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Muchas veces se ha dicho que la naturaleza es la gran constructora del arte. “Casi nada es invención humana”, escribió el violinista Yehudi Menuhin en su libro La música del hombre. “Prácticamente todo son descubrimientos basados en la experiencia que el hombre obtiene en el mundo exterior y dentro de sí mismo”. Para el violinista, los elementos de forma y equilibrio que uno encuentra en la música se pueden rastrear a ese mundo exterior y son el resultado de nuestra observación. Quizá la primera idea de composición consistió simplemente en hacer una copia ingeniosa de unas estructuras naturales.
Saltemos en el tiempo. Imaginemos a un músico de hace unos trescientos años que observa cuidadosamente los cambios de clima y paisaje a lo largo del año. Este músico es capaz de notar cómo en marzo todos los sonidos parecen ser más agitados, hacia septiembre se ralentizan los trinos de los pájaros y el ritmo del viento, y luego en diciembre todo tiende hacia la quietud, acompañada de una baja considerable en la temperatura. Luego, a partir de toda esa minucia que ha detectado, escribe una serie de piezas a la que titula Las cuatro estaciones.
Ese músico al que nos referimos es, por supuesto, Antonio Vivaldi, y sus célebres Cuatro estaciones fueron nombradas la obra musical más importante del milenio pasado en un sondeo que hizo la emisora británica Classic FM. Los comentarios no se hicieron esperar en su momento: el mismo milenio que vio surgir vanguardias intelectuales, dodecafonismos y otros artificios, terminaba rendido ante una obra de factura sencilla que lo único que hacía era seguirle el pulso a la naturaleza.
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Más interesante aún es saber que esa estructura y ese título se han repetido varias veces en la historia de la música. Algo sempiterno como el paso de las estaciones no podía pertenecerle a un solo artista o a una sola época. Al parecer la primera obra musical de estas características se le debe a un compositor inglés del Renacimiento tardío, llamado Christopher Simpson. Pero también hay músicas de estaciones posteriores a Vivaldi. Con ese título existen un oratorio de Joseph Haydn y un ciclo de piezas para piano de Piotr Ilich Tchaikovsky. Y no hay que olvidar el ejercicio del argentino Astor Piazzolla que, en comunión con las fechas de las estaciones en el hemisferio sur, se suele interpretar comenzando por el otoño. Un mismo fenómeno natural es capaz de inspirar las más variadas expresiones.
El Cartagena Festival de Música anuncia su versión 2024 con un título muy sugestivo en ese sentido: Sinfonía de la naturaleza. Resulta fascinante pensar que, a lo largo de 24 conciertos en nueve días, podremos escuchar la manera como la naturaleza está representada en diferentes épocas y geografías.
Así como en tiempos de Vivaldi se preocupaban por la descripción musical, las generaciones posteriores desarrollaron una estética diferente, basada más bien en la evocación (o incluso en la idealización) de lo natural. En el Romanticismo, por ejemplo, el ejercicio de volver al campo simbolizaba recuperar una esencia perdida. El poeta Johann Wolfgang von Goethe sugería que esa esencia le pertenecía más a lo emotivo que a lo racional. Interesado por la música, decía: “Las melodías, los cantos y paisajes sin palabras se comparan con los pájaros o mariposas multicolores que revolotean ante nosotros: no necesitan significado”.
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A esa corriente pertenece la sexta sinfonía de Ludwig van Beethoven, conocida como la Sinfonía Pastoral. Es una sucesión de escenas campesinas, incluyendo unas danzas alegres, un aguacero y, a modo de conclusión, la calma que le sigue a la tempestad. Beethoven el solemne se vuelve de pronto un embajador de los riachuelos y las flores, casi un hippie, en una obra que sigue siendo entrañable. Es una tentación pensar que el título de Sinfonía de la naturaleza que ostenta este festival está basado directamente en esta composición: bien puede ser el eje central de la programación.
Otros músicos posteriores siguieron el impulso de componer basándose en la naturaleza, pero, al provenir de geografías distintas, afloran muchas particularidades. Edvard Grieg escribió la mayoría de sus piezas líricas para piano en una cabaña, en lo alto de una montaña, con vista a los fiordos del suroeste de Noruega. Una vez un amigo poeta me explicó que la diferencia de estas piezas con las de sus contemporáneos era que en la música de Grieg podía sentirse la niebla. Y luego remató diciendo: “Es como Chopin, pero con frío”.
Ese frío tendría que estar presente también en la obra de Jan Sibelius, quien nació en la misma latitud norte, en Finlandia. Lo cierto es que su mirada a la naturaleza tiene otras características, entre ellas la grandilocuencia. Sibelius es todo un paisajista y sus composiciones musicales son como cuadros de gran tamaño, panorámicas finlandesas que para muchos han sido el principal acercamiento a ese país lejano. Cuando Sibelius murió, en 1957, el musicólogo Otto de Greiff escribió un obituario muy acertado. Empezaba diciendo que quizás una parte de su encanto radicaba en pertenecer a “una tierra misteriosa y legendaria”, pero luego lo defendía como músico que supo aprovechar, precisamente, la naturaleza que lo rodeaba:
“Un compositor sincero y fuerte, de la raza de los oradores recios y honestos a quienes los árboles no impiden ver el bosque, que en este caso es el infinito pinar entre los lagos de Finlandia, cuyo encanto circula a través de más de una noble página orquestal emotiva y jugosa”.
Por último, no hay que olvidar que el Festival de Cartagena también ha venido ocupándose, desde hace algunos años, de los compositores colombianos. En esta versión, los dos últimos días estarán enteramente dedicados a la música hecha en nuestra tierra y, en especial, a dos personajes. El primero de ellos es Luis Carlos Figueroa y la razón para agradecer a la naturaleza es que haya llegado a cumplir cien años de vida.
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La segunda figura importante es Guillermo Uribe Holguín. El motivo para incluirlo tiene que ver, por supuesto, con su compromiso de hacer un retrato de paisajes y costumbres. La obra más famosa de Uribe Holguín sigue esos dictámenes y es conocida con el nombre de Sinfonía del terruño. No es exactamente la obra que se oirá, pero su espíritu estará presente en otras dos creaciones que son, definitivamente, un plato fuerte para los melómanos: se interpretarán dos quintetos para piano y cuerdas, partituras muy poco conocidas que llevan décadas enteras sin escucharse.
Prados, bosques, ríos, pájaros, viento y nubes: todos estos elementos constituyen el gran paisaje de nuestro planeta y se manifiestan de múltiples maneras; una de ellas es la acústica. Resulta fascinante pensar en los efectos de estos ecosistemas, pero más allá de lo ecológico. Pensar que generaron algunas de las partituras más coloridas de la historia, y que esas obras irán desfilando orgánicamente, como una sucesión de estaciones, el próximo enero en Cartagena.