Buenos Aires, la ciudad de la furia
Un recorrido por la capital argentina, una ciudad con diferentes historias en cada esquina. Su cultura, sus sabores y sus sonidos alimentan esta crónica.
María José Noriega Ramírez
El reloj dio las 6:55 a.m. La puerta del avión de Aerolíneas Argentinas se abrió y el viento helado, propio de los 5° C con los que Buenos Aires amaneció el jueves 18 de agosto, justo en el paso del invierno a la primavera, lo hizo real: Bogotá quedó atrás, a 4.674 km de distancia, y el Río de la Plata lo confirmó. El Sol, como una esfera perfecta de color naranja, que apenas se posaba sobre las aguas que desembocan en el océano Atlántico, marcó el principio del recorrido por una ciudad que alberga lo clásico y lo moderno, que ha sido inmortalizada en la voz de Carlos Gardel, pero también en las de Gustavo Cerati y Fito Páez. Una ciudad en la que en cada esquina hay una historia, en la que la historia misma habla por ella.
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El reloj dio las 6:55 a.m. La puerta del avión de Aerolíneas Argentinas se abrió y el viento helado, propio de los 5° C con los que Buenos Aires amaneció el jueves 18 de agosto, justo en el paso del invierno a la primavera, lo hizo real: Bogotá quedó atrás, a 4.674 km de distancia, y el Río de la Plata lo confirmó. El Sol, como una esfera perfecta de color naranja, que apenas se posaba sobre las aguas que desembocan en el océano Atlántico, marcó el principio del recorrido por una ciudad que alberga lo clásico y lo moderno, que ha sido inmortalizada en la voz de Carlos Gardel, pero también en las de Gustavo Cerati y Fito Páez. Una ciudad en la que en cada esquina hay una historia, en la que la historia misma habla por ella.
El gris del pelo, el amarillo quemado de la bufanda y el azul oscuro del abrigo. Las manos sosteniendo un papel y los ojos fijos en el horizonte. El cielo despejado, completamente azul, y el frío en la punta de la nariz que no le impidió a un hombre de antaño disfrutar de una taza de café en la esquina de la avenida Quintana, en el barrio Recoleta, donde, desde 1950, teniendo más de un siglo y medio de historia, La Biela les ha abierto sus puertas a los mortales e inmortales, a aquellos que han pasado inadvertidos en su anonimato, pero también a algunos personajes que han dejado su huella en las páginas de la historia, como Ernesto Sábato, Julio Cortázar, Joan Manuel Serrat, Joaquín Sabina y Facundo Cabral. No en vano, al cruzar la puerta principal, me topo de frente con Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, o por lo menos con dos estatuas en su honor, y ocupo el espacio donde ellos compartieron momentos de inspiración y de amistad, e incluso más. “Cuando estamos juntos -como acaso lo hubieran dicho los griegos- hay un tercer hombre. Es decir, no nos pensamos como dos amigos, ni siquiera como dos escritores, solo tratamos de desarrollar una historia”, respondió Borges en el libro El aprendizaje del escritor.
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Caminando por sus calles, algunas adoquinadas, pero también alrededor de sus parques, donde los amigos se juntan para reírse, charlar y comer, donde incluso se decoran los árboles para festejar un cumpleaños infantil y donde la gente, a pesar del viento helado, sale a trotar en shorts, escucho que “Buenos Aires es la París suramericana”, y al parecer lo es por la impronta que el paisajista francés Carlos Tayse dejó a lo largo y ancho de la ciudad, o mejor dicho, de la ciudad nueva, aquella que las personas empezaron a ocupar tras la llegada de la epidemia de la fiebre amarilla a finales del siglo XIX.
En mi mente reproduzco la voz de Gardel, y no solo la que inmortalizó Caminito, aquella calle que se podría cruzar en cinco minutos, pero que, al congregar a varias personas alrededor de sus colores, sus artistas, las fotos tangueras y la tentación que provocan los alfajores Cachafaz, demora mucho más a quienes pasan por allí. El azul celeste del cielo choca con el amarillo, el verde, el rojo y el rosado que pintan las paredes de ese barrio popular llamado Boca, donde el tango, a partir de la llegada desde Europa del bandoneón, el piano y el violín, se fue formando, tal como pasó en San Telmo y Barracas, como la voz de la resistencia de los porteños, algo parecido a lo que hizo el jazz en Estados Unidos, y como un grito de amor por esas tierras que son de todos y de nadie. De ahí, y evocando los versos de Alfredo Le Pera, Gardel cantó: “Hoy que la suerte quiere que te vuelva a ver, / ciudad porteña de mi único querer, / oigo la queja de un bandoneón, / dentro del pecho pide rienda el corazón. / Mi Buenos Aires, tierra florida, / donde mi vida terminaré. / Bajo tu amparo no hay desengaños, / vuelan los años, se olvida el dolor”.
Y es que el tango también es un salvavidas. Mientras que en Federal me sirven un plato de milanesa, acompañado de una copa de vino tinto, escucho de la voz de una mujer, con un tono fuerte y profundo, que canta: “Yo adivino el parpadeo / de las luces que a lo lejos / van marcando mi retorno. / Son las mismas que alumbraron / con sus pálidos reflejos / hondas horas de dolor”. Pienso que es la protagonista de un show del restaurante, pero no es así: es un canto de supervivencia. Esa es la realidad de muchas personas que habitan las calles bonaerenses: los ahorros son casi un imposible, pues un peso argentino puede costar mañana la mitad. Además, es frecuente escuchar que un día la leche puede costar 60 pesos y una semana después, en el mismo lugar, más de 100. “Somos expertos en salir de crisis. Lo que vivimos hoy sucede desde hace 10 años”, dijo un joven conductor de Uber, mientras transitaba por las calles del barrio Palermo.
Aun así, hay quienes encuentran oportunidades, como Roberto Menezes Mathias, chef de Robertinho Food. Llegando en 2009 a la ciudad capital para estudiar ingeniería electrónica en la Universidad de Buenos Aires, se dio cuenta de que eso no era lo suyo. Extrañando la comida de su país, empezó a preguntarles a sus familiares las recetas típicas que podía replicar a distancia. “Mis amigos me dijeron que debía ser cocinero, no ingeniero. Por eso estudié gastronomía”, comentó. El strogonoff de pollo y las coxinhas, que ofrece con relleno de pollo, queso, espinaca, matambre, res, cerdo o langostinos, son algunos de sus platos insignia, y como tal los piensa para que alguien que hable español, al probar alguno, sepa a qué sabe Brasil.
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Su cocina llegó al Mercado San Nicolás, que tiene cerca de 100 años de historia, en un intento por difundir su cultura a través de la comida. Ubicado en pleno centro de la ciudad, entre Córdoba y Callao, se encontró con una variedad de propuestas gastronómicas y de oferta de productos e ingredientes frescos. A su llegada le dijo a su vecina de puesto, la dietética, que sería bueno que vendiera fécula de mandioca y harina de mandioca, lo que aquí se conoce como harina de yuca, pues son dos productos que usa con frecuencia en sus preparaciones. “Por ejemplo, le acabo de pedir la pulpa de maracuyá que utilicé para prepararles las caipiriñas”, agregó. Allí también consiguió la granola que le esparció a una bola de helado de azaí, endulzado con toques de miel, que me regaló antes de que saliera de aquel recinto.
Así es la “ciudad de la furia”, como cantó Cerati con Soda Stereo: entre lo viejo y lo nuevo, lo antiguo y lo moderno. Porque si un teatro puede convertirse en una librería, y el escenario que antes pisaban los actores ahora es un café, como sucede en El Ateneo, no es extraño que en el barrio San Telmo, de una casa abandonada, casi en ruinas, que tenía cerca de cuatro metros de escombros en su interior, haya surgido un espacio como el Zanjón de Granados, un testigo arqueológico del pasado porteño. No en vano, Jorge Eckstein, el hijo de migrantes húngaros que se echó al hombro la reconstrucción del lugar, le escribió al poeta Fernández Moreno: “Y en esa esquina de San Telmo, / en ese guion de calle / que años después visitaste, / verás la casita más angosta y ese caserón erguido / que al verte te dirán: / Únete a nosotros, poeta, / resurgimos de la muerte. / En nosotros yace / la emoción de recordar, / de contar y de vivir”.
Y parece que esa ambición de recuperar, remodelar y reocupar espacios es algo contagioso. En donde antes funcionaba un depósito de hierros y acero, ahora se exponen los trajes y la escenografía de las obras que se han presentado en el Teatro Colón. “Pueden tocar y ponerse lo que quieran”, le escucho a una de las guías del Colón Fábrica, como se llama el lugar. A lo lejos, veo la armadura de Don Quijote, y aunque dudé en hacerlo, decidí ponerme el casco, que por su tamaño me impidió casi ver, y tomar las dos espadas en mis manos. Supe, por un corto momento, el peso que el actor tuvo que sostener mientras hacía lo suyo en las tablas.
“Dirigir cualquier institución cultural requiere hacerse muchas preguntas y buscar respuestas”, dijo María Victoria Alcaraz, exdirectora del Teatro Colón. “Una de las que tuve, además de cómo sacar la carga de fuego de los materiales que se podían quemar y de cómo conseguir recursos, era cómo hacer para que más público visitara el teatro, rompiendo el prejuicio que hay de que los teatros de ópera son para determinadas personas, para quien tenga determinada cantidad de plata y de conocimiento. Nada de eso es así”, añadió. Esto está pensado para que lo disfruten y lo entiendan un niño, un adulto, alguien que nunca ha ido al Colón y alguien que siempre va. “Para los pequeños, es entender la historia de una princesa que se llamaba Turandot, entender la historia de Aída o venir a jugar con sables y cascos. Eso no se les va a olvidar nunca y después se les va a hacer mucho más fácil ir a ver una ópera o un ballet”. Y es que ella, desde los cinco años, va al Teatro Colón y no ha querido despegarse de él. “Nunca quise perder esa mirada de público”, concluyó.
El paso por la avenida Santa Fe, incluso por la avenida Corrientes, pero sobre todo por las estrechas calles de Boca, dejó en mí la sensación de que la pandemia era casi inexistente, o, mejor, imperceptible. Después de haber vivido un año en pausa, visitar otra ciudad, cruzar gran parte de América del Sur, estar en Buenos Aires, parecía surreal. Sin embargo, el coronavirus sí dejó fuertes huellas a su paso y la desaparición de un lugar que, de la voz de Fito Páez, he escuchado una y otra vez, quizás es el ejemplo máximo de ello. El café La Paz, que lo inspiró a cantar “miren todos / ellos solos / pueden más que el amor y son más fuertes que el Olimpo”, está vacío. Según escuché, ahora será un restaurante de sushi. Tal vez, como cantó un tanguero, “este mundo está loco”.
* Aerolíneas Argentinas (que tiene vuelos directos al Aeroparque Jorge Newbery), Visit Buenos Aires y Visit Argentina impulsaron este recorrido por la capital argentina.
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