Capítulo de “El niño que perdió la guerra”, nueva novela de Julia Navarro
Esta ficción histórica se construye a partir de Clotilde, caricaturista de diarios republicanos al final de la Guerra Civil en Madrid. Su hijo Pablo, de cinco años, es enviado a Moscú a en contra de su voluntad por su padre, que trabaja para los rusos. En librerías con el sello Plaza & Janés.
Julia Navarro * / Especial para El Espectador
Leningrado, 1938
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Leningrado, 1938
En aquel tiempo sonreían
solo los muertos, deleitándose
en su paz, y vagaba ante las cárceles
el alma errante de Leningrado.
Partían locos de dolor los regimientos
de condenados en hilera y era
el silbido de las locomotoras
su breve canción de despedida.
Nos vigilaban estrellas de la muerte,
e, inocente y convulsa, se estremecía Rusia
bajo botas ensangrentadas, bajo
las ruedas de negros furgones.
De madrugada vinieron a buscarte.
Yo fui detrás de ti como en un duelo…
Anya se restregó los ojos con el dorso de la mano para borrar la huella de una lágrima que pugnaba por escapar mientras recitaba en voz baja aquellos versos del Réquiem de Anna Ajmátova.
Una voz masculina y rotunda interrumpió aquel instante declamando otro verso:
—«Vivimos sin percibir el país bajo nuestros pies…».
—Calla, Pyotr, o al menos no recites en voz alta o terminarás en La Casa Grande.
El hombre apretó el brazo de Anya mientras sonreía con un deje de burla.
—¿Desde cuándo tienes miedo?
—Mandelshtam es un poeta proscrito, lo mismo que lo es Anna Ajmátova; nosotros los admiramos y podemos recitar sus versos, pero no hace falta que te oiga todo Leningrado.
Pyotr soltó una carcajada al tiempo que aceleraba el paso.
—Ese poema me gusta especialmente —insistió él.
—Pero Stalin no comparte nuestros gustos literarios y por ese poema envió a Ósip Mandelshtam al exilio en Vorónezh. Y ahora… sufre una pena aún mayor condenado como está en Vladivostok en uno de esos infernales campos del Gulag, donde no quiero que termines por culpa de tus imprudencias.
—Vamos, Anya, soy tu primo mayor, no me regañes y anda más deprisa o no podremos verla.
—¿Crees que estará allí? —preguntó Anya.
—Sí, acude todos los días y se mezcla con el resto de las mujeres que aguardan como ella para ver a sus maridos o a sus hijos.
—¿Querrá hablar con nosotros? ¿Aceptará que la invitemos a una velada literaria donde pueda recitar sus poemas? —insistió Anya mientras intentaba acompasar el paso al de su primo.
—No lo sé… Anna Ajmátova ha pagado un precio oneroso por no ser ni ella ni su familia afines al Partido. Su marido fusilado, su hijo encarcelado, lo mismo que Nikolái Punin, su último amor. Puede que Ajmátova haya optado por la discreción para no enfurecer aún más al Vozhd —respondió Pyotr.
—Tiene razones para no fiarse de nadie; a su primer marido, Nikolái Stepánovich Gumiliov, le condenaron por contrarrevolucionario. Y ahora con Nikolái Punin detenido y su hijo Lev a la espera de juicio… Pero ¡cuánto la admiro! Guardo en una caja de zapatos esas dos obras que me regalaste, Anno Domini MCMXXI y La caña —recordó Anya.
—En uno de los poemas de esa época califica a los bolcheviques de «enemigos que desgarran la tierra»… Nunca tendrán piedad de ella —afirmó Pyotr.
De repente apareció ante ellos una fila silenciosa de mujeres cubiertas por ropas miserables aguardando ante la prisión de Las Cruces.
Anya sintió que el frío helado salpicado de copos blancos le empapaba el abrigo, y se reprochó haber acudido hasta allí para ver de cerca y acaso escuchar unas palabras de labios de Anna Ajmátova.
Pyotr se había sumido en el silencio mientras buscaba con la mirada a la poeta. Pero todas las mujeres le parecían iguales, iguales no solo por sus ropas oscuras y raídas con las que intentaban protegerse del frío, sino también por la angustia que se dibujaba en cada pliegue de sus rostros y en su expresión en permanente estado de alerta.
—Allí está… —escuchó murmurar a Anya, y dirigió su mirada hacia donde le indicaba su prima para descubrir a Anna Ajmátova en aquel rostro delgado de ojos sombríos y labios apretados en una línea.
Sí, allí estaba la mujer que se negaba a rendirse, que prefería no escribir a hacerlo al dictado de la Unión de Escritores. La mujer que no ocultaba su desapego y desprecio por los bolcheviques. La mujer que íntimamente se culpaba de no ser la buena madre que su hijo Lev añoraba.
Pero allí estaba, erguida y aguardando el momento en el que los carceleros le permitieran, junto a las otras mujeres, entregar a su hijo alguna prenda de abrigo con la que sobrevivir entre los muros de aquella cárcel.
Anya y Pyotr se detuvieron a unos cuantos metros de Ajmátova sin atreverse a acercarse. Era tanto el sufrimiento y la dignidad distante de la mujer que no osaban interrumpir su silencio y recogimiento.
Unos minutos después, Anya sintió de nuevo la mano de Pyotr apretándole el brazo mientras murmuraba: «No podemos, yo no puedo…». A lo que Anya respondió: «No, no debemos».
Deshicieron el camino en silencio llevando en la retina el rostro desolado de Anna Ajmátova.
Anya estaba pendiente de que el agua comenzara a hervir para servir el té. Pyotr miraba distraído por la ventana mientras Ígor, que no dejaba de toser, parecía estar ensimismado dibujando.
—Ya está listo el té y además tengo un trozo de bizcocho.
Ígor sonrió apresurándose a sentarse delante de la mesa baja donde su madre había dispuesto las tazas. Pyotr le alborotó el pelo.
—Me duele un poco la cabeza —dijo Ígor.
—No me extraña, no dejas de toser y tienes fiebre —comentó Pyotr poniendo una mano sobre la frente del niño.
—Te has empeñado en levantarte, pero donde mejor estás es acostado. En cuanto desayunes te vuelves a la cama —añadió Anya.
—Pero, mámushka, en la cama me aburro —protestó Ígor.
Ella se lo acercó y lo envolvió en un abrazo mientras le besaba el pelo y en la frente.
—Aunque te aburras, te irás a la cama.
—Pero ¿te quedarás conmigo? —preguntó el niño, preocupado.
—Desde luego. Pyotr será tan amable que llamará a la escuela y me disculpará. Hoy me quedaré contigo.
La sonrisa de oreja a oreja de Ígor llenó su rostro enrojecido por la fiebre y se dejó levantar en brazos por Pyotr, que, seguido por Anya, lo llevó hasta la habitación y lo metió en la cama.
—Dejo la puerta abierta, de manera que si necesitas cualquier cosa, me llamas —dijo la madre acariciándole la cara.
—Gracias, mámushka.
Disfrutaron el té en silencio. Ambos necesitaban recolocar sus emociones antes de emprender la conversación.
—Entonces ¿regresarás a Moscú? —preguntó Anya en un intento de despejar de las brumas de su cerebro la visión de Anna Ajmátova.
—Qué remedio. No puedo negarme; en realidad, nadie puede negarse a lo que decide el Partido, y el Partido ha dictado que donde soy útil es en una fábrica cerca de Moscú.
—Al menos tienes a Talya.
Pyotr sonrió complacido. Hacía unos meses que se había casado con Talya y era lo mejor que le había pasado en los últimos años.
No resultaba fácil compartir la pasión por la poesía «auténtica», como calificaba Talya los poemas de quienes se negaban a alabar al «hombre nuevo».
—Sí, tengo a Talya, pero te echo de menos, querida prima. Aunque agradezco poder venir a San Petersburgo de cuando en cuando.
—¡Calla! No te atrevas a llamar a esta ciudad por su antiguo nombre, es delito. Suficiente para que te acusen de ser un burgués nostálgico.
—Es que soy un burgués nostálgico —bromeó él.
—Nunca fuimos burgueses, somos judíos —le recordó ella.
—Sí… somos judíos y bien que han pagado nuestros antepasados por ello. ¿Sabes?, al principio parecía que la Revolución haría de nosotros unos ciudadanos más, pero no ha sido así.
—Bueno, somos judíos y además algunos de los líderes de la Revolución son judíos, pero… nos sentimos al margen de cuanto está sucediendo. El «hombre nuevo» se asemeja a un monstruo sin alma, y la crueldad de Stalin no tiene límites. No te diré que añoro los tiempos del zar, eso no, pero sí que abomino de todo esto —admitió Anya.
—Pienso lo mismo, prima. En fin, somos dos almas que luchan por sobrevivir, veremos si podemos conseguirlo. Al menos estoy tranquilo de saber que mi padre se encuentra bien y que, al igual que el tuyo, parece haberse acomodado a esta situación.
—No me extraña… Tu padre y el mío son bolcheviques, tienen a Lenin en su altar particular, pero nuestras madres nunca se dejaron engañar.
—Y a ellas les debemos nuestra condición de judíos… ¿Quieres que le lleve alguna carta a tu padre y a tu tía Olga?
—No… no hace falta. Nunca sé qué decirle a mi padre.
—Yo tampoco encuentro puntos en común con el mío, pero hay que comprenderlos, ocupaban los penúltimos peldaños en la sociedad y la Revolución les prometió que todos los hombres serían iguales —dijo Pyotr.
—Hermosa promesa. ¿De verdad se lo creyeron? ¿Y por qué, ahora que saben del engaño, callan?
—Esperan… esperan a que el sueño se cumpla. Pero dime, ¿qué sabes de Borís?
—Sigue en España. De cuando en cuando nos llega alguna carta. Ígor echa mucho de menos a su padre.
—Te has casado con un buen hombre, prima mía.
—Sí, Borís es un buen hombre, aunque como su familia pertenecía a la clase privilegiada y fueron desterrados al Gulag, él hace lo imposible por ser un digno ciudadano soviético. Aunque admira a Tolstói, no se atreve a defender sus libros. Discutimos por mi afición a los poetas disidentes del régimen.
—Teme por ti.
—Lo sé… Pero yo no puedo vivir sin mi música y sin la poesía.
Distancia: verstas, millas…
Nos han desunido y dispersado,
por la tierra —cada uno en un confín—
para que no incomodemos.
Distancia: verstas, lejanía…
Nos han escindido, desgraciado,
han distanciado nuestros brazos, brazos en cruz,
sin saber que así anudaban
nuestros nervios, nuestro aliento…
—¿Tsvetáieva? —preguntó Pyotr.
—Sí, Marina Tsvetáieva se lo dedicó a Borís Pasternak. Escucha, le he puesto música a este poema.
Anya se sentó ante el piano y suavemente deslizó sus dedos hasta arrancar unas notas para acompañar los versos.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.