Capítulo de “Qué hacer con estos pedazos”, la exaltada novela de Piedad Bonnett
Es una de las finalistas del V Premio de Novela Mario Vargas Llosa. La historia de Emilia, su marido, el maltrato y los silencios entre los dos, con el trasfondo de la remodelación de la cocina.
Piedad Bonnett * / Especial para El Espectador
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A veces basta tirar una piedra sobre un tejado para que una casa se desmorone. Emilia vio entrar a su marido con el que debía ser un maestro de obra, o un pintor o un plomero. Toda la vida él se ha ocupado de las reparaciones, algo que ella agradece y también odia, porque siempre es sin aviso, mañana empiezan a pintar la casa, la semana entrante vienen a mirar esas humedades. Podrías preguntarme, ¿no?, protesta Emilia todas las veces. En esta oportunidad ella sólo comprendió de qué se trataba cuando el maestro se fue y el marido entró a su estudio con cara triunfante y le anunció que estaba pensando remodelar la cocina. Remodelar la cocina puede ser el fin del mundo, gimió Emilia, abriendo a la vez los ojos y la boca, y empezando a argumentar, vacilante por la estupefacción, que a ella su cocina le encantaba, que esa madera era finísima, que le gustaba ese aspecto viejo de los aparadores, ese aire de lugar usado, que ellos no necesitaban una cocina nueva, que era un gasto innecesario, pordiós. Pero él quería tener una cocina moderna, como la de su hermano, donde poder cocinar con agrado, poder moverse cómodamente. Pero si tú no cocinas, cocina Mima, suplicó Emilia, anticipándose a la derrota. Y la derrota la avasalló, como tantas veces, culpable como vive del deseo que la domina desde hace un tiempo de no hacer sino lo que le dé la gana, lo que no la incomode. (Recomendamos: Piedad Bonnet y Héctor Abad, los escritores colombianos finalistas del V Premio de Novela Vargas Llosa).
Y ahora incomódate, eran las palabras que se podían leer en el estandarte que el marido acababa de clavar en la arena del ruedo. Y Emilia agachó el lomo.
Acordaron que en quince días empezarían a desmontar la cocina vieja, y para ese entonces todos los muebles de la sala deberían estar cubiertos, para protegerlos del polvo, y los objetos a buen recaudo, no sólo para que no se dañaran, dijo el marido, sino para quitarles cualquier tentación a los obreros. Pero si nada tiene demasiado valor, había argumentado ella, dudosa, echando un vistazo a la multitud de chécheres sobre las mesas y en los anaqueles de la biblioteca, tan profusos y disímiles que, ahora que los veía como si acabaran de aparecer conjurados por el genio de la botella, parecían puestos para la venta en una feria de antiguallas. Que tal vez fuera la ocasión de salir de muchas cosas, dijo él, y de paso salir de tanto libro que ya leíste o que ya no vas a leer. Emilia lo miró a los ojos, desafiante, posando de ofendida. A ti qué te van a importar los libros, habría querido decirle. O ¿tú crees que los libros son para leerlos una sola vez? Pero no dijo nada porque la relación de ella con sus libros también es ambigua, problemática. Porque a los veinte, una biblioteca es una ilusión, a los cuarenta un lugar de plenitud y a los sesenta un recordatorio permanente de que la vida no te va a alcanzar para leerlos todos.
Eres una acumuladora. Una obsesa. A ver, ¿cuántos de estos de verdad te has leído? A pesar de la exasperación de su marido, Emilia sigue comprando libros. Historia de la religión. Novelas. Algo de poesía. Estudios especializados sobre medio ambiente, sobre violencia urbana, historietas gráficas. Cuando llegaron a vivir aquí los organizó por género, y algunos hasta por temas y por orden alfabético. Pero desde hace unos años empezó a insertarlos aleatoriamente, o a apilarlos sobre una mesa bajo el rótulo invisible de «no leídos». Pero no leídos son muchos otros de los que están en las estanterías. A veces se acerca a aquellas pilas, las revisa, vacila entre ordenarlos o leerlos, y decide siempre lo mismo. Porque ¿cómo pierde cuatro horas poniéndolos en su sitio, si en ese tiempo puede leer cien páginas? Se antoja de alguno, lo empieza a leer de manera urgente, para luego dejarlo muchas veces por la mitad. Por aburrición. Por avidez de leer otro. Porque un viaje. Porque en realidad quisiera leerlos todos al mismo tiempo.
Cuando se fue de la casa de sus padres, a los veintidós, Emilia se llevó un puñado de libros y los ordenó con delicadeza en una repisa de su cuarto. Eran los que había comprado con su mesada, o sea con la plata de su papá. Libros que él jamás habría querido leer. Por provenir de esa fuente monetaria, a ella le parecía que tenían algo espurio: pequeños hijos bastardos que había comprado con amor pero sin esfuerzo. Todavía recuerda el día que le pagaron su primer sueldo y de regreso a su casa paró en una librería cercana y trató de escoger tres o cuatro que no le costaran mucho, luchando contra su avidez, su inseguridad, su miedo. Porque cuando se es pobre da miedo comprar libros: exponerse al fracaso, a la frustración, al arrepentimiento. Una muerte muy dulce, de Beauvoir; El hombre sin atributos, de Musil, y otros dos títulos que ya no recuerda fue lo que se llevó a su casa, palpándolos como hacía con los libros de texto del primer día de colegio cuando era una adolescente. Por ahí, en algún lugar, deben estar todavía, en esta enorme biblioteca caótica que algún día terminará despedazada, vendida por kilos, con suerte como parte de alguna institución barrial. Su amiga Laura le dijo una vez, como un chiste: dónala antes de morir para que tu marido no se dé el gusto de regalarla. Y sí. Pero ella quiere creer que su muerte aún está lejos.
Tu estudio parece un campamento guerrillero, dice el marido cada tanto, y ella aprieta los labios y sube los hombros, medio sonriendo, una manera de aceptar y de excusarse al mismo tiempo. Sí, lo reconoce. Ella, la estricta, la ordenada, la exigente, puso un día uno de sus libros fuera de lugar. Y luego otro, y otro. Y en la gran mesa del estudio vació cualquier noche todas las tarjetas que le habían ido entregando a lo largo del territorio nacional y en sus viajes de trabajo al exterior, con el fin de hacer pronto una selección, pues aunque su deseo habría sido tirarlas todas a la basura, tenía el temor de descartar alguna importante, que luego le pesara haber botado. Y ahí están, hace ya meses, primero como presencias incriminadoras, luego como objetos inocuos con los que todavía puede convivir. Todavía. Del tablero de corcho que tiene al lado del escritorio cuelgan docenas de post-it, limpiar el computador, renovar Skype, con nombres y teléfonos, muchos de los cuales ya no sabe a quién corresponden. Y las revistas que recibe, de salud, de medio ambiente, literarias, han ido formando una pila en un costado de la mesa auxiliar. Aquel caos le clava un peso en la nuca, pero nunca acaba de desterrarlo. Hace de vez en cuando barridos y limpieza, pero siempre hasta un punto, porque el tiempo y la energía no le dan para llegar al final. Porque no puedo perder horas y horas sólo en despejar territorio, se dice. Con tantos libros por leer. Tantos viajes que hacer. Tantas crónicas que escribir.
¿Qué diría un psiquiatra del caos que ella ha ido sembrando en su territorio de seis metros por seis? ¿Que es una metáfora de su propio caos? ¿Depresión? ¿Resultado de su obsesión por el trabajo? ¿Un síndrome de evasión? ¿Mera inercia? ¿Simplemente una muestra de cuáles son sus prioridades? ¿Una agresión velada contra sí misma o contra los otros?
Piensa en su hermana. Más precisamente en el jardín de su hermana, simétrico como ella, calculado en sus ritmos y en sus tonos, admirable en su esforzada belleza, el lila de las hortensias dando paso a las lantanas multicolores, mínimas, humildes como las margaritas, el blanco y el amarillo contra el muro por donde trepa la enredadera con sus ipomeas azules, volátiles, y en el rincón pedregoso las orquídeas con sus bulbos carnosos, todo eso señalado y nombrado por Angélica con orgullo de madre. Mira el magnolio, Emilia, todo florecido, y en noviembre, y ella, repíteme los nombres, admirada y feliz de las palabras, de su música, lantanas, ipomea, magnolio, pero sobre todo de que algo se ha encendido en su pecho, quiero tener un jardín así, dedicarle tiempo y entusiasmo, ver cómo las plantas crecen todos los días. Pero será en otra vida, bromea la hermana, porque a Emilia las plantas se le mueren, todas, las salvajes y las delicadas, las de sol y las de sombra, salvo sus violetas de los Alpes que se las cuida Mima, que tiene mano bendita. Su hermana tiene todo bajo control, como su jardín, y Emilia la envidia por eso.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Piedad Bonnett (Amalfi, Colombia, 1951) es licenciada en Filosofía y Literatura por la Universidad de los Andes. Tiene una maestría en Teoría del Arte y la Arquitectura de la Universidad Nacional de Colombia. Ha publicado nueve libros de poemas, varias antologías y el volumen Poesía reunida (Lumen, 2016). Es autora de seis obras de teatro, de las novelas Después de todo (2001), Para otros es el cielo (2004), Siempre fue invierno (2007), El prestigio de la belleza (2010), Donde nadie me espere (2018) y Qué hacer con estos pedazos (2022), y de Lo que no tiene nombre (2013). Ha ganado el Premio Nacional de Poesía otorgado por el Instituto Colombiano de Cultura (Colcultura), en 1994; en 2011, el Premio Casa de América de Poesía Americana de Madrid; en 2012, en Aguascalientes, México, el Premio Víctor Sandoval; en 2014, el José Lezama Lima de Casa de las Américas, y en 2016, el Premio Generación del 27, en Málaga.