Carl Rogers, el hombre que revolucionó la psicología (II)
En este 2022 se cumplieron 120 años del natalicio del psicoanalista con orientación existencial, quien fue el precursor de la Terapia Centrada en la Persona, regida por la no-directividad, en donde el consultante o paciente es quien guía los encuentros terapéuticos.
Danelys Vega Cardozo
Rogers, —al igual que cualquier otro ser humano—, se llenó de experiencias. De esas que le dejaron aprendizajes y que tiempo después trató de actuar conforme a ellos, aunque aquello, en muchas ocasiones, solo hubiera quedado en buenas intenciones. Experiencias que definió como significativas, independientemente de su grado de importancia. Aquellas que compartió en su obra El proceso de convertirse en persona.
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Rogers, —al igual que cualquier otro ser humano—, se llenó de experiencias. De esas que le dejaron aprendizajes y que tiempo después trató de actuar conforme a ellos, aunque aquello, en muchas ocasiones, solo hubiera quedado en buenas intenciones. Experiencias que definió como significativas, independientemente de su grado de importancia. Aquellas que compartió en su obra El proceso de convertirse en persona.
Se dio cuenta mediante sus relaciones interpersonales que las máscaras poco o nada le servían, que mostrarse como alguien diferente a lo que en realidad era le traían más problemas que ganancias. Aprendió que ocultar sus verdaderos sentimientos al interactuar con otros, era una barrera que le impedía construir una relación autentica. Y, pese a todo, a veces se le dificultaba poner en práctica esta enseñanza. “En realidad, pienso que la mayoría de los errores que cometo en mis relaciones personales —es decir, la mayor parte de los casos en los que no logro ser útil a otros individuos— pueden explicarse por el hecho de que, a causa de una actitud defensiva, me comporto de una manera superficial y opuesta a mis verdaderos sentimientos”.
Y entonces también aprendió a conocerse mejor, a identificar qué sentimientos florecían en él en cada circunstancia. No se aterró ante sus “emociones negativas”, sino que las aceptó y entendió que era un ser imperfecto. Creía que solo a través de la aceptación podría modificarse, o, en otras palabras, cambiar. “Creo que he aprendido esto de mis pacientes, así como de mi propia experiencia: no podemos cambiar, no podemos dejar de ser lo que somos, en tanto no nos aceptemos tal como somos. Una vez que nos aceptemos, el cambio parece llegar casi sin que se lo advierta”. La aceptación tenía un beneficio adicional: le permitía construir relaciones reales con los demás. “Sólo cuando acepto todas estas actitudes como un hecho, como una parte de mí, mi relación con la otra persona llega a ser lo que es y puede crecer y cambiar más fácilmente”.
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Llegó a una enseñanza que llamó “capital”, aquella que tal vez sería difícil de implementar para la mayoría de nosotros: permitirse comprender al otro sin juicio alguno de por medio. Y es que Rogers decía que precisamente los seres humanos solemos hacer evaluaciones de las actitudes o afirmaciones de las personas, sin siquiera intentar antes comprenderlas. Para él, esto se debe al riesgo que implica aquello, el riesgo de cambiar, lo que produce temor en nosotros. “(…) No es fácil permitirse comprender a un individuo, penetrar en profundidad y de manera plena e intensa en su marco de referencia”.
Y en ese intento de comprender a otros, se dio cuenta que tanto sus consultantes como él se enriquecían. Rogers fue consciente de que terminaba siendo una persona diferente, esa que tenía “mayor capacidad de dar”. Y a través de él, de su comprensión, sus “clientes” también eran capaces de comprenderse, de aceptarse, y cambiar. “(…) La comprensión de cualquier individuo me resulta valiosa. Pero también, y esto es aún más importante, ser comprendido tiene un valor muy positivo para estos individuos”.
Individuos que aprendió a aceptarlos tal cómo son, “con lo que vengan”, con sus sentimientos y percepciones. Aquellos que creyó solo podrían revelarse con mayor libertad en la medida que quitara las barreras entre ellos y él. Esas que imposibilitan la comunicación. Entonces se interesó porque sus clientes se sintieran seguros, tan seguros como para expresar sus verdaderos sentimientos, y en ese proceso se percató que también él se enriquecía. Eso mismo sucedía en el aula de clase, cuando como profesor permitía que sus alumnos dieran su opinión real sobre su clase, sin importar que fuera favorable o no. “Quiero reducir el temor o la necesidad de defensa, de modo tal que las personas puedan modificar sus sentimientos librementes”.
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Decía que aceptar a otros fue gratificante para él, aunque bien sabía que tanto la aceptación como la comprensión son tareas difíciles, en particular cuando nos enfrentamos a posiciones distintas, a individuos que sienten y piensan diferente a nosotros. Rogers veía riqueza precisamente donde tal vez muchos de nosotros veríamos dificultad: en la diferencia. Entonces pensaba que cada uno tenía derecho a transitar su camino de acuerdo con sus propias creencias y a darle el significado que quisiera a sus propias experiencias. “Cada persona es una isla en sí misma, en un sentido muy real, y sólo puede construir puentes hacia otras islas si efectivamente desea ser él mismo y está dispuesto a permitírselo”.
Y así, comprendiendo y aceptado su propia realidad y la de los demás, abandonó esa tarea engorrosa de querer cambiar al otro, de querer que sea mi igual. Se arriesgó a que, con ello, tal vez se llenara de reclamos de quienes pudieran pensar que se estaba distanciando de su labor, de aquella que quizá le suelen asignar a los terapeutas: transformar a las personas. Lo cierto, es que Rogers había entendido que ese camino les correspondía a sus clientes, quienes llegarían a él a través de la comprensión y aceptación de su ser real. “Resulta paradójico el hecho de cuanto más deseoso está cada uno de nosotros de ser él mismo, tantos más cambios de operan, no sólo en él, sino también en las personas que con él se relacionan”.
Entonces prefirió aprender a confiar en su propia experiencia, en sus sentimientos. No dejó que el intelecto lo gobernara al momento de tomar sus decisiones. Si sentía que algo era valioso confiaba en que sí lo era. “He aprendido que mi percepción de una situación como organismo total es más fidedigna que mi intelecto”. De esa manera, en muchas ocasiones, terminó alejado del pensamiento convencional, lo que lo llevó a quedar en soledad, pero luego de un tiempo otros terminaban optado por su mismo camino. Su propia experiencia también se convirtió en su “máxima autoridad”, en su guía.
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Aprendió que las opiniones de los demás no definían en realidad quien era. Rogers se dio cuenta que lo importarte era cómo el mismo se veía, esto no quiere decir que no tenía en cuenta los pensamientos de otros, sino que era consciente de que era él quien tenía la tarea de darle su significado. “(…) He llegado a sentir que sólo existe una persona (al menos mientras yo viva, y quizá también después) capaz de saber si lo que hago es honesto, cabal, franco y coherente, o bien si es falso, hipócrita e incoherente: esa persona soy yo”.
Dejó el temor hacía los hechos. Comprendió que “los hechos no son hostiles”. Se dio cuenta que ellos nos acercan a la verdad, así eso implique abandonar algunos de nuestros pensamientos o creencias. “Por consiguiente, en este momento los campos de pensamiento y especulación que más atrayentes me resultan son precisamente aquellos en que mis ideas favoritas aún no han sido verificadas por los hechos. Pienso que si puedo abrirme camino y explorar tales problemas, lograré una aproximación más satisfactoria a la verdad, y estoy seguro de que los hechos no me serán hostiles”.
Descubrió que los seres humanos tienden hacía la autorrealización. Las personas suelen inclinarse, independientemente de su circunstancia o condición, hacía todo aquello que lo conduzca a la maduración. Aunque para Rogers esto se logra cuando el individuo es comprendido y aceptado, pues a raíz de eso abandona sus “mecanismos de defensa”. Aquellos que hacen que las personas adquieran ciertos comportamientos destructivos o crueles. “Sin embargo, uno de los aspectos más alentadores y reconfortantes de mi experiencia reside en el trabajo con estos individuos, que me ha permitido descubrir las tendencias altamente positivas que existen en los niveles más profundos de todas las personas”.
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Y entendió que la vida era dinámica y cambiante, y por ello también sus pensamientos o creencias. Al fin de cuentas, en la vida no hay nada que sea inamovible. “La vida es orientada por una compresión e interpretación de mi experiencia constantemente cambiante. Siempre se encuentra en un proceso de llegar a ser”.