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Carlos José Reyes, quien falleció el pasado domingo en Bogotá, recordaba, con nostalgia, que su pasión por Cervantes le venía desde niño, cuando aún era estudiante del Colegio Cervantes en la capital, cuyas paredes estaban cubiertas por pintorescas escenas del Quijote, novela que además le tocó leer, por primera vez, a los ocho o nueve años, recién estrenado su uso de razón.
“Fue una lectura muy difícil”, declaró al abrir su conferencia, en la Academia Colombiana de la Lengua (de la que era miembro numerario), sobre el teatro cervantino, dictada en 2017, poco después de haber publicado su libro El Quijote en América, ganador de un reconocido premio literario en España.
Y en su juventud -añoraba de nuevo-, como estudiante de la Universidad Nacional, montó allí un entremés del célebre autor de Don Quijote de la Mancha, que en cuyos 400 años de su primera edición y estando él como Director de la Biblioteca Nacional, contrató a dos actores que se pasearon por el centro capitalino, disfrazados del ingenioso hidalgo y su fiel escudero, para promover la lectura, en voz en alta, que entonces se hizo del texto completo durante día y medio, sin interrupciones siquiera en horas de la noche.
A propósito, de aquella ocasión mencionó una escena que nunca olvidaría: sentada en la calle para pedir limosna, una mujer despertó emocionada a su niña, que dormía junto a ella, para que viera pasar a don Quijote y Sancho Panza, ¡como si estuvieran vivos!
“En realidad, se trata de una pareja inolvidable en el imaginario colectivo”, explicaba, no sin observar que todos, sin excepción, hablamos con familiaridad de la obra, así algunos no hayan leído una de sus numerosas páginas.
Lope, el enemigo
Para Reyes, Cervantes no fue ajeno, ni podía serlo, a influencias positivas y negativas. En el primer caso, destacaba a Lope de Rueda, quien, además de haberlo animado a escribir mientras le daba su apoyo, dejó huella en los entremeses, sobre todo por la brevedad y el diálogo entre los personajes.
En el segundo, sobre las influencias negativas, muchos sabemos de quién se trataba, encabezando la lista: Lope de Vega, “monstruo de la naturaleza” en palabras de El manco de Lepanto, quien nunca fue manco (como tampoco el poeta Luis Carlos López, llamado El tuerto- lo era), pues no perdió su mano izquierda en la histórica batalla, sino apenas su movilidad.
Lope, por lo visto, se encargó de frenarlo a toda costa, queriéndolo acabar y, en gran parte, lo consiguió, entre otras cosas -según el conferencista, a quien seguíamos paso a paso- por su fecundidad literaria, de la cual quedan como constancia sus 1.800 comedias y 400 autos sacramentales, cuyos versos dictaba en ocasiones, de forma improvisada, durante sus ensayos en el teatro.
Y es que, a los continuos y feroces ataques de Lope, Cervantes tuvo que sumarle su competencia sin igual, apabullante, incluso por la preferencia del público y de quienes contrataban las obras que iban a las tablas, más aún cuando “El monstruo” hacía gala de las técnicas teatrales indispensables para garantizar su éxito, como si fuera un pionero del marketing moderno.
(Por cierto, Lope de Vega y Cervantes eran vecinos, junto a Quevedo, en el mismo barrio de Madrid -El llamado Barrio de las Letras-, donde vivían y solían toparse en calles o tabernas, pero -observaba Reyes-, mientras la casa de aquel se volvió museo en su honor, la de éste permaneció, hasta hace poco tiempo, en alquiler).
Para rematar, Cervantes dejó también constancia de su rechazo a Lope, quien fue incluido en la inolvidable quema de libros que protagonizan el cura y el barbero en el Quijote, aunque igualmente tuvo palabras de elogio a su obra teatral, consciente de que poco o nada podía hacer frente a él en tal sentido.
Mejor dicho, se resignó a su derrota, sólo que en su nombre, el tiempo se encargaría de cobrar venganza.
Tragedias y comedias
Como es sabido, el teatro cervantino está representado por tragedias, comedias y entremeses.
Entre las tragedias, sólo se registran dos: La batalla naval (el manuscrito desapareció), cuya historia evoca la famosa batalla de Lepanto donde Cervantes participó, tras la cual fue hecho prisionero en Argel para ser finalmente liberado gracias a la gestión de unos frailes, y La destrucción -o El cerco- de Numancia, también escrita después de su cautiverio, sobre la toma de esta ciudad por los romanos, hecho ante el cual los pobladores prefirieron sacrificarse, echando fuego a todas sus propiedades, antes que entregarse y someterse.
“Nada ganamos; sólo quedan cadáveres”, se lamentaban los vencedores, quienes fueron derrotados por la dignidad de los numantinos. “La conclusión de Cervantes no es otra que la inutilidad de la guerra”, precisaba Reyes.
Con respecto a las comedias, son ocho en total, igual que los entremeses, cuyos textos fueron compendiados en edición antológica de la Real Academia Española: uno de estos ejemplares reposa en la biblioteca de nuestra Academia de la Lengua. Hoy, varias de estas obras son de fácil por internet.
Las tragedias son, en su orden: La casa de los celos, “que es una parodia de Lope”; El laberinto de amor, cuyo simple título enuncia su trama; La entretenida, una sátira de la comedia de enredos, género muy en boga durante esa época (recordemos La comedia de las equivocaciones de Shakespeare), y El rufián dichoso, que se acerca más a los entremeses y cuya influencia se revela en una obra de Tirso de Molina.
A dicha lista se agregan El gallardo español, de corte caballeresco; La gran sultana, una princesa cristiana que termina convertida al islamismo; Los baños de Argel, una historia de amor, y Pedro de Urdemalas, quien, al parecer, es el origen remoto de nuestro querido Pedro Rimales paisa, fruto de la lejana colonización española en las indias occidentales.
Entremeses, lo mejor
Sí, para Reyes lo mejor del teatro cervantino eran sus entremeses, piezas cortas, sencillas, entretenidas y humorísticas, que en su época fueron representadas y lo siguen siendo hoy, en el siglo XXI, como si el paso del tiempo no las tocara. Siempre han hecho las delicias del público, claro está. “Son como las Novelas ejemplares”, anotaba al subrayar su popularidad
Ahí están, en efecto, La elección de los alcaldes de Daganzo, con líos a granel entre varios alcaldes populares, cuyos nombres satíricos les caen como anillo al dedo; El retablo de las maravillas, una de las mejores obras de teatro en la historia de España, en su opinión; La guarda cuidadosa, que él montó, con la dirección de Fausto Cabrera, por allá en 1963 en la Universidad Nacional, y Los habladores, cuyos dos personajes parlanchines, que nunca paran de hablar, son al fin enfrentados para curar su mal.
Por último, La cueva de Salamanca, donde aparecen los aquelarres de brujas con el demonio; El vizcaíno fingido, donde una humilde prostituta y sus compañeras son víctimas de las burlas de señores que las tratan como nobles damas, cuya moraleja es obvia: al final, el burlador sale burlado; El viejo celoso, donde la tragedia de Otelo se convierte en comedia, y El juez de los divorcios, tema que ahora está más vigente que nunca.
Según Reyes, los entremeses son un caso excepcional en el teatro español, donde se imponen las grandes comedias de larga duración, aunque Cervantes fue precursor en la estructura simple de tres actos que se acostumbró hasta la época contemporánea, cuando esa vasta tradición saltó en pedazos, igual que en música, literatura y arte.
Sin duda, esta última expresión sonó allí, en la Academia Colombiana de la Lengua, como un fuerte ataque a los tiempos que corren y a los cambios continuos que han arrasado incluso con los autores clásicos, cuyas obras maestras -dijo, con preocupación- ya pocos leen.
Una preocupación que era fruto, sin duda, de su pasión por Cervantes, por el teatro cervantino y, en general, por la magna obra literaria de El manco de Lepanto, con Don Quijote a la cabeza.