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¿Desde cuándo se puede hablar de un estilo reconocible de Fernando Botero?
Es innegable que la característica más importante, cuando uno se va a referir al artista Fernando Botero, es su estilo que lo ha hecho reconocible en cualquier lugar del mundo. Creo que su forma de mirar las cosas y de plasmarlas empieza a tener un efecto importante muy temprano en el arte colombiano, en las décadas de los 50 y 60, uno que le trae reconocimientos, como el Salón Nacional de Artistas, el primer premio, y luego vienen una serie de exposiciones cuando él se va a vivir a Estados Unidos, que van a empezar a darle un reconocimiento especial. El asunto con Fernando Botero es que es un artista precoz, que encuentra su camino muy temprano, entonces ese reconocimiento a ese estilo se dio hace mucho tiempo y comienza con esos reconocimientos desde el campo del arte colombiano en esas décadas ya tan lejanas.
¿Qué desencadenó ese reconocimiento temprano por su estilo en el arte colombiano?
El tema es que Botero, junto con otros artistas, llega en un momento específico de cambio en el arte colombiano, y esos artistas: Grau, Ramírez Villamizar, Negret y Obregón son mayores que él un poco, son artistas que van a conectar el arte colombiano con una modernidad distinta a las generaciones anteriores, que también es la modernidad. La modernidad de estos artistas tiene mucho que ver con asuntos formales. Las dimensiones alteradas de las formas en Botero rompen con un asunto que fue en Colombia persistente, hasta un momento muy tardío, y es el peso de lo académico, de la representación tal cual de las cosas.
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¿En qué consiste esa modernidad en el arte colombiano?
Esta nueva generación va a llegar con un viento de cambio que no va a estar tan preocupada por esos temas académicos y tampoco va a estar tan preocupada porque su arte tenga un “encasillamiento” con asuntos nacionalistas. Es una modernidad distinta, muy preocupada por lo formal, por dialogar con unos contextos internacionales y con unas preocupaciones distintas. Botero es un protagonista de esa renovación del arte colombiano en ese momento y, además, es un pintor excelente. No es solamente con discursos, sino que él prueba eso con un proceso que es rápido y muestra una evolución en su trabajo, donde uno puede trazar cada cuadro que representa una pequeña batalla en esas décadas para consolidarse como el artista que conocemos. Botero se hacía unas preguntas profundas respecto al hecho de pintar, sobre la pintura, la imagen, cómo desde el contexto latinoamericano y colombiano se puede dialogar con la pintura internacional y con la historia del arte occidental.
“Cada cuadro como una pequeña batalla”, profundicémos sobre ese concepto...
Bogotá tiene maravillosas obras de Fernando Botero, de ese momento en el que cada cuadro era una pequeña batalla. Si uno mira las obras tempranas en el Museo Nacional o el Banco de la República va a encontrar que Botero se debate cómo debe representar la figura humana, cómo debe representar los objetos, cómo debe ser cada cosa resuelta, y en esas batallas a veces sale airosamente victorioso, en otras le da pie para hacer el cuadro que sigue. Pienso que ese es el tema de un artista, que siempre está pensando en lo que está haciendo en el momento y lo que viene después. Es interesante, porque la única certeza que él tiene es que va a pintar, que tiene un interés profundo en la monumentalidad, en exacerbar la monumentalidad de las cosas, que después se transforma en un interés por el volumen. Esas pequeñas batallas le van a permitir una grandísima experimentación cromática, formal, y va a llegar un momento en que esa batalla se va a apaciguar, y va a llegar el artista a una concreción, a un orden. Por eso es que después, en Botero, empieza a imperar un orden, una paz y un silencio, el silencio y el peso rotundo de las cosas, casi que uno puede ver en la obra de Botero como un asunto procesional de la vida, es como sentarse a ver la vida desde la mesa de un café en la calle.
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Hablemos sobre la exploración cromática de Botero y su uso del color...
Botero es un maestro del color, es una persona que entiende profundamente las posibilidades de la pintura. En las obras de Botero no hay sombras, esos personajes aparentemente voluminosos, gigantes, monumentales, no proyectan sombras en el suelo, todo está resuelto con color y nunca usa el negro, nunca. En Botero no hay bordes duros, las cosas están hechas de una materia, de un plasma específico, no importa si son personajes, frutas, muros, carros, metal, piel, todo es hecho de una especie de plasma específico, que no pretende ser otra cosa que una materia plástica y eso es por el manejo impecable del color. Las pinturas de Fernando Botero siempre son muy agradables a la vista de la gente, porque están pensadas para ser contempladas, es un arte que invita a la contemplación. El arte hoy invita a muchas cosas, te puede invitar a que te rebeles, a la conciencia, a que te conmuevas con un hecho violento de la memoria, a que pases a la acción, el arte de Botero está en esa tradición de conciliarnos con el mundo. Botero es un artista que pinta el interior de la casa, la vida del apartamento, lo mismo que Matisse, son artistas que muestran el mundo de una forma amable y el color es un estado de ánimo. En Botero ese color siempre está mostrando no el ánimo de él, sino que la pintura se constituye como una especie de república independiente en donde esos colores tienen sentido y ninguno es más disonante que el otro, y cada pintura es ya no un campo de batalla, sino un campo de diálogo entre sus colores, en donde los personajes son el pretexto.
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¿En qué momento se dio el cambio de la obra como campo de batalla al diálogo entre colores?
Cuando él siente y logra encontrar la escala precisada de todos estos personajes, en donde encuentra a través de los temas que explora la arquitectura de ese mundo, porque hay que hablarlo en términos de arquitectura, de espacio, la mayor parte de su obra es un asunto bidimensional, la monumentalidad y el volumen son asuntos que exceden el tema bidimensional, entonces en el momento en el que Botero logra constituir los parámetros de ese mundo personal, en donde él explora los asuntos tradicionales y la pintura de género, el retrato, el paisaje, la naturaleza muerta, el bodegón y las distintas variantes de la pintura, a partir de ahí se apacigua esa batalla y lo que empieza es un asunto distinto. Ya cuando él consolida ese mundo, a partir de la segunda mitad de la década del 60, se vuelve un mundo estable en donde cada tema es un motivo de exploración de temas que incluso pueden pasar desapercibidos. Después de haber constituido ese mundo arquitectónicamente, él se mete en algo más que un debate, es un diálogo, por eso su pintura es como inmóvil, pero al mismo tiempo tiene una dinámica y una energía interna muy interesante y es un artista que como está afincado en unos valores tradicionales históricos, entonces él se declara como heredero de una tradición y uno puede llegar con esa tradición hasta Giotto, que lo estudió muy bien cuando vivió en Italia en ese periodo de juventud, cuando él se va a principios de la década del 50 a vivir en Europa. Él constituye ese mundo y luego le permite en términos muy espaciales explorar en los 70 la escultura.