Cali: protesta, arte y dignidad
Presentamos la primera parte de un artículo que busca explicar, desde la historia y las percepciones del arte, el momento que atraviesa el Valle del Cauca y el simbolismo de la presencia de la minga indígena en Cali.
María Paula Lizarazo
Laura Camila Arévalo Domínguez
Cali era (o es) una bomba de tiempo. Hay una suma de dolencias, miserias y ambiciones padecidas por la población, que no es difícil entender por qué se convirtió en el epicentro de la violencia en la que ahora Colombia anochece y amanece, y vuelve a anochecer. No es difícil de entender, pero sí de asimilar por la crudeza de su realidad e insufrible permanencia en la crisis. Para darle una explicación al protagonismo de Cali durante las actuales protestas, podríamos mirar un mapa y fijarnos en su cercanía con el Cauca, Nariño y el Pacífico. Allí están todos esos sonidos, sabores y cosmovisiones, pero también toda esa violencia, ausencia de garantías para existir y todos los desplazados, que migraron y siguen migrando a Cali, una capital. También para entender el descontento de la ciudad, podríamos mirar las cifras: para el último trimestre de 2020, el Departamento Administrativo Nacional de Estadística reveló que la tasa de desempleo de Cali fue de un 18,6 % (el nacional fue de 13,8 %). En la capital de Valle del Cauca el porcentaje de la población que se ubica en la clase alta es del 2,3 %. Un 35,2 % es de clase media, un 36,3 % es pobre y un 26,2 % es vulnerable. También podríamos revisar la historia y detallar las raíces de las protestas en Cali, y entonces detenernos en el 26 de febrero de 1971: movilizaciones estudiantiles y campesinas se manifestaron en contra de la inequidad social, falta de educación y mal uso de recursos, pero fueron cercados en la Universidad del Valle por la Fuerza Pública. Las cifras oficiales hablan de entre 15 y 30 muertos, pero no se sabe, así como tampoco ahora se tiene claridad sobre los desaparecidos de las protestas actuales. Ese año Cali se preparaba para los Juegos Panamericanos, así que la ciudad se dividía entre los cambios de forma (calles, edificios y aeropuerto) y la ruidosa indiferencia de fondo: la extrema pobreza de miles de sus habitantes.
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Cali era (o es) una bomba de tiempo. Hay una suma de dolencias, miserias y ambiciones padecidas por la población, que no es difícil entender por qué se convirtió en el epicentro de la violencia en la que ahora Colombia anochece y amanece, y vuelve a anochecer. No es difícil de entender, pero sí de asimilar por la crudeza de su realidad e insufrible permanencia en la crisis. Para darle una explicación al protagonismo de Cali durante las actuales protestas, podríamos mirar un mapa y fijarnos en su cercanía con el Cauca, Nariño y el Pacífico. Allí están todos esos sonidos, sabores y cosmovisiones, pero también toda esa violencia, ausencia de garantías para existir y todos los desplazados, que migraron y siguen migrando a Cali, una capital. También para entender el descontento de la ciudad, podríamos mirar las cifras: para el último trimestre de 2020, el Departamento Administrativo Nacional de Estadística reveló que la tasa de desempleo de Cali fue de un 18,6 % (el nacional fue de 13,8 %). En la capital de Valle del Cauca el porcentaje de la población que se ubica en la clase alta es del 2,3 %. Un 35,2 % es de clase media, un 36,3 % es pobre y un 26,2 % es vulnerable. También podríamos revisar la historia y detallar las raíces de las protestas en Cali, y entonces detenernos en el 26 de febrero de 1971: movilizaciones estudiantiles y campesinas se manifestaron en contra de la inequidad social, falta de educación y mal uso de recursos, pero fueron cercados en la Universidad del Valle por la Fuerza Pública. Las cifras oficiales hablan de entre 15 y 30 muertos, pero no se sabe, así como tampoco ahora se tiene claridad sobre los desaparecidos de las protestas actuales. Ese año Cali se preparaba para los Juegos Panamericanos, así que la ciudad se dividía entre los cambios de forma (calles, edificios y aeropuerto) y la ruidosa indiferencia de fondo: la extrema pobreza de miles de sus habitantes.
Así como en 1971, ahora el arte se ha presentado como una fuerza viva que acompaña la realidad caleña y colombiana. Así lo describe Rubén Mendoza, director de cine boyacense que reside en Cali desde hace ocho años: “Aquí el arte está activo y no solamente por los artistas. Aquí se hace poesía permanentemente con acciones simbólicas: madres desarmadas gritándole al Esmad que se cansaron de que les mataran a sus hijos, por ejemplo. Eso es pura poesía. Hay música, baile y cocina, que es la forma más efímera del arte, pero una de las más bellas. Quien solo ve oscuridad, está desinformado. En este país hay desesperanza todos los días, pero concentrarse en la oscuridad es faltarles al respeto a los que han dado la vida en esta lucha”.
Hugo Candelario, de Grupo Bahía, nació en Guapi, municipio del litoral Pacífico del departamento del Cauca, y dice haber escuchado desde hace muchos años el presentimiento colectivo de que en Cali algo explotaría: “Todos presentíamos este estallido. No lo pensábamos como una reacción a un hecho concreto, sino como algo interno de la ciudad”. Según él, la desigualdad en Cali “es grotesca” y cree que el arte es el que ha contribuido a tramitar los contrastes de esta ciudad, además de ayudar a atravesar el proceso actual. “Los artistas somos chamanes del alma. ‘El arte que no sirve para sanar, no es arte’, dijo alguien, y recibimos unos beneficios como artistas, así que tenemos responsabilidades. Hay tiempo para todo y nos llegó el de acompañar el momento y el de preguntarse, por ejemplo, qué sonidos se necesitan para esta coyuntura”.
Jorge Navas, director de cine caleño, dice que, como artista, es imposible no solidarizarse con los mínimos vitales y legítimos que las personas reclaman, y que el arte tiene la responsabilidad de comprometerse con los tiempos que vive. Por su parte, Alexis Play, artista chocoano que colaboró para la canción Quién los mató, inspirada en la masacre de Llano Verde ocurrida el pasado 26 de octubre de 2020, le dijo a este diario: “Habría que preguntarles a Mercedes Sosa y Silvio Rodríguez si creyeron que perdieron el tiempo con sus obras. En Colombia hay canciones que son la voz de estas personas. El que quiera callar, que calle, pero que no diga que manifestarse como artista no funciona, porque es falso”.
Los tres artistas responden a una opinión que, recientemente, Silvestre Dangond dio a través de sus redes, en la que le preguntaron su postura con respecto a la situación del país. “Yo no logro cambiar el rumbo de las cosas con un mensaje, eso es falso”. Por el contrario, muchos colombianos consideran que, si bien los artistas no tienen el poder para determinar los resultados de las confrontaciones o crisis que ocurran en el país, su incidencia es innegable: “Su vida, su economía y su subsistencia se han nutrido de que millones de personas lo celebren y lo sigan, es una tontería subestimar el efecto que pueda tener su palabra. Creo que esa es una posición de quien se siente una máquina de dinero, sabiendo que el artista es una máquina de dignidad. No somos herramientas de la indiferencia”, concluyó Rubén Mendoza sobre la posición de Dangond.
Los motivos históricos que explican el estallido social en Cali, vinculado a este paro nacional, dan cuenta también de la presencia del CRIC (Consejo Regional Indígena del Cauca) en la ciudad en medio de las peticiones sociales y las situaciones de violencia que allí y en buena parte del Valle del Cauca se han padecido en los últimos días. En palabras del poeta camëntsá Hugo Jamioy, lo que el sentir y el sentido de la minga puede aportar a este momento, con el CRIC o el Movimiento Aiso (Autoridades Indígenas del Suroccidente) en Cali, es la representación “de otra forma de considerar el control social. No son necesarias las armas en nuestros territorios indígenas. Toda la visión que se ha construido en los mismos pueblos indígenas, tanto con sus habitantes como con las personas de afuera, reconoce que hay un sistema de gobierno propio, que hay un sistema de autoridad que se basa en el principio del reconocimiento, en el principio del respeto, el principio de la territorialidad, el respeto de la armonía, y lo primero que prima para poder resolver conflictos es la palabra, es el diálogo, es el exponer las razones del porqué del comportamiento de las personas respecto a una situación, y eso permite que haya un entendimiento y finalmente se llegue a un consenso que nos permita resolver alguna situación” en cuestión.
La investigadora Vilma Almendra, del pueblo nasa, afirma que “el paro nacional ha sido una gran minga, donde todos los sectores, pero sobre todo lo más empobrecidos, los más violentados y los más negados, han salido a las barricadas porque no tienen nada que perder y han salido a decirle a este Gobierno y a este Estado que no quieren vivir como nos han impuesto, sino que quieren un mínimo de libertad; entonces la minga, como espacio colectivo y comunitario, es una práctica colectiva ancestral de los pueblos originarios que empieza a salir de esa misma raíz y en la que se reconocen incluso quienes se niegan a decirse indios y que, como ya está tan colonizados, se ponen la categoría de campesino o campesina; me parece que la minga, este trabajo colectivo, este hacer comunidad en la ciudad, es un precedente muy importante para los movimientos sociales y populares que nos puede revelar que cuando todas y todos sentimos el mismo dolor, cuando nosotros y nosotras, como movimiento indígena, sentimos el dolor y el clamor de quienes se dicen no ser indígenas, y salimos a sumarnos a sus peticiones y acompañar: ahí es donde vive la minga, desde la diversidad y desde la intención de querer transformar algo”.