Carta para un amado titiritero que elevó su cansada mano para decir: ¡adiós!
Una carta a su hermano fallecido César Álvarez, el titiritero que el grupo La Libélula Dorada, emblema del género en Colombia.
Iván Darío Álvarez
Se vive con la esperanza de llegar a ser un recuerdo.
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Se vive con la esperanza de llegar a ser un recuerdo.
Antonio Porchia.
Querido César:
No te veré más hermanito, tan solo en el difuso espejo de la memoria, en viejas fotos, en videos, en recuerdos escritos o hablados de otros, en tantos amigos que te admiraron o se deleitaron con tus ocurrencias provocadoras y socarronas.
Debo decirte, desde este pozo de melancolía en que por ahora me encuentro, que lo que más te agradezco, es que siempre estuviste a la altura de nuestros sueños. Empujando, remando, haciendo palpable la carne de la utopía, convirtiéndola en presencia indisoluble con rostro de niño satisfecho tras vislumbrar cada día su porción de fantasía.
Ante tu fuga inevitable de este mundo, me quedo con tu sonrisa ilusionada, con la voz inmortal de tus personajes, con ese motorcito de viento que generaba tu aleteo constante, con ese no quedarse quieto que no es común, porque inquietos vinimos a esta madre tierra, decididos a convertirla en aire, en oxígeno propicio para el vuelo de la Libélula, para que respirara a pleno pulmón con sus alocadas ganas de volar y crear.
Ahora, cuando te nombre con nostalgia, regaré desde mi pecho con una tormenta de dulces lágrimas las rosas negras que juntos sembramos en el jardín de la isla Acracia, y lo haré, en lo que me resta de vida para perpetuar no solo tu recuerdo, sino, nuestra quimera, nuestra plena razón para existir.
Hermanito, contigo hubo momentos de plenitud en los terrenos fértiles de la creación donde sin duda dejamos huellas. En esos libres territorios de la imaginación, mutuamente nos hacíamos saber que no estábamos solos. Y de repente, tengo la absoluta certeza que, sí lo estoy, porque en el ancho mar de la vida, me he quedado como un náufrago flotando con su triste tablón.
Extrañado avizoro que nunca más podré volver a dudar de ti, tan solo de mí. No tendré con quién pelear, con quién debatir con furiosa pasión, las minucias, los nudos ciegos, los entresijos, los sangrados ideales del arte, la fragilidad temblorosa de su belleza.
César, como un fantasma risueño, deambula por mi alma, habita mis sueños, circula con su sangre por mis venas. Me quedan como herencia y consuelo sus muñecos en un pasajero instante donde mis musas aletargadas parecen enfermas.
Los títeres, eternas criaturas fantásticas por excelencia, nos enseñaron a creer a fe ciega en los sueños. Perseguir con obsesión su perfume onírico, nos convirtió en utópicos aventureros cuyo destino es encontrar los tesoros escondidos de la poesía. Su búsqueda fue una manera maravillosa de aliviar el tiempo y soportar como Atlas el asfixiante peso del mundo.
En un país, con más vocación para la guerra que para la paz o el arte, nuestra mayor proeza fue convertir a la Libélula Dorada en un insecto celebre, en cuyas alas trasparentes brillaba siempre la libertad y la imaginación.
El día de tu velorio, en el escenario de La Libélula, gracias al torrente alucinado de gente, que de pronto se transformó en animado jolgorio, no pude dejar de sentir la mirada muda y perdida de tus personajes. Ellos estaban petrificados sin poder acoger el calor de tus lúdicas manos o el aliento divertido que tú les infundías con tu ronca y aguardientosa voz.
Nada hay más trágico que la orfandad y el luto de un títere. La tristeza de un muñeco es invisible, sus lágrimas son imperceptibles. Sus rostros congelados parecían una legión de fantasmas de hielo. Ellos, al imaginar tus manos inmóviles y encajonadas, ya no tenían las ganas ni la ilusión de estar vivos. Su quietud perturbadora era su manera callada de llorar por ti, de gritar en silencio.
Tras tu ausencia, se abre una puerta incierta, sé que sin desearlo me delegaste las llaves del porvenir de un inquilinato de títeres que nacieron como conejos en nuestra sala de partos. Debo continuar otro capítulo de nuestro delirio dúo. Justo en el momento en el que, por una extraña paradoja del destino, debíamos hacer una obra sobre la muerte. La vida es una ironía, una ácida ficción. Menos mal es efímera, la realidad, la vida, el tiempo. Todo es provisional.
Debo confesar que tu deceso me deja tuerto, manco, cojo, de ahora en adelante, solo espero salir pronto de la espesa tiniebla para que el tamaño de mi tristeza y mi soledad, sean proporcionales a mi talento, a las ganas que todavía me restan para seguir creando.
Sé que el dolor de la perdida durante una larga temporada en el infierno, continuará troquelando mi corazón, entre tanto, no tengo mejor remedio que tomar jarabe de tiempo. Tras el humus de los recuerdos que envejecen, retornará tu espectro. Unas veces como mi amado hermano, siendo niño, joven o viejo. Y en otros, volverás juguetón con los rostros de tus personajes para mi inolvidables.
Matías el titiritero no sobrevivirá por tu traje, tus zapatos o colorido sombrero, ni tampoco el ladrón Dedos ligeros, ni el pirata Malatesta, ni el travieso Tato, ni el detective Perry el sabueso, ni el bufón Feliciano, ni el anfibio Groucho, tan dichosamente encarnados por tu sorprendente versatilidad a la hora de impostar la voz o animar con tanta malicia y gracia a tus venerados muñecos, sino porque eran fruto inigualable de tu entraña creadora. Tan certera, tan divertida.
En ese sentido, para mi memoria cómplice, tu estilo es inimitable. Chaplin es Chaplin y César, es el gran César. El primer titiritero al que no solo admire, sino con quien trabaje sin descanso, hasta que la autoritaria muerte me lo arrebató.
Los títeres nos hermanaron mucho más y nos regalaron el bendito don de ser queridos por miles de niños y niñas del país y de otros lugares del ancho mundo. No se le puede pedir más a la maestra vida. Fuiste un gran regalo de la existencia.
Por eso tenía que escribirte esta larga misiva para poder encontrarle un sentido y un norte a mi tristeza. Pensé muchas veces que no debía compartirla, pero recordé que Rimbaud decía que, “yo soy otros”. Y tú hermanito, eres ese otro que me habita de forma inexorable. Hasta decir también con Artaud: “yo soy mi padre, mi madre, (mi hermano), mi hijo y yo”.
A la larga, este confesional y catártico escrito, es un aullido de amor y dolor, dos piernas que caminan juntas. Además, te envidio, porque como mi espiritual hermano siamés, tú ya te desprendiste de mí para emprender el largo viaje sin retorno. Espero alcanzarte algún día, no sé cómo, cuando, ni dónde. La burlona parca me estará rondando.
Sin embargo, debo pedirle a esa señora autoritaria que todavía me dé tiempo y permiso de construir un nuevo teatro, otra renovada sede que sea capaz de albergar a casi más de mil títeres, para con ellos hacer un museo vivo de nuestros personajes y sus obras. Y de ñapa, una fabulosa escuela de titiriteros que brinden en tu nombre, para que ejerzan colectivamente el músculo sublime de la imaginación en un insomne y delirante muñecomio anárquico y contracultural. Esa era nuestra más querida meta. Solo lamento que no la vieras con tus ojos y te la gozaras conmigo, porque ahora quedaste superencomendado a santa perecita de Jesús, quien por fin te concedió el descanso eterno. Eso es lo bueno de la parca que nos da derecho a la pereza y a perpetuidad.
En todo caso, hermanito querido, si en un hipotético cielo puedes seguir haciendo tu trabajo de gestión, no dejes de tramitar con una presunta burocracia celestial la consecución de tan colosal milagro. Hazlo no solo por nuestros hijos o por mí, sino por todas las niñas, niños, jóvenes y adultos de nuestra ciudad. De ellos será el futuro biombo de nuestros sueños.
Mientras mi tarea continua tras ese gran utópico empeño, haré mías las palabras del poeta René Char: “No tenemos más que un recurso frente a la muerte: hacer arte antes de que llegue”.