“Dalí sin Salvador y sin pinceles”: un poema de Gloria Cecilia Díaz a su gato
Un día Gloria Cecilia Díaz tomó un lápiz y un papel y escribió un poema a su gato llamado Dalí. Sin una idea preconcebida, simplemente trató de describirlo en su cotidianidad. El resultado fue el libro infantil “Dalí, dulce bandido” (Panamericana, 2023).
Daniela Cristancho
Los gatos siempre han sabido enamorar a los literatos. Quizás por soberbios, traviesos, misteriosos, sabios. Los gatos buscan la manera de escurrirse entre las páginas que escriben sus dueños, como le sucedió a Cortázar, Balzac y Bukowski. O simplemente los seducen desde la distancia, como le pasó a Murakami. A lo mejor se debe a ese temperamento indescifrable o esa reticencia envidiable a dejarse dominar. O, como sucede en el caso de Gloria Cecilia Díaz, a la dicha y diversión que produce observarlos.
La escritora colombiana, radicada en París desde la década de 1980, asegura que siempre ha observado a Dalí, su felino, con fascinación: “He aprendido que los gatos, como los seres humanos, son todos diferentes. Dalí es un animal sociable al extremo, se deja acariciar de todos los que lo conocen, pero también de los que no lo conocen. Cuando alguien llega a casa, él es el primero en presentarse a la puerta. He aprendido que tiene miradas diferentes y maullidos diferentes. Conozco su mirada y su maullido de súplica, como también la mirada de reproche cuando me apresto a salir. Me fascina su concentración, la intensidad de su mirada cuando algo lo atrae”.
En su libro, “Dalí, dulce bandido”, su mascota se convierte, no solo en un artista que evoca al español Salvador Dalí, sino en un monarca que ronronea sobre la ropa tibia al sol, y en un arquero de un estadio que agarra en el aire la pelota. “Cuando Dalí era muy pequeño, tomó en sus fauces una pelota de goma y la puso a mis pies. Me pregunté si me estaba pidiendo que se la lanzara, pero me dije que eran los perros los que jugaban a atrapar una pelota; sin embargo, la lancé a ver qué pasaba y descubrí que tenía un Messi en miniatura”, cuenta Díaz.
Le sugerimos: Gloria Díaz: “Ojalá la poesía tuviera un lugar más importante en la humanidad”
En “Dalí, dulce bandido” dice “Dalí sin Salvador y sin pinceles, pero con zarpas con las que decora mis paredes blancas”. ¿En su vida ha tenido un interés particular por Salvador Dalí?
No, simplemente me gusta su obra, siempre me encantó su locura y su irreverencia.
Ese verso quizás es un guiño para los más adultos. ¿También pretende despertar la curiosidad en los más pequeños sobre quién fue el artista?
Nunca es demasiado temprano para mostrar el arte a los niños. No me gusta esa línea divisoria que pone a los adultos a un lado y a los niños al otro. La música, la literatura y el arte en general son manifestaciones para todos y cada uno las aprehende de manera distinta. En general, subestimamos la capacidad que tienen los niños de apreciar una obra de arte. Cuando mi hija tenía unos tres años, al ver una máscara africana me dijo que la había hecho Picasso. A esa edad ya sabía quién era Picasso, simplemente porque yo se lo había hecho conocer, lo que me asombró es que siendo tan pequeña hubiese adivinado la influencia del arte africano en la obra del pintor.
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Algunos dicen que quienes escriben poemas para niños lo hacen desde el niño que fueron. ¿Considera que en su caso es así? ¿Se siente en sintonía con esa niña interior?
Más que con la niña interior, estoy en sintonía con mi ser interior, estoy ligada a lo más profundo de mi ser. Para mí no hay otra manera de escribir.
¿Cómo fue su experiencia y relación con la poesía cuando era niña?
Descubrir la poesía fue un deslumbramiento. Fue un flechazo, ¡amor a primera vista! Aún sé de memoria fragmentos de poemas aprendidos a los seis años. En mi infancia, así como en todas las etapas de mi vida, la poesía ha sido un deleite, un irrumpir en un mundo que me conecta con mi alma, con el mundo, con la humanidad. Creo que la música clásica y la poesía son las expresiones mayores del alma humana.
¿Cómo cree que ha cambiado su aproximación a la escritura de poemas para niños desde que publicó “El árbol que arrulla y otros poemas” en 2017?
Escribí otro libro de poemas, aún inédito, que tiene que ver con los interrogantes que se hacen los niños respecto a la existencia; digamos que es un poco filosófico. La filosofía ocupa un lugar importante en mi vida desde hace bastantes años.
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Hablemos de las ilustraciones. ¿Cómo hacer para que se complementen con el texto sin que sea redundante?
Al comienzo de mi carrera literaria pensaba que el ilustrador y el escritor debían estar en contacto, mejor dicho, debían trabajar juntos. Hace mucho tiempo que cambié de opinión. Un ilustrador es un creador, por lo tanto, no hay por qué intervenir en su trabajo. Me encanta que el ilustrador interprete el libro a su manera. Uno puede hacer observaciones, pero nada más. Con muy pocas excepciones, siempre me ha gustado el trabajo de mis ilustradores y algunas veces han ocurrido cosas mágicas, como descubrir que una ilustración es exactamente lo que yo tenía en mi mente. Francisco Meléndez, el ilustrador de la edición original de El valle de los cocuyos, representó a Anastasia de tal manera que al verla por primera vez me pregunté cómo había hecho para intuir que mi Anastasia tenía ese aspecto que la semejaba a un animal, a la tierra, a la corteza de un árbol centenario. Era la misma Anastasia que había nacido en mi corazón. Algo similar me ocurrió con Carlos Díaz Consuegra, el ilustrador de Eliador y el viaje de regreso.
¿Cómo ha llegado a esa musicalidad que tienen sus textos?
Bueno, creo que es puramente inconsciente. El oficio va modelando al obrero… Quizá se lo deba a mi amor por la poesía. Si los seres humanos leyeran más poesía, nuestro planeta sería mucho menos caótico.
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Los gatos siempre han sabido enamorar a los literatos. Quizás por soberbios, traviesos, misteriosos, sabios. Los gatos buscan la manera de escurrirse entre las páginas que escriben sus dueños, como le sucedió a Cortázar, Balzac y Bukowski. O simplemente los seducen desde la distancia, como le pasó a Murakami. A lo mejor se debe a ese temperamento indescifrable o esa reticencia envidiable a dejarse dominar. O, como sucede en el caso de Gloria Cecilia Díaz, a la dicha y diversión que produce observarlos.
La escritora colombiana, radicada en París desde la década de 1980, asegura que siempre ha observado a Dalí, su felino, con fascinación: “He aprendido que los gatos, como los seres humanos, son todos diferentes. Dalí es un animal sociable al extremo, se deja acariciar de todos los que lo conocen, pero también de los que no lo conocen. Cuando alguien llega a casa, él es el primero en presentarse a la puerta. He aprendido que tiene miradas diferentes y maullidos diferentes. Conozco su mirada y su maullido de súplica, como también la mirada de reproche cuando me apresto a salir. Me fascina su concentración, la intensidad de su mirada cuando algo lo atrae”.
En su libro, “Dalí, dulce bandido”, su mascota se convierte, no solo en un artista que evoca al español Salvador Dalí, sino en un monarca que ronronea sobre la ropa tibia al sol, y en un arquero de un estadio que agarra en el aire la pelota. “Cuando Dalí era muy pequeño, tomó en sus fauces una pelota de goma y la puso a mis pies. Me pregunté si me estaba pidiendo que se la lanzara, pero me dije que eran los perros los que jugaban a atrapar una pelota; sin embargo, la lancé a ver qué pasaba y descubrí que tenía un Messi en miniatura”, cuenta Díaz.
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En “Dalí, dulce bandido” dice “Dalí sin Salvador y sin pinceles, pero con zarpas con las que decora mis paredes blancas”. ¿En su vida ha tenido un interés particular por Salvador Dalí?
No, simplemente me gusta su obra, siempre me encantó su locura y su irreverencia.
Ese verso quizás es un guiño para los más adultos. ¿También pretende despertar la curiosidad en los más pequeños sobre quién fue el artista?
Nunca es demasiado temprano para mostrar el arte a los niños. No me gusta esa línea divisoria que pone a los adultos a un lado y a los niños al otro. La música, la literatura y el arte en general son manifestaciones para todos y cada uno las aprehende de manera distinta. En general, subestimamos la capacidad que tienen los niños de apreciar una obra de arte. Cuando mi hija tenía unos tres años, al ver una máscara africana me dijo que la había hecho Picasso. A esa edad ya sabía quién era Picasso, simplemente porque yo se lo había hecho conocer, lo que me asombró es que siendo tan pequeña hubiese adivinado la influencia del arte africano en la obra del pintor.
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Algunos dicen que quienes escriben poemas para niños lo hacen desde el niño que fueron. ¿Considera que en su caso es así? ¿Se siente en sintonía con esa niña interior?
Más que con la niña interior, estoy en sintonía con mi ser interior, estoy ligada a lo más profundo de mi ser. Para mí no hay otra manera de escribir.
¿Cómo fue su experiencia y relación con la poesía cuando era niña?
Descubrir la poesía fue un deslumbramiento. Fue un flechazo, ¡amor a primera vista! Aún sé de memoria fragmentos de poemas aprendidos a los seis años. En mi infancia, así como en todas las etapas de mi vida, la poesía ha sido un deleite, un irrumpir en un mundo que me conecta con mi alma, con el mundo, con la humanidad. Creo que la música clásica y la poesía son las expresiones mayores del alma humana.
¿Cómo cree que ha cambiado su aproximación a la escritura de poemas para niños desde que publicó “El árbol que arrulla y otros poemas” en 2017?
Escribí otro libro de poemas, aún inédito, que tiene que ver con los interrogantes que se hacen los niños respecto a la existencia; digamos que es un poco filosófico. La filosofía ocupa un lugar importante en mi vida desde hace bastantes años.
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Hablemos de las ilustraciones. ¿Cómo hacer para que se complementen con el texto sin que sea redundante?
Al comienzo de mi carrera literaria pensaba que el ilustrador y el escritor debían estar en contacto, mejor dicho, debían trabajar juntos. Hace mucho tiempo que cambié de opinión. Un ilustrador es un creador, por lo tanto, no hay por qué intervenir en su trabajo. Me encanta que el ilustrador interprete el libro a su manera. Uno puede hacer observaciones, pero nada más. Con muy pocas excepciones, siempre me ha gustado el trabajo de mis ilustradores y algunas veces han ocurrido cosas mágicas, como descubrir que una ilustración es exactamente lo que yo tenía en mi mente. Francisco Meléndez, el ilustrador de la edición original de El valle de los cocuyos, representó a Anastasia de tal manera que al verla por primera vez me pregunté cómo había hecho para intuir que mi Anastasia tenía ese aspecto que la semejaba a un animal, a la tierra, a la corteza de un árbol centenario. Era la misma Anastasia que había nacido en mi corazón. Algo similar me ocurrió con Carlos Díaz Consuegra, el ilustrador de Eliador y el viaje de regreso.
¿Cómo ha llegado a esa musicalidad que tienen sus textos?
Bueno, creo que es puramente inconsciente. El oficio va modelando al obrero… Quizá se lo deba a mi amor por la poesía. Si los seres humanos leyeran más poesía, nuestro planeta sería mucho menos caótico.
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