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                                                                                                                                Capítulo de “Ceremonia”, novela de Felipe Restrepo Pombo

                                                                                                                                El director editorial de la revista Gatopardo publicó una obra de ficción en la que, a partir de la familia Ibarra, explora los secretos de las familias de las élites, que casi siempre ocultan desgracias. En librerías bajo el sello editorial Planeta.

                                                                                                                                Felipe Restrepo Pombo * / Especial para El Espectador

                                                                                                                                En la novela del escritor bogotano Felipe Restrepo Pombo el protagonista es Arturo Ibarra, un terrateniente que hizo fortuna gracias a la explotación minera del carbón. Santa María, el lugar donde vive, será asolado por la violencia, las ambiciones y la soledad.
                                                                                                                                Foto: Tomada de @felres
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                —Te veo en menos de un año, ¿no? —dijo Patricio con su tono suave, mimado, que se acentuaba tanto durante las resacas. Acababa de cumplir veintidós.

                                                                                                                                —Depende de ti. Tienes que escapar de tu familia —respondió Tomás con una sonrisa amplia y reconfortante. Y sin entender, del todo, las repercusiones de su frase.

                                                                                                                                Tomás escuchaba con atención, como si fuera por primera vez, la voz de su amigo. Era todavía insegura, la entonación de un chico que no tiene todavía sospechas. Tomás le llevaba sólo seis meses, pero la gente siempre suponía que era mucho mayor. Esa mañana la diferencia entre los dos se hacía evidente en sus cuerpos cubiertos sólo por sus ajustados trajes de baño de tonos fosforescentes. En algún momento de la celebración alguien les propuso a los invitados lanzarse a la piscina y los dos chicos perdieron los pantalones de lino y guayaberas, hechos a la medida, con los que llegaron a la fiesta. Tomás tenía un cuerpo macizo: los músculos del pecho y el abdomen estaban bien definidos. Sus facciones eran duras y una sombra de barba recubría la mitad de su cara. En su frente asomaban dos entradas peninsulares (que con los años se convertirían en una calvicie prematura). Patricio, en cambio, tenía un cuerpo que parecía sentenciado a nunca dejar la niñez. Sus miembros eran alargados, desproporcionados y torpes. Era lampiño, con una piel tan blanca que parecía resplandecer. El pelo largo y desarreglado caía sobre su rostro aniñado, imberbe, que se sonrojaba con facilidad. Sus rasgos femeninos lo habían hecho sufrir desde que podía recordar. (Recomendamos: Capítulo de “Adiós, pero conmigo”, la más reciente novela del escritor antioqueño Juan Diego Mejía).

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Con la caída del sol, se pasó a la champaña helada. Genoveva, su mamá, les dio la orden a los meseros de que ninguna copa permaneciera vacía y Patricio aprovechó la situación. La efervescencia de burbujas le daba la sensación de subir hasta una nube desde donde miraba el mundo en una borrachera placentera.

                                                                                                                                Una distancia enorme lo separaba de lo que sucedía ahí. No soportaba estar sobrio en medio de esa festividad decadente en la que todos —en especial sus familiares: los pocos que quería y a los que odiaba— participaban en un teatro. Era la puesta en escena de una mentira: estaba seguro de que su hermana Daniela no quería nada de eso: una boda memorable, un matrimonio ideal. La conocía lo suficiente para saber que sólo estaba ahí para cumplir con una imposición, ella también repetía el guion aprendido a la perfección.

                                                                                                                                Así que, como lo había hecho tantas veces, Patricio aceptó representar el rol del hermanito extraño aunque bien amaestrado. Pero esta vez lo haría con cantidades de alcohol en su organismo. Al fin y al cabo nadie puede sonreír tanto estando sobrio: el dolor de la mandíbula sería insoportable. Saludaba con amabilidad a primos, tías y otros desconocidos que lo abordaban. Asentía con gracia ante sus comentarios inocuos.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Después del coctel de bienvenida, buscó su lugar en la mesa principal. No logró escuchar los discursos emocionados de los padrinos. No vio bien el momento en que su hermana y Mauricio, su papá, se levantaron para abrir la pista de baile. Estuvo ausente en el episodio estelar en el que Juan José, el novio, bailaba con la suegra. Se enfocó, mejor, en la viscosidad del sorbete de frutas que bajaba agradablemente por su garganta y le daba un poco de frescura a un día tan agobiante. Cuando lo obligaron a levantarse a bailar con la novia, se tropezó y casi rasga el Vera Wang, traído desde Nueva York. Él mismo fue testigo de las largas discusiones entre su hermana y sus amigas sobre ese vestido. La decisión sobre el diseñador, el modelo, el velo y el bordado tomó semanas. Finalmente, cuando llegaron al veredicto sobre el modelo elegido, Genoveva y Daniela viajaron hasta la boutique en Manhattan para hacer las pruebas y los ajustes. Haberlo rasgado hubiera significado una tragedia mayor, de la que se salvó por un milagro del dios que protege a los borrachos.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Después del espectáculo de danzas familiares, la orquesta subió al escenario. Apenas sonaron los primeros acordes, los invitados se levantaron de sus mesas y se dirigieron a la pista. Todo ocurría en medio de carcajadas, que a Patricio se le antojaban forzadas. En una esquina, Peter Trillos, el wedding planner contratado por la familia Ibarra, movía la cadera y los brazos con sabrosura tropical de la que se sentía visiblemente orgulloso, mientras seguía con la mirada el trasero de un joven mesero. Era uno de los pocos que habían roto el estricto protocolo de vestimenta. En lugar de la consabida guayabera de lino vestía un esmoquin blanco, zapatos de charol y corbatín fucsia. A unos metros de él, un animado grupo de tías tomaba videos y fotos con sus teléfonos. Una de ellas, una entusiasta del amor, llevaba un selfie stick con el que lograba tomas maravillosas. Un primo más joven, un ingeniero nerd, había llevado un dron con el que tomaba secuencias panorámicas de la fiesta.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Patricio caminó hacia la mesa de postres. Ahí estaban, dispuestos en festivas bandejas de colores, dulces típicos. En un costado estaba el arzobispo De Anda, gozando del festín de azúcar. El sacerdote, que unas horas antes ofició la misa, también había casado a los padres de Patricio y bautizado a sus dos hermanas. El anciano regordete, que apenas cabía en su sotana, devoraba los postres con ansiedad lujuriosa. Cuando vio a Patricio lo saludó con un gesto cómplice, mientras un poco de mermelada de mora le escurría por la comisura del labio. Si moría pronto, pensó Patricio, lo último que deseaba era que De Anda estuviera presente en su entierro.

                                                                                                                                Sintió náuseas por primera vez en la noche. La euforia se esfumaba a toda velocidad, dando paso a una sensación de pesadez y debilidad, casi al punto del desmayo. Caminó como pudo hasta un extremo de la pista donde alcanzó a ver a Tomás.

                                                                                                                                —No puedo más —le dijo a su amigo, arrastrando las palabras.

                                                                                                                                —¿Qué te pasa?, ¿estás bien?

                                                                                                                                —No puedo más con esta payasada, con ellos, con todo.

                                                                                                                                —No seas mala copa —le dijo Tomás entre carcajadas—, tengo algo para que te sientas mejor.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Sacó una bolsita de plástico de un bolsillo de su guayabera. El contenido parecía inofensivo: gomitas de colores en forma de animalitos. Patricio hizo un gesto de asco y negó con la cabeza, convencido de que eran dulces. Tomás sacó una de las figuritas y la partió en dos. Agarró la cara de su amigo y lo forzó a abrir la boca. Patricio obedeció y se tragó una de las mitades; para su sorpresa, tenía un sabor amargo. Acercó su cara para preguntar qué era. Su amigo le dijo que eran gomitas de sabores bañadas en ácido y no tardarían en hacer efecto. Efectivamente, a los veinte minutos sintió una ráfaga de calor que le subía por la espalda: empezaba en el coxis y le llegaba hasta la parte trasera del cráneo. La cara y las extremidades se le durmieron. Los cachetes se pusieron más rojos que de costumbre. La mandíbula se tensó, la boca se resecó y la piel se erizó. Sentía que una legión de hormigas lo recorría desde las nalgas hasta los pies. La música sonaba más nítida, como un estruendo que entraba por sus oídos y lo sacudía. Sus sentidos se pusieron en guardia: cada cosa que ocurría cerca lo estimulaba.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Empezó a saltar sin control y a cantar. Sentía ganas de gritar hasta desgarrar sus pulmones, de abrazar a sus amigos, a su familia, a todos los invitados a la fiesta y, por qué no, al universo entero. La euforia lo golpeaba por oleadas: nada podía detenerlo, todo estaba bien con su vida, los miedos eran absurdos. La monstruosidad de su familia, la angustia que sentía cada madrugada antes de tener que afrontar el día, sus deseos constantes de esfumarse parecían distantes, casi irreales. Percibía la luz de los reflectores sobre sus pupilas cerradas. Sentía cómo la luz se esparcía por su cuerpo y lo hacía resplandeciente. La noche, esa noche al menos, no tenía límites en el tiempo ni en el espacio: él podía prolongar cada segundo a gusto y darle la forma que quisiera.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Algunos rezagos del estallido de emociones estaban latentes mientras avanzaba la mañana siguiente. Después del abrazo de despedida con su amigo frente a la piscina, Tomás subió a darse una ducha fría para tratar de sobreponerse a la resaca. Patricio caminó un rato sin rumbo. Gran parte de su niñez transcurrió entre juegos en esos jardines. En su memoria era un lugar feliz. Pero también detestaba el peso que significaba cargar con el apellido Ibarra. Si pudiera tomar la decisión de escapar de esa estirpe, lo haría sin dudas. Las imágenes de lo que vino después de la pista de baile volvieron a su mente, acompañadas por una mezcla de deseo y culpa. Era una sensación confusa. Luego tuvo un instante, un episodio minúsculo, de ansiedad. No le ayudaba mucho la actitud de su amigo que se comportaba como si nada hubiera pasado en el baile, en la habitación. Lo paralizó la idea de que su padre sospechara lo que hicieron. El sol del mediodía caía con fuerza sobre los patios. Patricio se sintió sofocado y creyó que se desmayaba. No quería volver a la casa pues no se sentía capaz de lidiar con lo que le pudieran decir. Entendió que tendría que actuar con mucho más sigilo. No podía volver a ser tan evidente y descuidado como durante la fiesta del matrimonio. Se sentó bajo un árbol que daba una sombra refrescante. Era la hora de tomar decisiones claras. Tantas personas tenían secretos como él, no era el fin del mundo.

                                                                                                                                * Se publica con autorización del Grupo Editorial Planeta.

                                                                                                                                En la novela del escritor bogotano Felipe Restrepo Pombo el protagonista es Arturo Ibarra, un terrateniente que hizo fortuna gracias a la explotación minera del carbón. Santa María, el lugar donde vive, será asolado por la violencia, las ambiciones y la soledad.
                                                                                                                                Foto: Tomada de @felres
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                —Te veo en menos de un año, ¿no? —dijo Patricio con su tono suave, mimado, que se acentuaba tanto durante las resacas. Acababa de cumplir veintidós.

                                                                                                                                —Depende de ti. Tienes que escapar de tu familia —respondió Tomás con una sonrisa amplia y reconfortante. Y sin entender, del todo, las repercusiones de su frase.

                                                                                                                                Tomás escuchaba con atención, como si fuera por primera vez, la voz de su amigo. Era todavía insegura, la entonación de un chico que no tiene todavía sospechas. Tomás le llevaba sólo seis meses, pero la gente siempre suponía que era mucho mayor. Esa mañana la diferencia entre los dos se hacía evidente en sus cuerpos cubiertos sólo por sus ajustados trajes de baño de tonos fosforescentes. En algún momento de la celebración alguien les propuso a los invitados lanzarse a la piscina y los dos chicos perdieron los pantalones de lino y guayaberas, hechos a la medida, con los que llegaron a la fiesta. Tomás tenía un cuerpo macizo: los músculos del pecho y el abdomen estaban bien definidos. Sus facciones eran duras y una sombra de barba recubría la mitad de su cara. En su frente asomaban dos entradas peninsulares (que con los años se convertirían en una calvicie prematura). Patricio, en cambio, tenía un cuerpo que parecía sentenciado a nunca dejar la niñez. Sus miembros eran alargados, desproporcionados y torpes. Era lampiño, con una piel tan blanca que parecía resplandecer. El pelo largo y desarreglado caía sobre su rostro aniñado, imberbe, que se sonrojaba con facilidad. Sus rasgos femeninos lo habían hecho sufrir desde que podía recordar. (Recomendamos: Capítulo de “Adiós, pero conmigo”, la más reciente novela del escritor antioqueño Juan Diego Mejía).

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Con la caída del sol, se pasó a la champaña helada. Genoveva, su mamá, les dio la orden a los meseros de que ninguna copa permaneciera vacía y Patricio aprovechó la situación. La efervescencia de burbujas le daba la sensación de subir hasta una nube desde donde miraba el mundo en una borrachera placentera.

                                                                                                                                Una distancia enorme lo separaba de lo que sucedía ahí. No soportaba estar sobrio en medio de esa festividad decadente en la que todos —en especial sus familiares: los pocos que quería y a los que odiaba— participaban en un teatro. Era la puesta en escena de una mentira: estaba seguro de que su hermana Daniela no quería nada de eso: una boda memorable, un matrimonio ideal. La conocía lo suficiente para saber que sólo estaba ahí para cumplir con una imposición, ella también repetía el guion aprendido a la perfección.

                                                                                                                                Así que, como lo había hecho tantas veces, Patricio aceptó representar el rol del hermanito extraño aunque bien amaestrado. Pero esta vez lo haría con cantidades de alcohol en su organismo. Al fin y al cabo nadie puede sonreír tanto estando sobrio: el dolor de la mandíbula sería insoportable. Saludaba con amabilidad a primos, tías y otros desconocidos que lo abordaban. Asentía con gracia ante sus comentarios inocuos.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Después del coctel de bienvenida, buscó su lugar en la mesa principal. No logró escuchar los discursos emocionados de los padrinos. No vio bien el momento en que su hermana y Mauricio, su papá, se levantaron para abrir la pista de baile. Estuvo ausente en el episodio estelar en el que Juan José, el novio, bailaba con la suegra. Se enfocó, mejor, en la viscosidad del sorbete de frutas que bajaba agradablemente por su garganta y le daba un poco de frescura a un día tan agobiante. Cuando lo obligaron a levantarse a bailar con la novia, se tropezó y casi rasga el Vera Wang, traído desde Nueva York. Él mismo fue testigo de las largas discusiones entre su hermana y sus amigas sobre ese vestido. La decisión sobre el diseñador, el modelo, el velo y el bordado tomó semanas. Finalmente, cuando llegaron al veredicto sobre el modelo elegido, Genoveva y Daniela viajaron hasta la boutique en Manhattan para hacer las pruebas y los ajustes. Haberlo rasgado hubiera significado una tragedia mayor, de la que se salvó por un milagro del dios que protege a los borrachos.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Después del espectáculo de danzas familiares, la orquesta subió al escenario. Apenas sonaron los primeros acordes, los invitados se levantaron de sus mesas y se dirigieron a la pista. Todo ocurría en medio de carcajadas, que a Patricio se le antojaban forzadas. En una esquina, Peter Trillos, el wedding planner contratado por la familia Ibarra, movía la cadera y los brazos con sabrosura tropical de la que se sentía visiblemente orgulloso, mientras seguía con la mirada el trasero de un joven mesero. Era uno de los pocos que habían roto el estricto protocolo de vestimenta. En lugar de la consabida guayabera de lino vestía un esmoquin blanco, zapatos de charol y corbatín fucsia. A unos metros de él, un animado grupo de tías tomaba videos y fotos con sus teléfonos. Una de ellas, una entusiasta del amor, llevaba un selfie stick con el que lograba tomas maravillosas. Un primo más joven, un ingeniero nerd, había llevado un dron con el que tomaba secuencias panorámicas de la fiesta.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Patricio caminó hacia la mesa de postres. Ahí estaban, dispuestos en festivas bandejas de colores, dulces típicos. En un costado estaba el arzobispo De Anda, gozando del festín de azúcar. El sacerdote, que unas horas antes ofició la misa, también había casado a los padres de Patricio y bautizado a sus dos hermanas. El anciano regordete, que apenas cabía en su sotana, devoraba los postres con ansiedad lujuriosa. Cuando vio a Patricio lo saludó con un gesto cómplice, mientras un poco de mermelada de mora le escurría por la comisura del labio. Si moría pronto, pensó Patricio, lo último que deseaba era que De Anda estuviera presente en su entierro.

                                                                                                                                Sintió náuseas por primera vez en la noche. La euforia se esfumaba a toda velocidad, dando paso a una sensación de pesadez y debilidad, casi al punto del desmayo. Caminó como pudo hasta un extremo de la pista donde alcanzó a ver a Tomás.

                                                                                                                                —No puedo más —le dijo a su amigo, arrastrando las palabras.

                                                                                                                                —¿Qué te pasa?, ¿estás bien?

                                                                                                                                —No puedo más con esta payasada, con ellos, con todo.

                                                                                                                                —No seas mala copa —le dijo Tomás entre carcajadas—, tengo algo para que te sientas mejor.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Sacó una bolsita de plástico de un bolsillo de su guayabera. El contenido parecía inofensivo: gomitas de colores en forma de animalitos. Patricio hizo un gesto de asco y negó con la cabeza, convencido de que eran dulces. Tomás sacó una de las figuritas y la partió en dos. Agarró la cara de su amigo y lo forzó a abrir la boca. Patricio obedeció y se tragó una de las mitades; para su sorpresa, tenía un sabor amargo. Acercó su cara para preguntar qué era. Su amigo le dijo que eran gomitas de sabores bañadas en ácido y no tardarían en hacer efecto. Efectivamente, a los veinte minutos sintió una ráfaga de calor que le subía por la espalda: empezaba en el coxis y le llegaba hasta la parte trasera del cráneo. La cara y las extremidades se le durmieron. Los cachetes se pusieron más rojos que de costumbre. La mandíbula se tensó, la boca se resecó y la piel se erizó. Sentía que una legión de hormigas lo recorría desde las nalgas hasta los pies. La música sonaba más nítida, como un estruendo que entraba por sus oídos y lo sacudía. Sus sentidos se pusieron en guardia: cada cosa que ocurría cerca lo estimulaba.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Empezó a saltar sin control y a cantar. Sentía ganas de gritar hasta desgarrar sus pulmones, de abrazar a sus amigos, a su familia, a todos los invitados a la fiesta y, por qué no, al universo entero. La euforia lo golpeaba por oleadas: nada podía detenerlo, todo estaba bien con su vida, los miedos eran absurdos. La monstruosidad de su familia, la angustia que sentía cada madrugada antes de tener que afrontar el día, sus deseos constantes de esfumarse parecían distantes, casi irreales. Percibía la luz de los reflectores sobre sus pupilas cerradas. Sentía cómo la luz se esparcía por su cuerpo y lo hacía resplandeciente. La noche, esa noche al menos, no tenía límites en el tiempo ni en el espacio: él podía prolongar cada segundo a gusto y darle la forma que quisiera.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Algunos rezagos del estallido de emociones estaban latentes mientras avanzaba la mañana siguiente. Después del abrazo de despedida con su amigo frente a la piscina, Tomás subió a darse una ducha fría para tratar de sobreponerse a la resaca. Patricio caminó un rato sin rumbo. Gran parte de su niñez transcurrió entre juegos en esos jardines. En su memoria era un lugar feliz. Pero también detestaba el peso que significaba cargar con el apellido Ibarra. Si pudiera tomar la decisión de escapar de esa estirpe, lo haría sin dudas. Las imágenes de lo que vino después de la pista de baile volvieron a su mente, acompañadas por una mezcla de deseo y culpa. Era una sensación confusa. Luego tuvo un instante, un episodio minúsculo, de ansiedad. No le ayudaba mucho la actitud de su amigo que se comportaba como si nada hubiera pasado en el baile, en la habitación. Lo paralizó la idea de que su padre sospechara lo que hicieron. El sol del mediodía caía con fuerza sobre los patios. Patricio se sintió sofocado y creyó que se desmayaba. No quería volver a la casa pues no se sentía capaz de lidiar con lo que le pudieran decir. Entendió que tendría que actuar con mucho más sigilo. No podía volver a ser tan evidente y descuidado como durante la fiesta del matrimonio. Se sentó bajo un árbol que daba una sombra refrescante. Era la hora de tomar decisiones claras. Tantas personas tenían secretos como él, no era el fin del mundo.

                                                                                                                                * Se publica con autorización del Grupo Editorial Planeta.

                                                                                                                                Por Felipe Restrepo Pombo * / Especial para El Espectador

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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