Café Brasilero y Eduardo Galeano, una historia de tiempo
Un lugar de los tiempos en los que había tiempo para perder el tiempo. Un café en vía de extinción.
Camila Builes
En Montevideo no se fuma en los bares. No se fuma. La falta de tabaco fue fundamental en la historia de la literatura uruguaya. Fue en un momento, durante una prohibición de tabaco en el país, en el que Juan Carlos Onetti –fumador empedernido– escribió en dos días de inspiración febril el texto que funda la literatura uruguaya moderna: El pozo. La novela, publicada en 1939, es la historia de Eladio Linacero, un hombre que se dedica a escribir un largo sueño. Una historia sórdida que se convierte en el primer vestigio del universo Onetti. Las primeras palabras de El pozo fueron escritas en un café de Montevideo, en la calle Ituzaingó, en la esquina 25 de mayo.
Café Brasilero abrió sus puertas en el año 1877. Fue fundado por los señores Correa y Pimentel. Es el café más antiguo de la ciudad y el primero en ser declarado de interés cultural por la Intendencia Municipal de Montevideo. Cuando Onetti comenzó a escribir El pozo lo único que tomaba era café, sin azúcar y cargado. Tenía tres plumas y un solo cuaderno. “Cuentan que Onetti rayaba las mesas del lugar porque se quedaba sin papel, luego volvía y pasaba todo lo que había escrito sobre la madera. Borraba las palabras con un aceite y luego, como ya estaba cansado de pintar y pintar, le dijo al dueño que le vendiera esa mesa para poder rayarla cuando quisiera”, dijo Santiago Gómez Oribe, el dueño del café.
El sitio, que ha recibido a personajes como Mario Benedetti, Idea Vilariño, Juan Carlos Onetti y José Enrique Rodó, tuvo un visitante por más de veinte años: Eduardo Galeano.
“El último café de los mohicanos, el que sobrevivió al arma fatal del progreso, porque los demás quedaron arrasados, convertidos en porquerías de plástico”, dijo en una entrevista mientras entraba al café.
Siempre se sentaba en la misma mesa: en la ventana con vista a la esquina. Pedía un café con leche y unas media lunas. Se quedaba ahí sentado por horas, mirando por la ventana y sonriendo; luego, cuando la luz moría detrás de los edificios, sacaba el periódico de una maleta gris que cargaba y comenzaba a leer de atrás hacia adelante.
Café Brasilero es un lugar de los tiempos en los que había tiempo para perder el tiempo. Todas las mesas de madera, con sus sillas cafés enganchadas a las patas. Al fondo un espejo gigante donde se reflejan las botellas de la estantería: tequila, vino, mezcal y vodka. Algunas tienen las etiquetas manchadas y amarillas; las otras son de marcas nuevas, botellas reconocibles. El sitio es un híbrido entre la nostalgia del pasado y la diversidad del presente.
“¿Te querés sentar en esta mesa o en una más pequeña?”, me pregunta la mesera, que tiene un ojo azul y otro negro. La voz tiene un dejo de tristeza; luego, cuando pasa un rato, me dice que la lluvia la pone melancólica, que Montevideo en invierno es como un amor que duele. Y yo le creo, le creo porque siento lo mismo. Le digo que sí, que quiero esa mesa en especial: la que está en la ventana con vista a la esquina.
En el lado que da a la pared, entre la pata y el mesón, hay una e y una g marcadas por algo que debió haber sido una navaja. Miro por la ventana y lo que hay es un edificio de una arquitectura colonial, con una fachada verde y un aviso de proporciones extravagantes, con la palabra SALE, en mayúsculas, en rojo. Toda la calle está minada de tiendas de ropa o de antigüedades que están en descuentos.
Detrás de mí hay un cuadro que parece contener lo que son los tesoros del lugar: tres granos de café, dos pedacitos de tela azules, una tira de terciopelo y un papel doblado en un número indescifrable. “Esos son objetos están desde la fundación del café”. Santiago Gómez Oribe se sienta justo frente a mí, en la silla que quedaba libre, se queda callado mientras mira por la ventana. Vuelve: “es un lugar bello este, ¿no? Hay cualquier posibilidad de que uno se crea escritor estando acá y más aún en la mesa en la que todos los miércoles se sentaba el gran Galeano, mi gran Galeano. ¿Ves esa foto de allá?”, me señala con el índice, un dedo que me sorprende por lo largo y lo blanco, una foto de Eduardo Galeano a la entrada del café. El escritor tenía que agacharse un poco para entrar en la imagen, tenía unos jeans azules y una camisa azul oscura. tenía 35 años. “Cuánto me hubiera gustado conocerlo en esa época”. “No te quejes, al menos lo conociste”, me mira con risa, como con burla y continúa: “Sí, no puedo quejarme. Cuando era invierno, como ahora, él venía, se sentaba y me gritaba para que saliera: “Oye, monaco, vení contame cosas de jóvenes”, y yo me sentaba acá, en esta misma silla, al frente de él, y le pedía consejo de cómo terminarle a mi novia o qué cosas le debía meter al café para bancarlo. Para que fuera mejor de lo que es”.
Una mujer que está detrás del mostrador llama a Gómez Oribe porque un japonés no sabe como pagar con su tarjeta de crédito. En el salón hay cincuenta mesas. Veinte ocupadas, quince por turistas. Algunos se paran a tomarle fotos a las fotos de Galeano que cuelgan en las paredes.
Fotos de fotos, como un museo. Algunos poemas de Benedetti también alfombran los muros. Imágenes de Enrique Estrázulas e Ignacio Suárez, láminas de estilo Art Nouveau, recortes de diarios e imágenes de Carlos Gardel: la historia de una generación detenida en el tiempo y en un espacio.
Se nota cuando el que cruza la puerta es forastero. La rapidez con la que mira la carta, los ademanes para llamar a los meseros. Todo con apuro, con afán: un mapa debajo del brazo con círculos rojos en museos y edificios importantes. “Tenemos que verlo todo”. La prisa es humana y explicable. Hay una necesidad de que nosotros cambiemos en una visita que dura tres días en una ciudad que se ha demorado siglos en formarse. Pero para poder meterte en la realidad y querer cambiarla hay que entenderla como es. La realidad es así, no es algo que ocurre en quince minutos.
Regresa el dueño del sitio. “Cuando Galeano lanzó Espejos (2008, Siglo XXI), lo hizo acá. Sabía que no le entraban al sitio más de setenta personas y sabía que vendrían muchos desde lejos. No le importó. Lo único que quería era presentarlo en su casa pública: este café”.
Cuando Gómez Oribe cuenta las anécdotas del escritor en el café, lo hace con orgullo. Como el historiador de algo maravilloso. La voz, ese sonido que a veces se le vuelve agudo y parece atrapado en la garganta, la proyecta hasta el fondo del lugar. Usa las palabras que los grandes académicos usan para referirse a sus grandes universidades. Y recordé algo que leí de Galeano: “A los cafés de Montevideo les debo todo, porque yo no tuve educación formal, ni siquiera primero de liceo. En los cafés aprendí el arte de vivir y el oficio de narrar”.
Y pienso en lo que creemos es la historia, esos monumentales hechos, grandes episodios: la Toma del Palacio de Invierno, las guerras mundiales… pero la grandeza humana está en las cosas chiquitas, que se hacen cotidianamente, día a día, las que hacen los anónimos sin saber que las hacen. Como un chico de catorce años dibujando para un semanario socialista. Un chico que luego sería un viejo aclamado.
“A veces, en las charlas, me preguntan por mi héroe preferido y la última vez, en lugar de decir héroes de bronce y mármol, dije que es el taxista que me llevó la noche anterior a mi casa”, dijo Eduardo Galeano.
Me quedé hasta que cerraron el café, a las diez de la noche. Cuando iba saliendo, Santiago Gómez se abalanzó sobre mí como un monstruo. Me abrazó y de despedida me dijo que los héroes nacieron donde nacimos nosotros. Y creo que sí. Lo espero.
En Montevideo no se fuma en los bares. No se fuma. La falta de tabaco fue fundamental en la historia de la literatura uruguaya. Fue en un momento, durante una prohibición de tabaco en el país, en el que Juan Carlos Onetti –fumador empedernido– escribió en dos días de inspiración febril el texto que funda la literatura uruguaya moderna: El pozo. La novela, publicada en 1939, es la historia de Eladio Linacero, un hombre que se dedica a escribir un largo sueño. Una historia sórdida que se convierte en el primer vestigio del universo Onetti. Las primeras palabras de El pozo fueron escritas en un café de Montevideo, en la calle Ituzaingó, en la esquina 25 de mayo.
Café Brasilero abrió sus puertas en el año 1877. Fue fundado por los señores Correa y Pimentel. Es el café más antiguo de la ciudad y el primero en ser declarado de interés cultural por la Intendencia Municipal de Montevideo. Cuando Onetti comenzó a escribir El pozo lo único que tomaba era café, sin azúcar y cargado. Tenía tres plumas y un solo cuaderno. “Cuentan que Onetti rayaba las mesas del lugar porque se quedaba sin papel, luego volvía y pasaba todo lo que había escrito sobre la madera. Borraba las palabras con un aceite y luego, como ya estaba cansado de pintar y pintar, le dijo al dueño que le vendiera esa mesa para poder rayarla cuando quisiera”, dijo Santiago Gómez Oribe, el dueño del café.
El sitio, que ha recibido a personajes como Mario Benedetti, Idea Vilariño, Juan Carlos Onetti y José Enrique Rodó, tuvo un visitante por más de veinte años: Eduardo Galeano.
“El último café de los mohicanos, el que sobrevivió al arma fatal del progreso, porque los demás quedaron arrasados, convertidos en porquerías de plástico”, dijo en una entrevista mientras entraba al café.
Siempre se sentaba en la misma mesa: en la ventana con vista a la esquina. Pedía un café con leche y unas media lunas. Se quedaba ahí sentado por horas, mirando por la ventana y sonriendo; luego, cuando la luz moría detrás de los edificios, sacaba el periódico de una maleta gris que cargaba y comenzaba a leer de atrás hacia adelante.
Café Brasilero es un lugar de los tiempos en los que había tiempo para perder el tiempo. Todas las mesas de madera, con sus sillas cafés enganchadas a las patas. Al fondo un espejo gigante donde se reflejan las botellas de la estantería: tequila, vino, mezcal y vodka. Algunas tienen las etiquetas manchadas y amarillas; las otras son de marcas nuevas, botellas reconocibles. El sitio es un híbrido entre la nostalgia del pasado y la diversidad del presente.
“¿Te querés sentar en esta mesa o en una más pequeña?”, me pregunta la mesera, que tiene un ojo azul y otro negro. La voz tiene un dejo de tristeza; luego, cuando pasa un rato, me dice que la lluvia la pone melancólica, que Montevideo en invierno es como un amor que duele. Y yo le creo, le creo porque siento lo mismo. Le digo que sí, que quiero esa mesa en especial: la que está en la ventana con vista a la esquina.
En el lado que da a la pared, entre la pata y el mesón, hay una e y una g marcadas por algo que debió haber sido una navaja. Miro por la ventana y lo que hay es un edificio de una arquitectura colonial, con una fachada verde y un aviso de proporciones extravagantes, con la palabra SALE, en mayúsculas, en rojo. Toda la calle está minada de tiendas de ropa o de antigüedades que están en descuentos.
Detrás de mí hay un cuadro que parece contener lo que son los tesoros del lugar: tres granos de café, dos pedacitos de tela azules, una tira de terciopelo y un papel doblado en un número indescifrable. “Esos son objetos están desde la fundación del café”. Santiago Gómez Oribe se sienta justo frente a mí, en la silla que quedaba libre, se queda callado mientras mira por la ventana. Vuelve: “es un lugar bello este, ¿no? Hay cualquier posibilidad de que uno se crea escritor estando acá y más aún en la mesa en la que todos los miércoles se sentaba el gran Galeano, mi gran Galeano. ¿Ves esa foto de allá?”, me señala con el índice, un dedo que me sorprende por lo largo y lo blanco, una foto de Eduardo Galeano a la entrada del café. El escritor tenía que agacharse un poco para entrar en la imagen, tenía unos jeans azules y una camisa azul oscura. tenía 35 años. “Cuánto me hubiera gustado conocerlo en esa época”. “No te quejes, al menos lo conociste”, me mira con risa, como con burla y continúa: “Sí, no puedo quejarme. Cuando era invierno, como ahora, él venía, se sentaba y me gritaba para que saliera: “Oye, monaco, vení contame cosas de jóvenes”, y yo me sentaba acá, en esta misma silla, al frente de él, y le pedía consejo de cómo terminarle a mi novia o qué cosas le debía meter al café para bancarlo. Para que fuera mejor de lo que es”.
Una mujer que está detrás del mostrador llama a Gómez Oribe porque un japonés no sabe como pagar con su tarjeta de crédito. En el salón hay cincuenta mesas. Veinte ocupadas, quince por turistas. Algunos se paran a tomarle fotos a las fotos de Galeano que cuelgan en las paredes.
Fotos de fotos, como un museo. Algunos poemas de Benedetti también alfombran los muros. Imágenes de Enrique Estrázulas e Ignacio Suárez, láminas de estilo Art Nouveau, recortes de diarios e imágenes de Carlos Gardel: la historia de una generación detenida en el tiempo y en un espacio.
Se nota cuando el que cruza la puerta es forastero. La rapidez con la que mira la carta, los ademanes para llamar a los meseros. Todo con apuro, con afán: un mapa debajo del brazo con círculos rojos en museos y edificios importantes. “Tenemos que verlo todo”. La prisa es humana y explicable. Hay una necesidad de que nosotros cambiemos en una visita que dura tres días en una ciudad que se ha demorado siglos en formarse. Pero para poder meterte en la realidad y querer cambiarla hay que entenderla como es. La realidad es así, no es algo que ocurre en quince minutos.
Regresa el dueño del sitio. “Cuando Galeano lanzó Espejos (2008, Siglo XXI), lo hizo acá. Sabía que no le entraban al sitio más de setenta personas y sabía que vendrían muchos desde lejos. No le importó. Lo único que quería era presentarlo en su casa pública: este café”.
Cuando Gómez Oribe cuenta las anécdotas del escritor en el café, lo hace con orgullo. Como el historiador de algo maravilloso. La voz, ese sonido que a veces se le vuelve agudo y parece atrapado en la garganta, la proyecta hasta el fondo del lugar. Usa las palabras que los grandes académicos usan para referirse a sus grandes universidades. Y recordé algo que leí de Galeano: “A los cafés de Montevideo les debo todo, porque yo no tuve educación formal, ni siquiera primero de liceo. En los cafés aprendí el arte de vivir y el oficio de narrar”.
Y pienso en lo que creemos es la historia, esos monumentales hechos, grandes episodios: la Toma del Palacio de Invierno, las guerras mundiales… pero la grandeza humana está en las cosas chiquitas, que se hacen cotidianamente, día a día, las que hacen los anónimos sin saber que las hacen. Como un chico de catorce años dibujando para un semanario socialista. Un chico que luego sería un viejo aclamado.
“A veces, en las charlas, me preguntan por mi héroe preferido y la última vez, en lugar de decir héroes de bronce y mármol, dije que es el taxista que me llevó la noche anterior a mi casa”, dijo Eduardo Galeano.
Me quedé hasta que cerraron el café, a las diez de la noche. Cuando iba saliendo, Santiago Gómez se abalanzó sobre mí como un monstruo. Me abrazó y de despedida me dijo que los héroes nacieron donde nacimos nosotros. Y creo que sí. Lo espero.