Capítulo en clave detectivesca de la nueva novela de Arturo Pérez Reverte
En su más reciente libro de ficción, “El problema final”, el escritor español más que un desafío entre el asesino y el detective, plantea un duelo de inteligencia entre el autor y el lector. En Colombia bajo el sello editorial Alfaguara.
Arturo Pérez-Reverte * / Especial para El Espectador
1. El hombre que nunca existió y nunca murió
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
1. El hombre que nunca existió y nunca murió
Una mentira enorme, contundente, aplastante, sin paliativos. Con eso nos encontramos nada más llegar.
El valle del terror
En junio de 1960 viajé a Génova para comprar un sombrero. Había adquirido esa costumbre cuando rodaba películas en Italia: pasar unos días en el Grand Hotel Savoia y comprar un Borsalino de fieltro o panamá, según la época del año, en Luciana de la via Luccoli. Hacía tiempo que lo de rodar películas pertenecía al pasado, pero aún conservaba algunos de los viejos hábitos y dinero suficiente para mantenerlos; y Génova, con transbordo en Ventimiglia, estaba a sólo cuatro horas de tren de mi casa de Antibes: el tiempo necesario para leer la última novela que mi amigo Graham Greene acababa de enviarme con una amable dedicatoria. Lo del sombrero era un pretexto adecuado para pasar unos días en la ciudad, paseando por el puerto viejo y comiendo pasta en mi trattoria favorita. En esa ocasión me decidí por un panamá clásico de cinco centímetros y medio de anchura de ala, con una bonita cinta color tabaco; y una hora más tarde, después de visitar un par de librerías, lo colgaba en una percha de Al Veliero, donde tras conversar con el propietario, viejo amigo, disfruté de unos agradables spaghetti con almejas y botarga. Salía a la calle poniéndome el sombrero cuando me encontré con Pietro Malerba. En realidad, casi tropecé con él. (Recomendamos: Un capítulo de la novela inédita del cantante y poeta Leonard Cohen).
—Cazzo, Hoppy. Qué sorpresa.
Detesto que me llamen Hoppy. Sólo la gente relacionada con mis primeras películas suele hacerlo. Me refiero a los que siguen vivos. Ni siquiera el nombre artístico con que me conocen quienes se acuerdan de mí me satisface: Hopalong Basil es vulgarmente eufónico, lo reconozco —se lo debo a un agente teatral fallecido en 1935—, y durante veinticinco años figuró en las carteleras de cine y en los títulos de crédito de mis películas, a menudo en tamaño mayor que el de los otros intérpretes. Pero nunca me sentí cómodo con él. Prefiero el nombre real, inscrito en la plaquita de latón que la señora Colbert, mi sirvienta, bruñe con líquido limpiametales en la puerta de la casa con vistas al Mediterráneo donde vivo desde hace tiempo: Ormond Basil.
—Qué sorpresa —repetía Malerba, encantado de verme allí.
Me abrazó con sonoras palmadas en la espalda. Muy meridional, todo, y muy propio de él. Muy italiano. Forzaba un poco el afecto, así que supuse que con mi vieja gloria pretendía impresionar a su acompañante, una señora madura pero todavía de buen ver cuyo rostro me resultaba muy familiar.
—Él es Hopalong Basil, ¿lo recuerdas? —me miraba bajo las cejas grises que le daban aspecto de Mefistófeles malvado—. A Najat Farjallah la conoces, claro.
Lo dijo con evidente orgullo de propietario. Nada tenía yo que objetar a eso, así que me quité el sombrero, besé la mano enjoyada y cumplí con los rituales de rigor. Algo extinto ya el fervor del público que la había aclamado como a una semidiosa, la célebre soprano estaba en posesión de una belleza a punto de marchitarse, aunque todavía eficaz: ojos grandes y oscuros bajo un turbante de seda, boca bien dibujada, nariz poco semítica a pesar de su origen libanés, vestimenta adecuada —había leído en alguna parte que la vestía su amiga milanesa Biki Bouyeure—, aunque el escote me pareció excesivo para las dos y cuarto de la tarde. Modales lánguidos acostumbrados a la admiración ajena, conscientes de sí mismos.
—Oh, sí, claro —dijo ella—. El señor Sherlock Holmes en persona.
Sonreí cortés, casi cómplice; qué otra cosa iba a hacer. No era la primera vez que la diva y yo nos encontrábamos —después de conocerla en Roma la había visto en la Scala haciendo Medea— y advertí que, como en otras ocasiones, me observaba con interés, de abajo arriba. Yo acababa de cumplir los sesenta y cinco años, y mis vértebras ya no eran lo que habían sido: la edad encoge un poco, pero conservaba la mayor parte del metro ochenta y siete de estatura, el vientre plano y el rostro anguloso y flaco que en otro tiempo habían hecho muy popular las pantallas de cine. También cierta flexibilidad de movimientos. De haber vivido Errol —me refiero a Errol Flynn, por supuesto—, aún habría podido darle un par de estocadas como las que le asesté en los ensayos para la escena de la playa de El capitán pirata: el pobre siempre fue un pésimo esgrimista, mientras que a mí se me daba realmente bien. En un duelo de verdad lo habría matado cinco o seis veces, igual que a Leslie Howard en La máscara de hierro y a Tyrone Power en La espada española. Pero, bueno. Ésas son antiguas historias.
El caso es que allí estaban Pietro Malerba y Najat Farjallah, y allí estaba yo con mi sombrero nuevo en el puerto viejo de Génova, ignorante de que en ese preciso momento un centro de bajas presiones se desplazaba hacia el Mediterráneo oriental e iba a inmovilizarse entre Chipre y el mar Negro. Aquello haría soplar desde el golfo de Tarento vientos de fuerza 9 a 10, infrecuentes en esa época del año, que azotaron el mar Jónico y la costa occidental de Grecia con un temporal tan violento que durante varios días quedó suspendida la navegación en torno a Corfú: una isla grande que los griegos llaman Kerkira, cuyo nombre Malerba acababa de pronunciar en relación con su yate, el Bluetta.
—Ven con nosotros, hombre. Un par de semanas relajado y al sol. Tengo un asunto que tal vez te interese: una coproducción de la Warner y la RAI para la televisión.
Aquello no sonó mal del todo. Desde que había interpretado el papel secundario de un aristócrata ruso en Guerra y paz, yo llevaba cinco años sin trabajar, si exceptuamos otro papelito de segunda en la serie de televisión Ivanhoe con Roger Moore —regular actor, simpático muchacho—, donde interpretaba el personaje de villano elegante; que, Holmes aparte, siempre fue otra de mis conspicuas especialidades. Era ahorrativo y de gustos discretos. Además, la vida aprieta pero no ahoga: mis dos ex esposas habían fallecido, gracias a Dios. La primera, alcoholizada en la finca de Pacific Palisades de la que se había apropiado tras nuestro divorcio —empezamos a beber casi al mismo tiempo, pero ella fue más deprisa que yo—. La segunda, en un oportuno accidente de automóvil: ciento cincuenta metros de acantilado en la carretera de Villefranche, con traca final de gasolina inflamada al llegar abajo. Por lo demás, mi bonita casa de Antibes estaba pagada desde hacía mucho; pero no me iba mal rellenar el colchón de cara a los tiempos inciertos, la vejez tan próxima, la Guerra Fría y otros etcéteras que por aquella época oscurecían el horizonte. Y Malerba era un productor de peso en Cinecittà y en los grandes proyectos del cine y la televisión norteamericanos en Europa. Le dije que sí, por tanto, con gran satisfacción suya y visible interés de la divina soprano, que me seguía poniendo ojitos. Dediqué el resto de la tarde a hacer las compras oportunas, hice trasladar mi equipaje del hotel al puerto y esa misma noche dormí en un lujoso camarote del Bluetta.
Una semana después, contra todo pronóstico, me vi atrapado en la pequeña isla de Utakos, frente a Corfú. O nos vimos los tres. Pietro Malerba, la Farjallah y yo habíamos bajado a tierra para comer en el hotel Auslander, cuyo restaurante gozaba de cierto renombre, cuando se complicaron las cosas. Desde la terraza vimos que el mar empezaba a salpicarse con los primeros borreguillos de un inesperado temporal y que el viento hacía oscilar y gemir los cipreses, aullantes como almas en pena. No estaba el tiempo para regresar a bordo, pues se anunciaba una noche incómoda, así que Malerba reservó tres habitaciones: una para la Farjallah y otra para él, aunque comunicadas entre sí —estaba separado de una conocida actriz en Italia, donde no existía el divorcio, y prefería guardar las formas—, y una para mí. La idea era embarcar de nuevo en cuanto remitiese el temporal, pero éste alcanzó tal intensidad que, cuando a la mañana siguiente quisimos dejar el hotel, se nos informó de que toda la navegación en la zona había quedado suspendida hasta que mejorase el tiempo, y que el capitán del Bluetta se había visto forzado a levar anclas y refugiarse a sotavento de Corfú.
—Qué emocionante, Ormond —decía la Farjallah, asida de una mano de Malerba aunque pestañeando hacia mí—. Como en vuestras películas.
Malerba la dejaba coquetear, bonachonamente irónico, porque me conocía de sobra. Las divas, más o menos castas, no me daban frío ni calor. Mis años de caza habían pasado, y además soy un caballero inglés de la vieja escuela: nunca se me ocurrió rondar el territorio de un amigo o un conocido, y mucho menos si de él dependía o podía depender un trabajo. David Niven, viejo y querido camarada —habíamos coprotagonizado un par de buenas películas, incluida la deliciosa Dos caballeros y una rubia, con Ginger Rogers—, solía comentarlo entre copa y copa: nunca te empalmes hacia el bolsillo donde llevas el dinero. Que, dicho por el muy británico Dave, suena más elegante de lo que parece.
Pero lo que de verdad interesa a esta historia es que me vi, o nos vimos Malerba, la Farjallah y yo, interrumpido nuestro crucero, confinados en aquella isla de poco más de un kilómetro cuadrado. Aunque eso no supusiera consuelo, había otros huéspedes en situación semejante: unos, porque tampoco habían podido tomar el ferry que comunicaba la isla con Corfú y Patras; otros, porque tenían previsto prolongar su estancia. En total éramos nueve de diversas nacionalidades. Y todos, huéspedes del único lugar habitado, nos vimos allí de grado o por fuerza. Como en las novelas de Agatha Christie.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.