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Carlos Jacanamijoy: “Me he codeado para tener un nicho en la historia del arte”


Entrevista con el pintor Carlos Jacanamijoy, uno de los artistas colombianos más reconocidos y cuyas obras ahora hacen presencia en el Palacio de Nariño y el Archivo General de la Nación.
Habla de su exposición en París en enero de 2025.

Nelson Fredy  Padilla
13 de octubre de 2024 - 02:00 p. m.
Carlos Jacanamijoy, miembro de la cultura inga nacido en 1964 en Santiago, Putumayo, Valle del Sibundoy, dice: “Lo que yo quiero con mi trabajo es desfolclorizar y descolonizar a los indígenas”.
Carlos Jacanamijoy, miembro de la cultura inga nacido en 1964 en Santiago, Putumayo, Valle del Sibundoy, dice: “Lo que yo quiero con mi trabajo es desfolclorizar y descolonizar a los indígenas”.
Foto: Óscar Pérez

No charlaba con Carlos Jacanamijoy desde 2013, cuando el Museo de Arte Moderno de Bogotá le dedicó la retrospectiva titulada “Magia, memoria y color”, para mostrarle a Colombia la importancia de la obra de este artista, sobre quien se han publicado siete libros y sus pinturas forman parte de colecciones públicas y privadas en América y Europa. Ha expuesto en buena parte de nuestro continente, en países que le parecían tan lejanos como Noruega y Suiza, en China y Corea, en los Emiratos Árabes. Lo convocan las más influyentes galerías del mundo; el año pasado en Nueva York, y en enero de 2025 lo hará de nuevo en París. En el Palacio de Nariño y en el Archivo General de la Nación acaban de colgar obras suyas. Por eso lo invité a El Espectador.

En 2024 cumplió 60 años de edad y 40 años desde cuando decidió estudiar artes, buen motivo para celebrar. ¿Qué balance hace hoy?

Gracias. Es un honor estar acá. Recuerdo que vine a Bogotá buscando pintura y dibujo en lo que se llamaban las “Páginas amarillas”. No tenía ni idea que existían las bellas artes o las artes plásticas como profesión. No tenía ni idea qué era una universidad ni nada de eso. Vine muy solo, era un cero a la izquierda con un apellido trabalenguas de la cultura indígena inga. Entonces encontré la Universidad de la Sabana buscando la pedagogía, la licenciatura en artes, también quise ir a la Escuela de Bellas Artes de Cali y me di cuenta de que en la Universidad de Nariño, en Pasto, existía la carrera porque es una universidad pública, y después terminé graduándome en la Universidad Nacional. También estudié semestres de filosofía y letras, y dibujo arquitectónico, porque tenía claro, y siempre me lo advirtieron, que no estudiara artes porque no iba a poder vivir de ello. Además, quería que me llamaran doctor. Recordaba al rector del colegio Champagnat, donde estudiaba en Putumayo, que me decía que para salir adelante dejara la pintura y dibujo para el tiempo libre.

Pero pudo más el espíritu y las imágenes que usted tenía del Valle del Sibundoy, que se iban a convertir en esta obra que trascendió a nivel nacional e internacional.

La verdad, en ese tiempo todavía no pensaba para nada a ese nivel, porque lo que hacía era copiar estampas, dibujarlo todo y terminé el bachillerato gracias a que sabía dibujar y pintar, lo demás me parecía aburridor, tedioso, incluso quería terminar el bachillerato en la noche para dedicar el día a pintar completamente. A los 12 o 13 años me propuse ser artista y hoy, afortunadamente, puedo vivir de eso, y de alguna manera le pegué al perro.

Esa fue la decisión que marcó su vida, porque hubiera podido quedarse en Putumayo, incluso le ofrecieron ser rector de un colegio, pero prefirió dejar su selva y venir a la ciudad. ¿Por qué?

Sí, una cosa clave. Mirando en retrospectiva mi carrera, siempre soñé con ser un artista, ser como los hombres del Renacimiento, empezando por Leonardo da Vinci. Sí me ofrecieron cuando recién me gradué una rectoría de un colegio en un pueblo perdido en la selva de Putumayo, y les dije que muchas gracias, que no. Eso me costó, fue muy complejo decirlo y luego trabajar hasta llegar a tener el lenguaje que hoy tengo como artista. Lo más bonito del arte es el sinónimo de libertad. Uno quiere ser libre, un artista debe ser muy libre y muy rebelde. Entonces, traía la rebeldía por dentro, pero no sabía qué decir, y fue en el tiempo del debate global de los 500 años del descubrimiento de América, desde 1988 hasta 1992, que entendí muchas cosas.

¿Confrontó su identidad con esta realidad llamada civilización?

Entendí cosas que había dejado guardadas, congeladas e invisibilizadas al ritmo de la sociedad colombiana por el racismo, el clasismo. A pesar de que amaba a mi abuela, todo lo mío, tenía mucho escondido, y ahí fue que empezó a salir con fuerza, porque llegué a la fuente, después de mucho trabajo, la verdad. Afortunadamente había estudiado filosofía hermenéutica, ética, lógica, ese tipo de temas que me permitieron hacer un viaje a mi interior apoyado en la tozudez de los abuelos. Crecí con una abuela que se expresaba mejor en inga y quechua que en español, y era terca con eso de ser obediente, escuchar, ver la importancia de todo.

¿Fue la educación sentimental que lo preparó para transmitir la energía de la naturaleza a través de la magia de los colores de su expresión pictórica?

Claro que sí. Estaba buscando todo eso, que es como una energía, como una fuerza que prácticamente empieza primero por la intuición, pero luego va arrastrando ese torrente milenario de sangre, de los fenómenos de la naturaleza. El agua empieza a fluir, todo fluye, y uno como que va comprendiendo; empiezo a escuchar las voces, los silencios, y ahí ya me pego al origen de mi lenguaje pictórico.

Un lenguaje que ahora está expuesto en el Palacio de Nariño, donde acaban de colgar dos grandes cuadros suyos: “Al comenzar del día” y “El amarillo antes del mediodía”. ¿Qué significa eso para usted?

Los hice muy a propósito. Esas pinturas surgieron de escuchar lo que venía diciendo: la tradición oral y las sabidurías ancestrales. Quise representar que a esas horas del día las luces y los colores, las formas, hacen que la palabra sea dulce. Cuando vean esas pinturas, quiero que sientan que la palabra se endulza. Es bonito que estén expuestas ahí porque nuestro palacio de gobierno, de cierta manera, es una vitrina al país y al mundo.

Representan inclusión cultural étnica.

Claro. Somos un país multicultural, megadiverso, y es muy importante que esos colores, esas formas y esas luces entren allá como parte de ese comodato del Museo Nacional junto a los demás cuadros que están ahí, los Botero, los Obregón, los grandes artistas de Colombia. Entonces, me siento muy honrado de que mi expresión esté entre ellos.

¿Qué siente al estar a la par de Botero en un país en el que, tal vez, hay demasiada predilección por esa obra?

Crecí mirando desde muy pequeño a estos artistas y he terminado teniendo cercanía con esas familias. Entonces, es hermoso y me siento muy honrado de estar ahí junto a ellos. Lo de la inclusión me parece muy importante, aunque me he codeado con mis formas y colores para estar ahí, para tener un nicho en la historia del arte colombiano. Es maravilloso.

Recuerdo un mural suyo que se llama “Azabache”, que lo inauguró Gustavo Petro cuando era alcalde, en el centro de Bogotá. ¿El hoy presidente fue quien decidió que sus cuadros estén en el Palacio de Nariño?

La historia es que hay unas pinturas mías en la embajada de Colombia en Washington, a raíz de una exposición que hice a comienzos de 2000, y el presidente llegó allá y quería llevarse una a palacio, pero como no era posible me contactaron los del Museo Nacional y así llegaron mis pinturas allá, porque era un deseo del presidente. Allá hay otra pintura mía, que es de Gabriel García Márquez, porque lo conocí en México y lo retraté para su cumpleaños 80 en Cartagena. Me parece bellísimo que hayan hecho la sala García Márquez y que ahí esté el retrato que hice de él.

¿El mural del centro de Bogotá también fue iniciativa de Petro?

Sí, porque él quería crear una fuerza artística en Bogotá, como lo que pasó en Ciudad de México con los muralistas mexicanos. Entonces, invitó a muchos artistas colombianos y latinoamericanos. Ese “Azabache” es un homenaje a mi pueblo inga, que usa el azabache contra el mal de ojo para los niños. Es una recreación de las atmósferas de esos pensamientos, de esa cultura alrededor de la sanación y la curación. Mi cultura es muy reconocida por el conocimiento de la sabiduría ancestral y las plantas medicinales. Esa obra es un jalón de orejas a nuestra sociedad para que escuchemos con cuidado aquellas sabidurías ancestrales que se están perdiendo. El pueblo inga es uno de los que está en vías de extinción física y cultural.

¿Qué hacer a nivel político para que esa inclusión social a través del arte se dé de una forma más democrática? Que no solo haya plazas Botero, sino de otros artistas.

A mí un ejemplo maravilloso me parece México. Ellos lo han comprendido mejor y lo explotaron muy fuerte, por eso siempre uno habla del país de los aztecas. Colombia con toda esta diversidad cultural que tenemos debe fortalecer las políticas culturales, primero desde nuestra sociedad y, claro, desde la educación y los medios de comunicación. Me parece muy importante para que entendamos que en nuestras venas, en nuestra sangre, somos pasado y presente con sangre indígena y somos mestizos. En algún momento, de manera intuitiva, empecé a trabajar sobre el fluido de mi sangre, de mis raíces porque, como me decían desde chiquito, es un tesoro que hoy está más vigente. Tenemos un tesoro cultural maravilloso, y creo que de políticas nacionales deberían basarse en que escucháramos más, en que haya diálogo en el interior de nuestra sociedad, que no nos hagamos los de la vista gorda y los oídos sordos frente a todo lo que está pasando en el planeta.

Eso tiene que ver con “La piel de la tierra”, su exposición del año pasado en Nueva York. Ahora prepara una para volver en enero de 2025 a la galería Almine Rech de París. ¿Qué tema abordará?

Tiene que ver con llamar a la humanidad de hoy para que usemos más los sentidos, porque a veces tenemos educación, diplomas, dinero, creemos que el planeta es nuestro, y no es así. Personalmente, he hecho muchos cursos; yoga, meditación, diálogo con las culturas de Asia, las sabidurías ancestrales del planeta me interesan muchísimo, como la cultura mía. De ahí podemos tomar muchas cosas maravillosas y lo que quiero llevar a París, a una de las galerías más importantes del mundo, tiene que ver con esto; imágenes que surgen de oír los arrullos que existen para los bebés, cantos precolombinos maravillosos, de preguntarse cómo nacemos los seres humanos y por qué llevamos esas sensaciones en la memoria celular.

¿Cómo convirtió eso en pinceladas?

Tratando de volverlo un lenguaje universal, a través de colores y formas, de luz.

Cuénteme de esta etapa de su obra trabajando en Cartagena, frente al mar Caribe.

Vengo del Valle del Sibundoy, de Santiago, Putumayo, un valle andino. Soy muy andino, pero ahí queda muy cerca la selva. Entonces, así venga del frío y también tenga mi estudio aquí en Bogotá, tengo un alma a la que le gusta mucho el mar. Desde el centro de Bogotá me gusta muchísimo ir hacia las montañas orientales, hasta las cascadas, los ríos, las quebradas, incluso me baño en esas aguas. Allá voy siempre, camino descalzo, me conecto con la naturaleza, y algo parecido hago en Cartagena. Me encanta ir a Barú, a la playa, sentir toda esa fuerza del Caribe, y por eso estoy viviendo en un edificio icónico, un sitio mágico que tiene jardín, donde también vivió García Márquez y muchos artistas.

¿Cómo le ha ido con las relaciones sociales en Cartagena? ¿Colombia sí ha mejorado frente al clasismo del que habla?

Por mi trabajo, la gente me recibe muy bien en todos los estratos, y eso me parece de un aprendizaje maravilloso. Pero, las culturas ancestrales fueron muy silenciadas, muy invisibilizadas. Lo que quiero con mi trabajo es desfolclorizar a los indígenas. Así como en el planeta a los latinoamericanos nos colonizan o nos estereotipan o nos estigmatizan, de esa misma manera nos pasa a los indígenas. Gracias por hacerme esa pregunta, porque es muy bello que nosotros seamos conscientes de eso, de que sí somos un país racista y que hay que decir las cosas con las palabras que son, porque a veces no nos decimos las cosas como son, y sí lo he sentido, el racismo lo tenemos hasta los tuétanos. Somos racistas de parte y parte, de lado y lado, pero no lo veo como racismo negativo, sino como racismo positivo, racismo paternalista que se vive en la cotidianidad, en todos los ámbitos. Mi trabajo, de cierta manera, ha ayudado muchísimo a romper esos estereotipos. Una de las cosas que quiero es descolonizar a los indígenas.

Precisamente su obra se consolidó después de la Constitución del 91, que establece el respeto supremo a los derechos de las comunidades indígenas. ¿Qué avances ve en este tema?

Hay ventajas y desventajas que se mezclan. Da mucha tristeza ver que en algunas comunidades hay conflictos internos. Antes no había tantos recursos, entonces no había tanta pelea, pero en algunas comunidades indígenas están en esa pugna por el poder y por el dinero, por los presupuestos, incluida mi comunidad. Da mucho pesar, porque una de las cosas maravillosas antes de esa Constitución era que así no fuéramos reconocidos culturalmente, ideológicamente, ni políticamente, estábamos más cerca de las raíces de nuestras sabidurías ancestrales. De eso debemos caer en cuenta ahora, incluidos los demás colombianos. A veces nos vamos olvidando, incluso los indígenas, de nuestra espiritualidad, de la que ahora estoy muy consciente y la estoy retomando con fuerza en mi cotidianidad para tener una relación estrecha con la naturaleza.

¿Todavía tiene ese banco de madera de su abuela como símbolo de inspiración espiritual que trasciende hacia lo artístico?

Sí. Lo tengo ahí. Me lo regaló mi abuela, y no es como un fetiche más, sino un objeto que representa a mi árbol genealógico que me está hablando, que me hace consciente para escuchar, sentir y ver lo que está pasando y manifestarlo en colores.

Se puede definir como “Sentir la vida”, título de una reciente obra suya, inspirada en las memorias de la violencia en Colombia que nos dejó la Comisión de la Verdad y que esta semana fue develada en el Archivo General de la Nación.

Sí, justo esta semana se develó ese cuadro con el ministro de las Culturas y el director del Archivo General. Fue hermoso, porque es la idea de sentir la vida a través de un grito de las víctimas. Es un tributo a las víctimas me hablaron y a la vida que representan. A veces damos por hecho todo, a veces no somos conscientes ni de la respiración. La idea es que seamos conscientes de esos instantes que nos perdemos por estar preocupados en andar persiguiendo cosas a veces ridículas, que veamos que lo más importante que tenemos todos es la vida.

¿Qué le sugiere a alguien que no se ha acercado a su obra para que la valore?

Que en el Palacio de Nariño y en el Archivo General creo que le tienen abiertas las puertas. También pueden saber de mi trabajo en el Banco de la República y en el Museo de Arte Moderno.

Las sensaciones que producen los colores de su obra me identificaron con una experiencia de yagé que viví en una comunidad indígena amazónica. ¿Algunas de sus pinturas abstraen esas imágenes?

No necesariamente. Cuando se habla de ese tema a veces es un cliché. Respeto muchísimo la ayahuasca y el yagé, pero invito a la sociedad en general a que siempre las conozcan con expertos. Mis pinturas nacen más de la disciplina y el trabajo, porque ser artista es una carrera muy dura, con muchas frustraciones y estigmatizaciones. A mí, particularmente, me encanta y la he vivido como herramienta de transformación personal y como herramienta de transformación social también. La obra que queda expuesta en el Archivo General es una muestra de que sí se pueden hacer aportes a partir de adquirir conocimiento para llamar la atención de una sociedad, así no sea el propósito directo. Los artistas somos como duendes, personas muy perceptivas que tienen que estar atentas a muchas cosas que pescan en el aire y las llevan a ejecutarlas como obras de arte. A estas alturas me siento muy consciente de mi fuente creativa y de las transformaciones a que a uno como ser humano lo lleva el arte.

Una fuente de su obra ha sido la selva. ¿Qué siente cuando ve arder o secarse la Amazonia, como está sucediendo?

Pues lo más doloroso de la humanidad es la tiranía. Y todos, de alguna manera, en algún momento, a veces somos tiranos y somos muy tiranos con la vida, con nosotros mismos y con nuestra madre, que es la naturaleza, que es el planeta. Esa tiranía es triste, debemos ser conscientes, tomar un poquito de aire y decir bueno, vamos a dejar de ser menos tiranos, porque nos estamos extinguiendo. Pero el primero que tiene que empezar a cambiar, si quiere cambiar el mundo, soy yo mismo.

Nelson Fredy  Padilla

Por Nelson Fredy Padilla

Periodista desde 1989, magíster en escrituras creativas, autor de cinco libros, catedrático de periodismo y literatura desde 1995, y profesor de la maestría de escrituras creativas de la Universidad Nacional, del Instituto de Prensa de la SIP y de la Escuela Global de Dejusticia.@NelsonFredyPadinpadilla@elespectador.com

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