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El rastro de Catalina de Erauso, la Monja Alférez, se conoce por un texto que escribió en 1624, titulado “Historia de la Monja Alférez Catalina de Erauso escrita por ella misma” y que el español Joaquín María de Ferrer recogió y publicó en París dos siglos después, hacia 1829. El carácter biográfico del mismo ha sido motivo de discusión y considerado como apócrifo entre varios estudios literarios: se trata de un memorial en el que la monja cuenta su vida y le solicita al rey Felipe IV una pensión vitalicia por sus servicios militares prestados a la corona.
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El texto de De Erauso es controversial desde que menciona la fecha de su nacimiento. Asegura haber nacido en 1585, aunque su partida de bautismo dice que fue en 1592.
De Erauso fue la menor de seis hermanos. Desde los cuatro años fue internada en un convento de dominicas en San Sebastián, en donde estuvo hasta los quince, cuando por la opresión de las monjas, tal como lo relata, se escapó sin haberse profesado: “tomé allí unas tijeras, hilo y una aguja; tomé unos reales de a ocho que allí estaban, y tomé las llaves del convento y me salí. Fui abriendo puertas y emparejándolas, y en la última dejé mi escapulario y me salí a la calle, que nunca había visto, sin saber por dónde echar ni adónde ir. Tiré no sé por dónde, y fui a dar en un castañar que está fuera y cerca de la espalda del convento. Allí acogime y estuve tres días trazando, acomodando y cortando de vestir. Híceme, de una basquiña de paño azul con que me hallaba, unos calzones, y de un faldellín verde de perpetuán que traía debajo, una ropilla y polainas; el hábito me lo dejé por allí, por no saber qué hacer con él. Corteme el pelo, que tiré y a la tercera noche, deseando alejarme, partí no sé por dónde, calando caminos y pasando lugares”.
La salida de De Erauso del convento fue el umbral hacia nuevos tránsitos. Todos sus recuerdos transcurrían hasta entonces entre las mismas paredes, con las mismas personas y la misma apariencia. Salir de allí fue irse de todo lo que había sido su vida: la ordenación, las vestimentas religiosas, las rutinas y la soledad, aun rodeándose de tantas mujeres.
A los tres días de su escape se fue hacia Vitoria, vestida de hombre: travestida. Un camino que, desde San Sebastián, tenía más de trescientos kilómetros “a pie, cansada y sin haber comido más que hierbas que topaba por el camino”.
En Vitoria trabajó junto a un pariente lejano que no la reconoció. Pasados tres meses, le robó algunos reales y siguió a Valladolid, en donde se hacía llamar Francisco de Loyola. Allá trabajó como paje del secretario de Juan de Idiáquez. Después de Valladolid estuvo en Bilbao, luego en Estella y Navarra. Y al completar dos años de errancia, regresó a San Sebastián; en una misa coincidió con su madre y tampoco la reconoció.
Después de ese primer regreso, se subió en una de las flotas que iban hacia América, un trayecto que le traería más tránsitos a su propia identidad. Llegó al Virreinato del Perú y su primer trabajo fue asistiendo a un comerciante; en Lima tuvo relaciones con mujeres y algunos problemas menores que la llevaron a los golpes más de una vez. Del Perú se fue a Chile: “Mi inclinación era andar y ver el mundo”. Y llegada a Concepción, se nombró Alonso Díaz Ramírez de Guzmán, se enfiló en las campañas contra los mapuche y se encontró a su hermano, el capitán Miguel de Erauso, secretario del gobernador Alonso de Ribera: “Quedé yo con mi hermano por su soldado, comiendo a su mesa casi tres años sin haber dado en ello”.
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Estuvo combatiendo durante esos tres años y la ascendieron a alférez. Pero su tiempo militar se agotó una tarde de naipes en la que peleó a espada y mató a uno de sus contrincantes. Huyó hacia la iglesia de San Francisco y permaneció seis meses escondida. La iglesia estuvo rodeada todo ese tiempo por soldados que esperaban para llevarle a juicio. Escondida en San Francisco se escapó una noche e hizo de padrino en un duelo de su amigo Juan de Silva: le enterró la espada al padrino contrincante, que resultó ser su hermano, Miguel de Erauso.
Relata que con sumo dolor vio el entierro de su hermano, en la misma iglesia en que se escondía, cubierta por el coro. Luego de otros meses, casi ocho, su amigo Juan Ponce de León le dio un caballo y armas y salió hacia Tucumán y la villa de Potosí. Y allí volvió a enrolarse como soldado durante dos años en campañas que iban hacia la zona de los Chunchos. Terminó estableciéndose en la ciudad de La Plata (hoy Sucre, Bolivia), de donde también tuvo que irse por trifulcas. Pasó a Perú y los naipes siguieron siendo motivo de espada y muerte. Fue buscada por toda esa zona del virreinato hasta que la detuvieron en Guamanga (hoy Ayacucho) y ante la menor posibilidad de salvar su vida, pidió reunirse con el obispo Agustín de Carvajal: “La verdad es ésta: que soy mujer (...); me embarqué, aporté, trajiné, maté, herí, maleé, correteé, hasta venir a parar en lo presente”, le dijo. El obispo mandó llamar dos matronas que constataron su virginidad -”virgen intacta, como el día en que nací”-, logrando que le hicieran pagar su pena en el convento de clarisas de Guamanga y en uno de Lima, también pasó por Santa Fe de Bogotá. Se supo que nunca había alcanzado la Orden en San Sebastián y fue expulsada. De milagro llegó a Cartagena y se embarcó de regreso a España, llamándose ahora Antonio de Erauso.
A diferencia de los relatos autobiográficos de las monjas de los siglos XVI y XVII, la escritura de De Erauso no transcurrió en espacios íntimos sino entre viajes y devenires de su identidad. La monja que fue hombre se sentó en el barco de regreso a escribir sus memorias. Otras versiones señalan que lo dictó. Su historia, que la escribió para solicitarle una pensión vitalicia a Felipe IV, la hizo famosa al punto de que fue a Italia a reunirse con el Papa Urbano VIII. Este le concedió el permiso de seguir vistiéndose y firmando como un hombre; dijo: “Dadme otra monja alférez, y le concederé lo mismo”.
Algunos críticos coinciden con que el travestismo de la “virgen-caballero” Juana de Arco es el antecedente más cercano al de De Erauso.
Se cree que regresó a América y murió en México. En Veracruz hay una estatua en su honor, “en recuerdo del homenaje ordenado en su funeral en Orizaba por el Virrey obispo de Puebla don Juan de Palafox y Mendoza”, y en el Parque de Miramar de San Sebastián hay otra estatua dedicada a la Monja Peregrina el Alférez Catalina de Erauso.
Desde el siglo XIX y la publicación de sus memorias en París, personajes como el escritor Menéndez Pelayo tildaron el texto de apócrifo. El manuscrito original permanece perdido.
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En 1625 o 1629, Juan Pérez de Montalván, discípulo de Lope de Vega, presentó en la corte la comedia “La monja Alférez”, basada en la vida de De Erauso. Y en una carta del pintor Pedro Núñez del Valle se lee otro rastro que da fe de la historia de la monja: “El 5 de junio vino por primera vez a mi casa el alférez Catalina de Erauso, vizcaína, venida de España y llegada a Roma el día antes. Es una doncella de unos treinta y cinco a cuarenta años. Su fama había llegado hasta mi en la India Oriental. (...) Alta y recia de talle, de apariencia más bien masculina, no tiene más pecho que una niña. Me dijo que había empleado no sé qué remedio para hacerlo desaparecer. Fue, creo, un emplasto que le suministró un italiano; el efecto fue doloroso, pero muy a su deseo. De cara no es muy fea, pero bastante ajada por los años. Su aspecto es más bien el de un eunuco que el de una mujer. Viste de hombre, a la española, lleva la espada bravamente como la vida”.