Capítulo de “Los hechos casuales”, la más reciente novela de Juan Carlos Botero
El escritor colombiano, columnista de El Espectador, regresa a la ficción con una novela sobre la violencia, la culpa y el poder del azar, a partir del encuentro fortuito entre dos amigos de la infancia. En librerías bajo el sello editorial Alfaguara.
Juan Carlos Botero * / Especial para El Espectador
1. Los hechos casuales
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
1. Los hechos casuales
Ella tenía razón: siempre me han intrigado los hechos casuales.
Me refiero a esos eventos de grandes repercusiones ocasionados por sucesos fortuitos y en apariencia pequeños. La carta que llegó o no llegó a tiempo, la tuerca mal apretada en el fuselaje del avión, la manguera porosa que permite la fuga de gas, o la decisión espontánea y trivial que, al cabo de los acontecimientos, cuando el polvo regresa a la tierra y las cosas se ven con claridad, resulta definitiva. Pienso, incluso, que aquellos imprevistos que escapan a nuestro do- minio son, a menudo, los que determinan nuestra existencia. Lo cual es algo que no nos gusta reconocer. Y menos, aceptar. Preferimos creer que ejercemos cierto control sobre nuestro destino, y nos rodeamos de inventos cada vez más confiables y seguros a fin de reducir el peligro y eliminar el riesgo de la vida cotidiana. Pero es una ilusión, pues a pesar de los cuidados y las precauciones un hecho mínimo, fruto del azar, puede desencadenar el cataclismo, como el copo de nieve que se desprende en silencio de una rama en la cima de la montaña y desata la avalancha que sepulta a un pueblo entero.
No exagero. Te lo demuestro con un ejemplo. Hace poco en Bogotá, un hombre salió de su oficina en el centro de la ciudad y tomó el ascensor para bajar a la primera planta del edificio donde trabajaba desde hacía más de veinte años. De casualidad, mientras descendía en la vieja cabina, un camión dirigido a la plaza de toros se accidentó en la esquina —al parecer la llanta trasera golpeó una roca que había saltado de una volqueta y se partió el eje de la transmisión— y se escaparon las bestias que iban adentro, y salieron co- rriendo por la calle. Un par de autos frenaron y chocaron, los pea- tones gritaron y huyeron, y un toro extraviado se metió en el edificio, buscando una salida y espantando a la gente en el vestíbulo.
El hombre no se dio cuenta de nada, y tan pronto se abrió la puerta del ascensor éste se encontró de frente con un toro de lidia, reso- plando fuego y acezante como una locomotora, y murió corneado en la cabina sin emitir siquiera una voz de protesta. Ese día los medios nacionales registramos la noticia, pero ninguno destacó lo más inquietante: en ese momento el destino de ese hombre dependió de naderías. Es decir, si él hubiera salido de su oficina con un minuto de retraso, o si hubiera pulsado el botón del ascensor un segundo antes o después, o si se le hubiera caído el maletín de los papeles y hubiera tardado en recogerlo del suelo, a lo mejor aquel se- ñor habría tenido una suerte distinta.
Pero también la habría tenido si el toro hubiera ingresado al edificio vecino, o si la roca que ocasionó el percance no hubiera saltado de la volqueta, o si al caer hubiera rodado unos centímetros más en una dirección u otra, y así no se habría estropeado el eje del camión con todos los animales adentro. En fin, esto siempre nos pasa a todos, Roberto. Porque cada incidente de importancia que sucede en nuestra vida —cada relación, cada nacimiento, cada triunfo y cada catástrofe— cuen- ta con un hecho pequeño y accidental que, para bien o para mal, contribuye al efecto total e irreversible de ese mismo incidente. Por ello, cuanto más reflexiono acerca del alcance que tienen esos hechos insignificantes, más me ronda una conclusión alarmante: los hechos insignificantes no existen. Y si así lo parecen es sólo porque no hemos escuchado el último de sus ecos, o no hemos percibido la última de sus ondulaciones.
En cualquier caso, mi interés por estos desenlaces del azar comenzó por un infortunio preciso: la muerte de mi socio y amigo Rafael Alcázar. Rafael era mi mejor amigo de la infancia. Nos conocimos en primaria, con apenas cinco años recién cumplidos, y reparamos el uno en el otro por otro hecho casual: ambos teníamos el mismo suéter de lana azul con rombos amarillos. Nuestro curso estaba dividido en dos clases distintas, y al dirigirnos a la misa de la mañana en filas paralelas —lideradas por dos curas cascarrabias que nos obligaban a guardar silencio y a mirar al frente—, los niños caminábamos con las palmas juntas en posición de rezar, pero al vernos pasar luciendo el mismo suéter, Rafael y yo nos saludamos de prisa con la mano.
Así nos conocimos, y en ese primer año de la escuela nos hicimos amigos. Éramos hijos únicos, y supongo que el uno encontró en el otro al hermano que nunca tuvo, y aunque yo dejé esa escuela al cabo de un tiempo —mi padre perdió la paciencia con la mentalidad medieval de los curas—, Rafael y yo seguimos siendo amigos y lo fuimos siempre, a pesar de los vaivenes y los altibajos de la vida. No recuerdo haber tenido una sola pelea de importancia con Rafael, y el uno fue padrino de bodas del otro, y entre los dos fundamos nuestra empresa, que en pocos años —quién lo diría— llegaría a ser una de las más influyentes del país en el campo de las comunicaciones.
El hecho es que Rafael siempre conservó un estudio aparte donde le gustaba trabajar solo un par de días a la semana, lejos de la empresa, para pensar con calma. Mi amigo era un hombre sencillo y jamás quiso emplear chofer o escolta, a pesar de su fortuna y a pesar de que se lo pedí tantas veces, y tampoco dejó de conducir el mismo automóvil de toda la vida, un viejo Mercedes-Benz de dos puertas, color crema, que heredó de su padre y que él mantenía en perfecta condición. Las llaves del estudio las dejaba en la guantera del auto para no cargar con ellas, y luego de estacionar con cuidado en el sótano del edificio, Rafael se bajaba con el manojo de llaves y subía por las escaleras al segundo piso, y allí entraba en su despacho para trabajar desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde, con su disciplina habitual de soldado.
Rafael era un hombre meticuloso, ordenado, con rutinas y costumbres que no variaban nunca. De modo que al final de la jornada mi amigo aseguraba la puerta del recinto, bajaba al garaje y se subía en su auto y guardaba las llaves en la guantera, al igual que siempre. Pero una tarde, justo en el momento de salir del estudio, timbró su teléfono celular. Yo lo estaba llamando para hablarle de una reunión de trabajo que acababa de concluir en la oficina, y mientras charlábamos y Rafael le ponía seguro a la puerta, por un descuido él metió las llaves en el bolsillo de su chaqueta y por eso no las guardó después en la guantera del vehículo.
Luego, esa noche se quitó la chaqueta al llegar a su casa, la colgó en su ropero y allí se quedaron las llaves, metidas en el bolsillo. Al cabo de unos días Rafael regresó a su estudio, y sólo al estacionar en el garaje y al abrir la guan- tera cayó en la cuenta de que no tenía llaves para entrar. Entonces se acordó de lo sucedido y se dio una palmada en la frente. Pensó en conducir a la empresa para no perder el día de trabajo, cuando se le ocurrió llamar a su esposa, María Claudia, y contarle lo que había pasado. Ella le dijo que estaba saliendo de la casa en ese momento y, qué casualidad, tenía que hacer unas compras cerca del estudio, así que le podría llevar las llaves sin problema. Rafael se lo agradeció y para no aguardar en la lobreguez del sótano, puso el auto en reversa, salió del garaje y estacionó en la calle, enfrente del edificio, detrás de otros cinco automóviles. Empezó a llover con fuerza, entonces Rafael encendió la radio para escuchar su emisora favorita de música clásica, tomó una revista de actualidad y pasó el tiempo leyendo, mientras esperaba a su esposa.
Estoy seguro de que no se fijó en el hombre que se acercaba a los vehículos como si estuviera pidiendo limosna en la lluvia, ni oyó lo que estaba pasando a causa de la música y del repiqueteo de las gotas sobre el techo metálico del vehículo, y tal vez por eso, al percibir los golpecitos en la ventanilla, Rafael se inclinó sobre el asiento del pasajero para bajar el cristal y ver qué deseaba aquel señor ensopado de lluvia, y me imagino su expresión cuando el otro le apuntó con un revólver y le disparó un balazo en la cara.
Rafael murió antes de llegar al hospital, y ese día aquel psicópata mató a siete personas en total, dos en la misma fila de autos donde Rafael aguardaba a María Claudia. El hombre fue capturado horas después, y confesó que su intención no había sido robar a sus víctimas sino matarlas, y que había seleccionado a cada una «por una corazonada». El hecho es que mi amigo jamás había dejado las llaves del estudio en su casa y sólo le ocurrió esa vez por la fatalidad de que le entró mi llamada en el instante en que él cerraba la puerta al salir, y como Rafael tenía las manos ocupadas con su portafolio de trabajo y unos libros de consulta, para atender su celular él metió las llaves en el bolsillo de su chaqueta y esa pequeña distracción terminó por desatar el resto, la secuencia de actos que culminó en ese punto trágico: que él estuviera estacionado allí en el momento exacto en que el asesin pasaba por la calle, al acecho de su próxima víctima. De no haber sido por ese suceso fortuito e intrascendente —intrascendente, por supuesto, sólo en apariencia—, Rafael estaría trabajando en su estudio mientras aquel demente iba de auto en auto, buscando personas para matar.
Es imposible no especular al respecto, y durante un tiempo lo hice tanto que por poco pierdo el juicio. Por ejemplo: si la reunión en la oficina que motivó mi llamada hubiera concluido un minuto antes o un minuto después, o si yo hubiera marcado mal el teléfono de mi amigo y hubiera tardado un breve lapso en teclearlo de nuevo, o si María Claudia no hubiera tenido que hacer sus compras ese día cerca del estudio sino en otro lugar, ¿ahora estaría vivo Rafael? ¿Acaso él habría estado sorbiendo una taza de café aquella mañana, meditando en sus asuntos mientras miraba por la ventana del segundo piso del edificio, y habría visto allá abajo a ese extraño individuo que caminaba por la acera, encorvado, acercándose a los carros y asesinando a sus víctimas?
Al ver el primer cráneo estallar contra el cristal del auto, ¿habría llamado Rafael a la policía, o abierto la ventana y pegado un grito, haciendo que el psicópata huyera? ¿Ese acto le habría salvado la vida a una de las personas que murieron ese día, o habría hecho que un fulano ajeno a esta historia —en otro lugar, alguien que todavía está vivo— muriera? Incluso es probable que mi amigo le haya salvado la vida a otro ciudadano que, al pasar manejando por la calle en medio de la lluvia, no encontró puesto para estacionar delante del edificio y tuvo que conducir a otro sitio —maldiciendo, sin duda—, sin enterarse jamás de que, por una llamada telefónica ocurrida días antes y por algo tan inocuo como unas llaves guardadas por error en el bolsillo de una chaqueta, él seguía respirando, trabajando, gozando de su familia y de sus amigos. En una palabra: vivo.
La muerte de Rafael sucedió hace años, pero desde entonces me obsesionan esos giros imprevistos del destino, el hecho fútil que acontece en cualquier momento, desencadenando consecuencias irremediables y tanto en un sentido como en otro. Por eso ahora no logro pensar en otra cosa, y es por ella y por lo que ella me dijo esa noche, mientras afuera ya empezaba a salir el sol: «A ti, Sebastián, siempre te han intrigado los hechos casuales». Y es verdad. Puedo decir, incluso, que éstos han trazado las directrices de mi vida. Me hice amigo tuyo por un suceso fortuito, y a las únicas dos mujeres que he amado en serio las conocí de manera accidental. Como si lo anterior no bastara, reconozco que a raíz de una serie de casualidades soy un asesino.
Quizás me ayude decirlo así, letra por letra, aunque sólo sea entre tú y yo, Roberto, y ante todo para mí mismo: he matado a las personas más importantes de mi vida.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Alfaguara.