Carlos Linneo: el arte de ordenar y nombrar la naturaleza
Más que hacer un barrido de algunas ideas de filósofos de la Ilustración, en este texto se llamará la atención sobre un conjunto de prácticas que no tienen que ver con el poder militar, pero que hicieron posible para los europeos proclamar un dominio global: nombrar y ordenar el mundo natural.
Es común referirse al Siglo XVIII como el “Siglo de las luces” o la “Edad de la razón”, un periodo de la historia occidental al cual los historiadores nos referimos como la Ilustración. No es posible dar definiciones simples de una época tan compleja, pero podemos afirmar que fue un momento en el cual Europa occidental proclamó la universalidad de su ciencia y de sus ideales políticos; numerosas expresiones de confianza en la razón humana hicieron posible imaginar un mundo cosmopolita que compartiría valores universales. Ningún otro periodo de la historia nos resulta tan cercano y familiar. Nos guste o no admitirlo, en más de un aspecto somos ilustrados.
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Es común referirse al Siglo XVIII como el “Siglo de las luces” o la “Edad de la razón”, un periodo de la historia occidental al cual los historiadores nos referimos como la Ilustración. No es posible dar definiciones simples de una época tan compleja, pero podemos afirmar que fue un momento en el cual Europa occidental proclamó la universalidad de su ciencia y de sus ideales políticos; numerosas expresiones de confianza en la razón humana hicieron posible imaginar un mundo cosmopolita que compartiría valores universales. Ningún otro periodo de la historia nos resulta tan cercano y familiar. Nos guste o no admitirlo, en más de un aspecto somos ilustrados.
La imagen que acompaña este texto no es un documento de particular importancia para quienes se han ocupado de la historia de la filosofía y mucho menos de la historia política. Se trata de la lámina central de la obra Sistema Natural, de Carlos Linneo (1707-1778), en la cual se presentaron las distintas clases de plantas de acuerdo con el número de estambres. Como apreciamos en la lámina, Linneo dividió todas las plantas con flor (angiospermas) en veintitrés clases de acuerdo con sus órganos masculinos (estambres), mientras que la categoría de orden la definió el número de órganos femeninos (pistilos). Estas parecieron convenciones numéricas artificiales, pero las siguientes agrupaciones en el sistema de Linneo (género y especie) fueron consideradas como entidades naturales y, por lo mismo, centrales en su gran cometido de catalogar las unidades de la creación.
Gradualmente, los naturalistas europeos adoptaron el sistema del sueco, quien se convirtió en el centro de una robusta red con centenares de seguidores y corresponsales alrededor del mundo. Entre ellos podemos mencionar a exploradores de la flora americana como Nicolás José Jacquin, en el Caribe; Hipólito Ruiz y José Pavón, en Perú y Chile; Martín de Sessé, en la Nueva España, y José Celestino Mutis, en la Nueva Granada.
A mediados del siglo XVIII, el “sistema sexual” de Linneo constituyó el lenguaje con el cual botánicos, en muy diversos lugares de la tierra, identificaron y nombraron las plantas. El botánico linneano estaba convencido de que cualquier planta sobre la Tierra era parte de un orden preestablecido y, en la medida en que las distintas plantas adquirieron nombres y se incorporaron en dicho sistema, lo desconocido y extraño se transformó en algo familiar. El acto de nombrar una planta fue una manera de proclamar el descubrimiento de nuevos géneros y especies. La que ya era conocida y utilizada por un grupo de personas que no sabían de las reglas del sistema linneano de clasificación, podría ser renombrada y, de cierta manera, “descubierta” para la ciencia europea.
Como ocurrió con la toponimia en cartografía, el acto de nombrar los objetos naturales resultó esencial para el gran propósito europeo de ordenar la Tierra. No cualquier persona tuvo la autoridad para nombrar una nueva planta. En su Crítica botánica, Linneo explicó: “Quien establece un nuevo género le debe dar un nombre […] nadie que no sea un botánico le debe dar un nombre a una planta y no es permisible que alguien denomine un nuevo género a menos que entienda los géneros existentes”. El idioma utilizado fue el latín, el cual presentó ventajas importantes en un proyecto de carácter global. El latín fue un potente símbolo de cultura relacionado con prácticas de poder, como la diplomacia, las leyes, la religión y la historia natural. Gracias al latín, los botánicos pudieron comunicar sus descubrimientos a todos aquellos familiarizados con las reglas de la historia natural de su tiempo. El nombre de la especie fue una combinación binaria del nombre genérico seguido de otra palabra, generalmente un adjetivo que recordara alguna propiedad específica de la planta: Cinchona cordifolia (quina), Tulipa purissima (tulipán), Triticum aestivum (trigo).
En un gran porcentaje, los nombres de las especies tuvieron una función descriptiva, pero muchas veces hicieron referencia a personas a las que fue conveniente honrar (reyes, nobles, mecenas y botánicos). Mutisia o Bonapartea, por ejemplo, fueron nombres de géneros botánicos en honor a José Celestino Mutis y Napoleón Bonaparte. Esta práctica de conmemorar individuos fue estimulada por Linneo y acogida por un número importante de naturalistas alrededor del mundo, haciendo evidente el carácter político de la historia natural. Además de la estandarización de características morfológicas, Linneo invitó a los naturalistas a anotar como parte de sus descripciones las virtudes y usos de las distintas especies. El naturalista sueco tuvo una idea del oficio que implicó mucho más que la inocente tarea de nombrar plantas: a lo largo de su vida insistió en la indisoluble relación entre la historia natural, la economía, el comercio y la industria. “Un economista sin conocimiento de la naturaleza es como un físico que no sabe matemáticas”, afirmó. En un texto leído frente a la familia real sueca en la Universidad de Upsala en 1759, señaló: “Nuestro pobre conocimiento de la ciencia nos obliga a comprarles a extranjeros hierbas medicinales, té, quina, que anualmente nos cuesta una grandiosa cantidad de dinero […]. Sin ciencia nuestras sardinas serían pescadas por extranjeros, nuestras minas explotadas por extranjeros y nuestras bibliotecas invadidas por los trabajos de extranjeros”. Y como si le hablara a la princesa Sofía Albertina de seis años, continuó: “Sin ciencia los demonios del bosque se esconderían detrás de cada arbusto y los fantasmas nos aterrorizarían en cada esquina oscura; duendes, monstruos, espíritus de los ríos, y los demás miembros de la banda de Lucifer vivirían entre nosotros como gatos pardos y la superstición, brujería, magia negra, rondaría entre nosotros como mosquitos”.
Para el naturalista sueco, la Tierra era un gabinete de historia natural que contenía las obras maestras del Creador. Si bien fue pionero en poner a los seres humanos en la misma categoría de otros primates por sus similitudes morfológicas, los humanos fueron “el milagro de la naturaleza y los reyes de los animales para quienes la naturaleza ha creado todas las cosas”.
El sistema linneano no solo resultó útil para ordenar el mundo vegetal: su trabajo inspiró proyectos similares en otros campos. Se buscaron sistemas de clasificación para los minerales, las enfermedades, las estrellas, las nubes y, desde luego, la química moderna, que en sus fundamentos fue un complejo sistema de clasificación de los elementos que compusieron el mundo natural. En el siglo XVIII fue también el tiempo de las grandes enciclopedias, de los grandes museos y jardines en los cuales se acumularon, describieron y clasificaron minerales, plantas y animales del mundo entero. El siglo XVIII fue el tiempo de la clasificación.
Destacado: En el siglo XVIII fue el tiempo de las grandes enciclopedias, de los grandes museos y jardines en los cuales se acumularon, describieron y clasificaron minerales, plantas y animales del mundo entero.
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Lecturas: Sobre Linneo recomendaría el trabajo de Lisbet Koerner, Linnaeus: Nature and Nation, 1999.