Capítulo de “Zoológico humano”, el nuevo libro de Ricardo Silva Romero
El escritor bogotano publicó la historia de ficción del escritor Simón Hernández, un muerto que se encuentra con siete personajes de todas las épocas. Obra con sello Alfaguara.
Ricardo Silva Romero * / Especial para El Espectador
Viernes 10 de octubre de 1851
Hasta el día en que me morí viví lleno de placeres culposos. Ya no. Ya qué. Ya son placeres y no más. Ya puedo decir que las historias que más me gustan son las historias de impostores, pues ya sé que sólo los miserables —como yo— viven agazapados a la espera del día en que puedan usar un lapsus de uno en contra de uno, y no sobra disfrazarse un poco para protegerse. Siempre me gustaron aquellas tramas. (Recomendamos: entrevista a Ricardo Silva sobre el libro “Río muerto”.).
Si un domingo estaban dando en algún canal de esos alguna película de esas, El regreso de Martin Guerre o Las 12 sillas o El embajador de la India o qué sé yo, era lo más seguro que me quedara viéndola así estuviera viéndola por enésima vez. Tenía presente a aquella trabajadora polaca con problemas mentales que estuvo a punto de convencer a los rusos de que ella era la gran duquesa Anastasia Nikoláyevna Románova. (Noticia: La escritora uruguaya Fernanda Trías, radicada en Colombia, ganó el Premio Sor Juana Inés de la Cruz).
Solía repetirle a Rivera, sin darme cuenta de que lo estaba haciendo, la trama del estafador austrohúngaro que no sólo les vendió la Torre Eiffel dos veces a unos comerciantes de chatarra parisienses, sino que luego, años más tarde, tuvo el estómago para sacarle 5.000 dólares a Al Capone. Vivía fascinado por los farsantes profesionales, en fin, quizás por pura solidaridad de gremio. Y digo todo esto porque siempre que aparece un refrito tipo «los diez grandes tramposos de la historia», en alguna maltrecha y mordisqueada revista de sala de espera, vuelve a contarse en un par de párrafos apenas —tomados de los tres párrafos de la versión francesa de Wikipedia— la vida tragicómica de la negra literaria Muriel Blanc.
Y el día que yo morí, mientras quemaba el tiempo que faltaba para mi amigdalectomía, leí y releí otro sorprendido recuento de su paso por la Tierra que a diferencia de todos los demás se atrevía a asegurar que el viernes 10 de octubre de 1851 había sido asesinada por «agentes del gobierno de Luis Napoleón», pero había vuelto, como un fantasma de carne y hueso, de la muerte.
Se cuenta que nació en la madrugada del lunes 14 de febrero de 1820 a unos pasos nomás de la Ópera de París. Se dice que en la noche de esa misma jornada su madre murió y su familia se vio obligada a huir de la ciudad, pues su padre, un guarnicionero bonapartista de carácter indescifrable que se había empleado en las caballerizas de Luis XVIII «para acabar con los borbones», fue acusado de ser cómplice del asesinato del duque de Berry.
Muriel creció en la pequeña e ilustrada Chambéry tanto como podía hacerlo una única hija entre siete hermanos hombres, que acabaron siendo cinco por culpa de la segunda pandemia de cólera de aquellos tiempos. Gracias a su belleza extraña, de princesa árabe que sólo hablaba para lanzar sentencias, su padre odió hasta el paroxismo a todos los muchachos que se le acercaron —«todos parecen borbones», decía—, pero la viva Muriel, que en gaélico significaba «mar luminoso», se escapó de su casa alpina a los diecisiete.
Se cuenta que un año y medio después, a principios de diciembre de 1838, mejor dicho, apareció en la isla de Elba convertida en la princesa Zafira de Amirania. Estaba andrajosa, bocabajo, como un rastro en la playa de Patresi. Parecía muerta e ida para siempre, pero su espalda seguía respirando. Tenía un tatuaje en el cráneo rapado que nadie se atrevió a interpretar: اربص اليمج .Las personas que la encontraron allí, un pescador del muelle viejo y su hijo, pensaron que se trataba de una princesa moribunda porque no se le entendía una sola palabra de las poquísimas que tartamudeaba y porque guardaba entre el puño un velo que no era propio de las mujeres de la isla.
Se la llevaron como un bulto de sardinas a una posada junto a uno de los precipicios de Marciana. Estuvieron a punto de procesarla por vagancia, pero el señor Auguste Maquet, colaborador principal de Alexandre Dumas, la salvó de la cárcel cuando ni siquiera ella lo esperaba. Fue el discretísimo Maquet, que se había puesto a sí mismo en la tarea de visitar la isla de Elba para documentar las leyendas y los chismes y las locuras que el desbocado Dumas quería convertir en El conde de Montecristo, quien confirmó que en efecto se trataba de una princesa árabe —la princesa Zafira de Amirania, ni más ni menos— a una turba de maridos y de esposas que estaban a punto de empujarla al mar.
Esa era la última noche de Maquet en la isla, por supuesto. Y se dedicó a traducirles las mil y una desventuras de la princesa a los espectadores que se agolparon en la pequeña plaza entre los árboles del Santuario Della Madonna del Monte: su barco había naufragado —explicó— y ella era la única sobreviviente de una travesía sospechosamente parecida a la primera de Simbad el marino.
—¿Podría decirnos usted, querido señor Maquet, qué significa el mensaje pintado en la cabeza de la princesa? —preguntó el último suspicaz de la isla.
—Por supuesto que puedo decirlo, amigo mío, «sabran jamilan» quiere decir «la paciencia es la única virtud» —contestó el señor Maquet sin tomarse un solo segundo para pensárselo.
Maquet no pidió nada a cambio de salvarle el pellejo a aquella princesa Zafira de la lejana y esplendorosa tierra de Amirania. No sólo se definía a sí mismo desde entonces como «un hombre de familia» —y quizás eso lo salvó de todas las trampas que empezaron a aparecérsele en la vida a partir de ese momento—, sino que, no obstante un temperamento mordaz e inflexible, sobre todo era un hombre incapaz de resistirse a la sola posibilidad de convertir cualquier anécdota en novela.
Se despidió de ella y le deseó toda la suerte que le fuera necesaria, como si se tratara de una princesa de verdad, convencido de que no iba a verla nunca más. Y durante los seis meses siguientes la exótica Zafira vivió entre lujos y agasajos ofrecidos por los dignatarios de la isla. ¿Por qué terminó inventándose semejante personaje para ella misma? Porque los encierros suelen convertir a los seres humanos en expertos en la ficción. ¿Por qué dejó de interpretar a la princesa misteriosa, desmemoriada, que todos los días recibía alguna propuesta de matrimonio?
Porque un mal día un retrato suyo apareció en Le Siècle, un reciente diario liberal que desde sus primeros números había publicado las novelas por entregas de Dumas y de Balzac, y la farsa se le vino abajo. La noticia de que no era ninguna princesa de ninguna tierra reluciente, sino la hija extraviada de un zapatero bonapartista que algo había tenido que ver con el crimen infame del duque de Berry, la obligó a escaparse con la ayuda del hijo enamorado del pescador que la encontró.
«¿Pero entonces no hablaba esa mujer maldita la lengua de los árabes?». «¿Quién va a devolvernos las horas que pasamos celebrándola como si no hubiera sido una estafadora vulgar, sino una diosa?». «Yo le regalé la única joya que he tenido en mi vida para obtener los favores de su reino». «Me dijo en el lecho que no podía desposarme porque había sido prometida al príncipe Abdula, pero me prometió los favores de sus hermanas mayores: Dalila la taimada y Zeinab la embustera». «Me confesó que no era la hija de un rey sino la protegida del negro Sauab, el primer eunuco sudanés». «Tomó prestado el estuche labrado, con mis cubiertos de oro, que era de mi madre». «Yo le di el bicornio del emperador Bonaparte». «¡Nadaba desnuda entre las barcas del río Marina!».
Todo el mundo se enamoraba de ella y ella de vez en cuando les correspondía, pero el torturado Victor Hugo, que la conoció unos años después y la conoció muy bien, la definió como «un verdugo involuntario», pues sin temor a exagerar podría decirse que su amorosa indiferencia fue una de las causas principales de suicidio en los días tajantes del Romanticismo. La señorita Muriel Blanc recorrió la Europa romántica —y fue dejando rastros por allí y por allá— en los seis años que siguieron. Es la encantadora y confundida y mujeriega Magda Mann, secretaria de la Academia de Ciencias de Berlín, que a punta de miradas estuvo a punto de acabar con la relación de los hermanos Grimm justo cuando acababan de conseguir el apoyo para terminar su diccionario alemán.
Es la insólita e imposible Maria Keller, que convenció a medio mundo de viajar a la ancestral Tübingen, en el suroriente de Alemania, para visitar al poeta esquizofrénico Friedrich Hölderlin —«Mein Onkel», repetía ella, «mi tío»— en la pequeña torre amarilla en la que padeció encerrado treinta y seis de los setenta y tres años que vivió. Según se cuenta en ciertos folletos de la región, Keller ofrecía a los turistas versos y autógrafos de su amado «tío Friedrich» —y ofrecía también «una conversación imborrable con su genio»— a cambio de unas cuantas monedas de plata.
Y el anciano Hölderlin, asediado por las voces y abandonado por su familia y aliviado por el piano que tocaba para sacarse de adentro el demonio de la angustia, gustosamente garabateaba variaciones de un poema triste que alguna vez le había dedicado a su casero: Infinitas son las líneas de la vida, / como umbrales y como senderos / de horizontes velados para siempre. / Que lo que somos aquí entre las ruinas / pueda una fuerza acabarlo más allá / con armonía y gracia y paz eternas, escribía, cabizbajo, rezándoles a sus dioses griegos.
La guía turística Keller tuvo que irse de Tübingen un par de años antes de la muerte de Hölderlin porque el hermanastro del poeta, que pretendía quedarse con la enorme herencia de la familia, la acusó de ser una impostora: «¡Arrêter!». Un colega de apellido Salamanca, que me encontré en la sala de espera de mi muerte, no me dejó leerlo en paz, pero en el artículo de la descuadernada revista de Avianca se asegura que Muriel Blanc se casó dos veces con dos millonarios entrados en años —español e inglés, que yo sepa— bajo la identidad falsa de la heredera Mary Wilkinson.
No tuvo hijos. Y, no obstante, todo ello debió suceder entre febrero de 1841 y junio de 1843, un poco más, un poco menos, pues en marzo de 1844 Blanc aparece en París transformada en una rubia altísima y narizona a cargo del zoológico humano que se instaló por los lados del parque del Bosque de Bolonia: «L’extraordinaire exposition ethnique de Madame de Valois». La impostora, de veinticuatro años, se hacía llamar entonces Marion de Valois. Y en el afiche de su feria aparecía con una corona y un cetro y rodeada de monstruos de la naturaleza.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Alfaguara.
Viernes 10 de octubre de 1851
Hasta el día en que me morí viví lleno de placeres culposos. Ya no. Ya qué. Ya son placeres y no más. Ya puedo decir que las historias que más me gustan son las historias de impostores, pues ya sé que sólo los miserables —como yo— viven agazapados a la espera del día en que puedan usar un lapsus de uno en contra de uno, y no sobra disfrazarse un poco para protegerse. Siempre me gustaron aquellas tramas. (Recomendamos: entrevista a Ricardo Silva sobre el libro “Río muerto”.).
Si un domingo estaban dando en algún canal de esos alguna película de esas, El regreso de Martin Guerre o Las 12 sillas o El embajador de la India o qué sé yo, era lo más seguro que me quedara viéndola así estuviera viéndola por enésima vez. Tenía presente a aquella trabajadora polaca con problemas mentales que estuvo a punto de convencer a los rusos de que ella era la gran duquesa Anastasia Nikoláyevna Románova. (Noticia: La escritora uruguaya Fernanda Trías, radicada en Colombia, ganó el Premio Sor Juana Inés de la Cruz).
Solía repetirle a Rivera, sin darme cuenta de que lo estaba haciendo, la trama del estafador austrohúngaro que no sólo les vendió la Torre Eiffel dos veces a unos comerciantes de chatarra parisienses, sino que luego, años más tarde, tuvo el estómago para sacarle 5.000 dólares a Al Capone. Vivía fascinado por los farsantes profesionales, en fin, quizás por pura solidaridad de gremio. Y digo todo esto porque siempre que aparece un refrito tipo «los diez grandes tramposos de la historia», en alguna maltrecha y mordisqueada revista de sala de espera, vuelve a contarse en un par de párrafos apenas —tomados de los tres párrafos de la versión francesa de Wikipedia— la vida tragicómica de la negra literaria Muriel Blanc.
Y el día que yo morí, mientras quemaba el tiempo que faltaba para mi amigdalectomía, leí y releí otro sorprendido recuento de su paso por la Tierra que a diferencia de todos los demás se atrevía a asegurar que el viernes 10 de octubre de 1851 había sido asesinada por «agentes del gobierno de Luis Napoleón», pero había vuelto, como un fantasma de carne y hueso, de la muerte.
Se cuenta que nació en la madrugada del lunes 14 de febrero de 1820 a unos pasos nomás de la Ópera de París. Se dice que en la noche de esa misma jornada su madre murió y su familia se vio obligada a huir de la ciudad, pues su padre, un guarnicionero bonapartista de carácter indescifrable que se había empleado en las caballerizas de Luis XVIII «para acabar con los borbones», fue acusado de ser cómplice del asesinato del duque de Berry.
Muriel creció en la pequeña e ilustrada Chambéry tanto como podía hacerlo una única hija entre siete hermanos hombres, que acabaron siendo cinco por culpa de la segunda pandemia de cólera de aquellos tiempos. Gracias a su belleza extraña, de princesa árabe que sólo hablaba para lanzar sentencias, su padre odió hasta el paroxismo a todos los muchachos que se le acercaron —«todos parecen borbones», decía—, pero la viva Muriel, que en gaélico significaba «mar luminoso», se escapó de su casa alpina a los diecisiete.
Se cuenta que un año y medio después, a principios de diciembre de 1838, mejor dicho, apareció en la isla de Elba convertida en la princesa Zafira de Amirania. Estaba andrajosa, bocabajo, como un rastro en la playa de Patresi. Parecía muerta e ida para siempre, pero su espalda seguía respirando. Tenía un tatuaje en el cráneo rapado que nadie se atrevió a interpretar: اربص اليمج .Las personas que la encontraron allí, un pescador del muelle viejo y su hijo, pensaron que se trataba de una princesa moribunda porque no se le entendía una sola palabra de las poquísimas que tartamudeaba y porque guardaba entre el puño un velo que no era propio de las mujeres de la isla.
Se la llevaron como un bulto de sardinas a una posada junto a uno de los precipicios de Marciana. Estuvieron a punto de procesarla por vagancia, pero el señor Auguste Maquet, colaborador principal de Alexandre Dumas, la salvó de la cárcel cuando ni siquiera ella lo esperaba. Fue el discretísimo Maquet, que se había puesto a sí mismo en la tarea de visitar la isla de Elba para documentar las leyendas y los chismes y las locuras que el desbocado Dumas quería convertir en El conde de Montecristo, quien confirmó que en efecto se trataba de una princesa árabe —la princesa Zafira de Amirania, ni más ni menos— a una turba de maridos y de esposas que estaban a punto de empujarla al mar.
Esa era la última noche de Maquet en la isla, por supuesto. Y se dedicó a traducirles las mil y una desventuras de la princesa a los espectadores que se agolparon en la pequeña plaza entre los árboles del Santuario Della Madonna del Monte: su barco había naufragado —explicó— y ella era la única sobreviviente de una travesía sospechosamente parecida a la primera de Simbad el marino.
—¿Podría decirnos usted, querido señor Maquet, qué significa el mensaje pintado en la cabeza de la princesa? —preguntó el último suspicaz de la isla.
—Por supuesto que puedo decirlo, amigo mío, «sabran jamilan» quiere decir «la paciencia es la única virtud» —contestó el señor Maquet sin tomarse un solo segundo para pensárselo.
Maquet no pidió nada a cambio de salvarle el pellejo a aquella princesa Zafira de la lejana y esplendorosa tierra de Amirania. No sólo se definía a sí mismo desde entonces como «un hombre de familia» —y quizás eso lo salvó de todas las trampas que empezaron a aparecérsele en la vida a partir de ese momento—, sino que, no obstante un temperamento mordaz e inflexible, sobre todo era un hombre incapaz de resistirse a la sola posibilidad de convertir cualquier anécdota en novela.
Se despidió de ella y le deseó toda la suerte que le fuera necesaria, como si se tratara de una princesa de verdad, convencido de que no iba a verla nunca más. Y durante los seis meses siguientes la exótica Zafira vivió entre lujos y agasajos ofrecidos por los dignatarios de la isla. ¿Por qué terminó inventándose semejante personaje para ella misma? Porque los encierros suelen convertir a los seres humanos en expertos en la ficción. ¿Por qué dejó de interpretar a la princesa misteriosa, desmemoriada, que todos los días recibía alguna propuesta de matrimonio?
Porque un mal día un retrato suyo apareció en Le Siècle, un reciente diario liberal que desde sus primeros números había publicado las novelas por entregas de Dumas y de Balzac, y la farsa se le vino abajo. La noticia de que no era ninguna princesa de ninguna tierra reluciente, sino la hija extraviada de un zapatero bonapartista que algo había tenido que ver con el crimen infame del duque de Berry, la obligó a escaparse con la ayuda del hijo enamorado del pescador que la encontró.
«¿Pero entonces no hablaba esa mujer maldita la lengua de los árabes?». «¿Quién va a devolvernos las horas que pasamos celebrándola como si no hubiera sido una estafadora vulgar, sino una diosa?». «Yo le regalé la única joya que he tenido en mi vida para obtener los favores de su reino». «Me dijo en el lecho que no podía desposarme porque había sido prometida al príncipe Abdula, pero me prometió los favores de sus hermanas mayores: Dalila la taimada y Zeinab la embustera». «Me confesó que no era la hija de un rey sino la protegida del negro Sauab, el primer eunuco sudanés». «Tomó prestado el estuche labrado, con mis cubiertos de oro, que era de mi madre». «Yo le di el bicornio del emperador Bonaparte». «¡Nadaba desnuda entre las barcas del río Marina!».
Todo el mundo se enamoraba de ella y ella de vez en cuando les correspondía, pero el torturado Victor Hugo, que la conoció unos años después y la conoció muy bien, la definió como «un verdugo involuntario», pues sin temor a exagerar podría decirse que su amorosa indiferencia fue una de las causas principales de suicidio en los días tajantes del Romanticismo. La señorita Muriel Blanc recorrió la Europa romántica —y fue dejando rastros por allí y por allá— en los seis años que siguieron. Es la encantadora y confundida y mujeriega Magda Mann, secretaria de la Academia de Ciencias de Berlín, que a punta de miradas estuvo a punto de acabar con la relación de los hermanos Grimm justo cuando acababan de conseguir el apoyo para terminar su diccionario alemán.
Es la insólita e imposible Maria Keller, que convenció a medio mundo de viajar a la ancestral Tübingen, en el suroriente de Alemania, para visitar al poeta esquizofrénico Friedrich Hölderlin —«Mein Onkel», repetía ella, «mi tío»— en la pequeña torre amarilla en la que padeció encerrado treinta y seis de los setenta y tres años que vivió. Según se cuenta en ciertos folletos de la región, Keller ofrecía a los turistas versos y autógrafos de su amado «tío Friedrich» —y ofrecía también «una conversación imborrable con su genio»— a cambio de unas cuantas monedas de plata.
Y el anciano Hölderlin, asediado por las voces y abandonado por su familia y aliviado por el piano que tocaba para sacarse de adentro el demonio de la angustia, gustosamente garabateaba variaciones de un poema triste que alguna vez le había dedicado a su casero: Infinitas son las líneas de la vida, / como umbrales y como senderos / de horizontes velados para siempre. / Que lo que somos aquí entre las ruinas / pueda una fuerza acabarlo más allá / con armonía y gracia y paz eternas, escribía, cabizbajo, rezándoles a sus dioses griegos.
La guía turística Keller tuvo que irse de Tübingen un par de años antes de la muerte de Hölderlin porque el hermanastro del poeta, que pretendía quedarse con la enorme herencia de la familia, la acusó de ser una impostora: «¡Arrêter!». Un colega de apellido Salamanca, que me encontré en la sala de espera de mi muerte, no me dejó leerlo en paz, pero en el artículo de la descuadernada revista de Avianca se asegura que Muriel Blanc se casó dos veces con dos millonarios entrados en años —español e inglés, que yo sepa— bajo la identidad falsa de la heredera Mary Wilkinson.
No tuvo hijos. Y, no obstante, todo ello debió suceder entre febrero de 1841 y junio de 1843, un poco más, un poco menos, pues en marzo de 1844 Blanc aparece en París transformada en una rubia altísima y narizona a cargo del zoológico humano que se instaló por los lados del parque del Bosque de Bolonia: «L’extraordinaire exposition ethnique de Madame de Valois». La impostora, de veinticuatro años, se hacía llamar entonces Marion de Valois. Y en el afiche de su feria aparecía con una corona y un cetro y rodeada de monstruos de la naturaleza.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Alfaguara.