e inmediatamente comenzó la calidad de la dicha enfermedad a cambiarse en manchas negras o lívidas que aparecían a muchos en los brazos y por los muslos y en cualquier parte del cuerpo, a unos grandes y raras y a otros menudas y abundantes”.

Nuevos brotes de peste negra –también llamada Bubónica–, se dieron en los siglos XVII y el XIX. En uno de los brotes, se decretó una cuarentena que afectó a las universidades del Reino Unido. Una de las golpeadas fue Cambridge, en donde estaba un prominente físico que habría de cambiar la historia de la ciencia para siempre: Sir Isaac Newton. Los 18 meses de aislamiento a los que tuvo que enfrentarse le dieron lo que más necesita un genio: tiempo para pensar. O espacios para que le caigan manzanas en la cabeza.

Con la llegada de los españoles a América se diseminó una nueva y letal enfermedad, traída por los europeos y que diezmó la población indígena en millones: la viruela. En la lista también están la gripa y el sarampión. Por el carácter dominante y colonial, hay una omisión deliberada por parte de los cronistas de indias respecto al impacto de los virus. No obstante, uno de ellos, Antonio de Herrera, escribió:

"Hubo este año (1539) terrible hambruna y peste en Popayán; que pasaron de cincuenta mil los indios a quienes se les devoró por efecto del hambre; y que fueron más de cien mil los muertos por la peste (viruelas) cayendo los hombres súbitamente, sin remedio”.

Otro, Alonzo González de Nájera dijo en 1540:

“Todo parece denotar que Dios ha facilitado a aquel reino con particulares favores, mostrando ser su divina voluntad que se perpetúen en aquella fértil tierra... Pues es cosa de maravilla el ver que conocidamente... se van acabando los naturales tan de prisa por contagiosas dolencias con que les hace Dios a la sorda con ellos”.

Ahora hay que hacer otro nuevo salto, ahora los albores del siglo XX. La última gran pandemia de la que se tiene registro fue la Gripa española, que, junto con la Peste negra, podría compartir el primer lugar en el podio de las más letales de la historia. Según cifras aproximadas, los muertos en el mundo fueron más de 30 millones. Se originó en los Estados Unidos, pero recibió el calificativo de “española” porque fue en este país en donde más atención se le puso. Como se dio en el contexto de la Primera Guerra mundial, una de las causas para justificar su expansión, y a la vez su letalidad fue el envío de tropas al Frente. Hay que tener en cuenta que las insalubres, por no decir que espantosas condiciones de las trincheras aportaron a un crecimiento exponencial de los casos. Junto con el agotamiento militar de las potencias en conflicto, se suele reconocer que la Gripa Española tuvo mucho que ver con el final de la Guerra.

Sobre esta Peste, el escritor Josep Pla, quien enfermó de ella, escribió:

“He pasado todo el día de ayer y una parte del de hoy en la cama, con la gripe. He sudado como un caballo. Treinta y seis horas seguidas. Me levanto pálido y deshecho. Por un lado, me parece que me hubiera podido morir y que me he librado por los pelos. Cuando constato que, a pesar de la fatiga, me puedo levantar, pienso que quizá ha sido una gripe benigna (…). Las esquelas son numerosísimas. Pone la carne de gallina. La gente dice que la infección microbiana ataca, sobre todo, a los organismos fuertes y de complexión robusta”.

El cólera –antagonista bien elegido en una de las más bellas obras de Gabriel García Márquez–; la Fiebre amarilla; la Sífilis; la Polio; la Malaria; el VIH; y nuestras tropicales y autóctonas zika, dengue y chikungunya son apenas otras de las tantas de la lista de los males virales que la naturaleza nos provee con severidad, y cuyos muertos se siguen contando en millones. Y, aun así, ahí seguimos. 

No hay, en todo caso, que irse a los extremos. La literatura y la historia demuestran, en ese sentido, que batallas contra enfermedades hemos dado desde siempre. Algunas más letales que otras. Lo que queda, al final de cuentas, es la lección suprema de que se han superado. La ciencia, en primer e indiscutible lugar; y también la prevención, el cuidado, la calma y la prudencia resultan ser las más poderosas armas contra esa biológica debilidad humana que nos hace vulnerables frente a las inflexibles reglas de la naturaleza. Y para cerrar, sí o sí había que hablar de Albert Camus que en La Peste escribió: 

“Cuando estalla una guerra, las gentes se dicen: "Esto no puede durar, es demasiado estúpido". Y sin duda una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure. La estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si uno no pensara siempre en sí mismo. Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto, el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar”.

Y ahí queda, entonces, la lección definitiva: pensemos en los otros. 

Por David Fernando Barrera

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