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En 1919, en un intento de disertación sobre el miedo que le tenía, le escribió una carta. Pero nunca llegó a las manos del destinatario. No fue por ineficiencia del correo, tampoco por obstáculos o perturbaciones que superar, como padeció aquel mensajero que no pudo cumplir la última voluntad del emperador. La explicación es más simple: en realidad, no estaba dirigida a su padre.
Solo y tuberculoso, en un cuarto ahogado y desnudo de una pensión en Zelizy, la escribió en 16 días. Con un parco estilo de abogado, como él mismo lo estimó, redactó un resumen de las relaciones con su padre desde la niñez hasta entonces; expresándole, además, las consecuencias de una educación humillante. El relato abunda en reclamos hacia un padre que, aunque nunca le pegó, sí influenció con un dominante sentimiento de nulidad. Hermann Kafka adiestró a un niño obediente, pero le abrió una herida interior que ni siquiera la literatura pudo cerrar. Allí, entre líneas, el quebrantado Franz confiesa que todos sus pensamientos estaban marcados por la sentencia desfavorable de su padre.
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Varios críticos, devotos del sentido común, han observado la carta (y toda su obra) postulando conjeturas freudianas. Lo tumban en el diván y despachan la cosa con un diagnóstico escueto: Kafka es un “Edipo demasiado grande”. Otros, más cándidos, han creído descifrar los designios del judaísmo en su genio creativo. Sin embargo, en Carta al padre no hay implicaciones religiosas ni rudimentos del psicoanálisis.
Kafka no solo tuvo una relación difícil con su padre, también con la figura de padre. Tanto así, que una de las razones que lo espantaban del compromiso matrimonial era replicar la imagen atroz de un tirano doméstico. No obstante, más allá de lo que escribió, no se conoce ninguna referencia sobre el carácter hostil de Hermann Kafka. Por ejemplo, en la carta le recrimina a su padre porque, de chico, le exigía cortar el pan en rodajas sin desviarse; de manera semejante, le enrostra su enorme corpulencia, y le dice que siempre pensó que, ante el menor enfado, este lo aplastaría. Asimismo, le reprochó sus amonestaciones en la mesa: “come primero y habla después”. Sus argumentos resultan inverosímiles y carentes de fundamento a la hora de considerar las dimensiones del padre como absolutas:
A veces me imagino el mapa del mundo extendido y a ti estirado a lo ancho sobre él. Y tengo la sensación de que, para mí, solo son habitables las regiones que tú no cubres o que no están al alcance de tu mano (Kafka, 2012, p. 99).
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¿Cuánto hay de hiperbólico o metafórico en estas acusaciones?
Pero hubo otras angustias en Kafka: nunca sintió apego a su familia, entre otras cosas, porque la misma posición de hijo lo perturbaba. Quiso casarse, pero fracasó; además de la razón que ya señalé, temía al matrimonio por considerarlo un peligro para su escritura. ¿Y qué decir de su incapacidad para apropiarse de una identidad? Kafka sintió una ambigüedad de patria, lengua y costumbres que no pudo resolver. Sus pies nunca pisaron un suelo propio. Fue testigo del ocaso del imperio austrohúngaro y caminó entre sus ruinas. En una ciudad de austriacos, germanohablantes, checos y judíos, ¿dónde hubiese podido acomodarse? Le quedaba el incierto destino de la sinagoga, pero su padre le negó esa posibilidad, pues sostenía que la meta de todo hombre era la consideración social, por lo que solo buscaba congraciarse con los poderes fácticos del arribismo judío de Praga. Y, por supuesto, la enfermedad que lo sepultó. En 1917 escupió sangre, luego vendrían la desesperante descomposición y la agónica travesía por los sanatorios,
Ese desasosiego de no pertenecer, su condición de jurista alienado y asumir la escritura como refugio, pero también como condena, configuraron los símbolos que gravitan constantemente en sus páginas: laberintos, jerarquías, inseguridad, desconfianza, quiméricas esperanzas y recompensas inaccesibles.
Basta recordar a Kafka transmutado en sus propios personajes: siempre dependientes, soslayados por la voluntad de alguien y padeciendo un castigo sin cometer el pecado. En ellos, sus personajes, la culpa es indudable, la liberación imposible y las salidas siempre atrancadas.
Al final de la carta, Kafka le da voz a su padre para expiarlo de todas sus faltas. Desde luego, toda la culpa fue del hijo. La carta pretende declarar algo que ya sabíamos: la culpa recae sobre uno mismo sin que haya posibilidad de repartir responsabilidades. La culpa es una impronta divina, eludirla o postergarla (o sea, tener esperanzas) es inútil. Kafka no redactó la carta para ser leída, pues para él escribir era una pequeña tentativa de manumisión, un intento de huida con éxito risible.
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Carta al padre es una confesión secreta. Siempre ansioso de refugiarse en algún lugar decidió hacerlo en sí mismo. De la soledad vino y a la soledad fue. La soledad fue su partida y su meta. Para escribir solo necesitaba una gruta y la débil llama de una lámpara. Necesitaba apartarse, no como un ermitaño, sino como un muerto, según le escribió a Felice. Kafka semejaba el sueño a la muerte y el escritorio a la tumba. Moría cada noche para escribir. Necesitaba escribir para escabullirse de su padre. Más otra fue su suerte: los gusanos devoraron su cadáver y él, ingenuo, creyó que el golpe decisivo lo habían dado ellos.
Así como Jesús necesitó la traición de Judas para levantar su templo, Kafka fabricó la tiranía de su padre para justificar su literatura. Kafka es un dios inmolado, es el erizo que decide morirse de hambre para mantenerse hermoso. Qué importa, le debemos el misterio.