Catalina la Grande, la extranjera que se convirtió en emperatriz de Rusia (I)
Stettin, Pomerania, vio nacer a Sofía Federica Augusta, futura emperatriz de Rusia, conocida como Catalina la Grande. Hija de tierra prusiana, adoptó la identidad rusa como propia y se convirtió en una líder clave dentro del imperio. Catalina la Grande, la biografía escrita por Henri Troyat, narra la historia de cómo una extranjera, a partir de su rusificación, llegó a dirigir las riendas de una tierra ajena. En 1762, a sus 33 años, se convirtió en la máxima dirigente de Rusia.
María José Noriega Ramírez
“La doncella Chargorodskaia despierta a Catalina II, que dormía profundamente. Le informa que ha llegado Alexis Orlov, quien desea hablar urgentemente con Su Majestad. Catalina despierta en un instante (…). La actitud del visitante demuestra que está dispuesto a la acción”.
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“La doncella Chargorodskaia despierta a Catalina II, que dormía profundamente. Le informa que ha llegado Alexis Orlov, quien desea hablar urgentemente con Su Majestad. Catalina despierta en un instante (…). La actitud del visitante demuestra que está dispuesto a la acción”.
-Es hora de que os levantéis -dice-. Todo está dispuesto para proclamaros emperatriz.
Catalina, con sus aliados, sale al galope hacia San Petersburgo. Sin vacilaciones, y con la determinación de que es hora de actuar, se dirige hacia lo que parece ser el comienzo de su régimen como emperatriz de Rusia. Su sola presencia provoca éxtasis en quienes se convertirán en sus súbditos y a su paso escucha gritos que dicen: “¡Hurra! ¡Nuestra madrecita Catalina!”. Con la bendición del capellán del regimiento Ismailovski, así como con las ovaciones y los honores que le hacen los oficiales, el Conde Cirilo Razumovski, comandante del regimiento, se arrodilla ante ella, la proclama como soberana única y absoluta de todas las Rusias, y en nombre de sus soldados pronuncia el juramento de fidelidad.
Los ciudadanos y los soldados respaldan a Catalina II. El apoyo del regimiento Ismailovski se expande hacia Semionovski y hacia otros cuarteles, y los gritos “¡Catalina, nuestra madrecita Catalina!” son cada vez más fuertes y constantes. A la llegada al Palacio de Invierno la orden es sencilla: “abran de par en par las puertas del palacio, hoy todos pueden acercarse a la emperatriz”. Así, senadores, altos funcionarios, embajadores, burgueses y mercaderes se acercan a quien consideran su nueva dirigente. Mientras Catalina II recibe cumplidos por parte de ellos, en las calles se distribuye el manifiesto con el que queda claro que Pedro III deja de ser emperador de Rusia y el poder queda en manos de Catalina, su esposa. “Todos los hijos leales de nuestra patria rusa han visto claramente el gravísimo peligro que corrió el Estado de Rusia durante los recientes acontecimientos. En efecto, nuestra Iglesia griega ortodoxa ha soportado tales amenazas que se vio expuesta al peligro más extremo, el reemplazo de nuestra antigua ortodoxia por una fe heterodoxa. En segundo lugar, la gloria de Rusia, llevada a tales alturas por sus armas victoriosas y la sangre derramada, se ha visto pisoteada efectivamente por la conclusión de la paz con nuestro enemigo más mortal (Federico II de Prusia) y se entregó a la patria a un sometimiento completo, mientras se trastornaba totalmente el orden interior, del cual depende la unidad de toda nuestra patria. Por esas razones, me he visto obligada, con la ayuda de Dios y respondiendo a la voluntad manifiesta y sincera de nuestros fieles súbditos, a ocupar el trono, como soberana única y absoluta, ante lo cual los fieles súbditos me han prestado solemnemente juramento de obediencia”.
Pedro III y Catalina II tuvieron vínculos cercanos con Prusia, pero mientras el primero decidió aferrarse a su identidad prusiana, Catalina eliminó todo rastro de ella, asumiendo a Rusia como su país, como su patria. Su nombre original es Sofía Federica Augusta. Nació en el seno de una familia en la que su madre, ligada a la casa ducal de Holstein y sometida desde muy joven a un matrimonio que la delegó, a su parecer, a un “mezquino lugar en la sociedad”, se inclinaba hacia “las intrigas mundanas”, y su padre, como Mayor General en el ejército prusiano, dirigía su vida bajo los preceptos del orden, la economía y la religión. En sus primeros años leyó a Corneille, Racine, Molière y La Fontaine, aprendió a sentir amor por la lengua francesa y la instruyeron en la doctrina luterana. Desde muy joven supo que su destino era el matrimonio y que Pedro Ulrico Holstein, nieto de Pedro el Grande, iba a ser su esposo. “Aunque yo era muy niña, el título de reina era como música en mis oídos. La gente de mi entorno me acercaba a él y poco a poco yo me acostumbraba a la idea de que ese era mi destino”, escribió Catalina II, cuando aún era una niña y preservaba el nombre con el que fue bautizada al nacer. Tenía claro que el mundo de los que gobiernan, y no el de los que obedecen, era el suyo.
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Pedro Ulrico Holstein fue nombrado sucesor de Isabel I, hija de Pedro el Grande, quien se convirtió en emperatriz tras un golpe de Estado. Su intención era que las riendas del imperio quedaran en manos de un sucesor directo de su padre y así ocurrió. Con la idea de asegurar la dinastía, Isabel I emprendió la búsqueda de una esposa para su sobrino y heredero; miembro, además, de la familia materna de Sofía Federica Augusta. Las ansias de poder y el deseo por escalar a las altas esferas de la sociedad llevaron a la mamá de la futura emperatriz de Rusia a escribir una carta de felicitaciones y fidelidad a la zarina. Tiempo después, la niña posó en Berlín para el pintor francés Antoine Pesne, a quien se le encargó “utilizar su pincel con la mayor elegancia posible” para hacer un retrato completamente fiel a la realidad. A través de esta pieza, Sofía Federica Augusta se dio a conocer ante los ojos de la zarina y dio sus primeros pasos hacia su futuro trono.
Aunque su padre le suplicó no apartarse de la fe luterana, de ahí que le regalara el tratado de Heineccius, documento que denunciaba los errores de la religión ortodoxa griega, y le preguntara si no era posible, mediante un arreglo, casarse sin abandonar su religión, su hija decidió entregarse en cuerpo y alma a Rusia. Su deseo por rusificarse la llevó a aprender el idioma y a cambiar de credo. Ella misma le notificó su decisión a través de una carta: “Como no encuentro casi ninguna diferencia entre la religión griega y la religión luterana, he decidido (después de examinar las graciosas instrucciones de Vuestra Alteza) realizar este cambio, y le enviaré sin demora mi confesión de fe”. Así, mientras su pasado prusiano quedaba cada vez más enterrado, a tal nivel que pareciera otra persona la que estuviera escribiendo esas palabras, su identidad rusa se consolidaba paso a paso. Leyendo en ruso, sin despojarse del acento germánico mientras lo hacía, y recitando de memoria, con firmeza, el símbolo de la nueva fe, Sofía Federica Augusta pasó a profesar el credo ortodoxo. Ese mismo día sustituyó su nombre de nacimiento, el que tenía la huella de su padre, por el de Catalina Alexeievna, rindiendo homenaje a Catalina I, la emperatriz madre.
Catalina II tenía claro que su matrimonio era un asunto político, pues en su mente ya tenía la convicción de que “no iba a desposar a una cara sino a un país”, e Isabel I veía en ello la esperanza dinástica de Rusia. Pero la incompatibilidad de los recién casados superó la voluntad de la emperatriz y la unión nunca dio frutos. El inconformismo y la rabia se apoderaron de ella. Aislarlos social y políticamente, e imponerles unas “personas distinguidas” (maestros de comportamiento) fue el castigo que les impartió. En el caso de Catalina, su vida se redujo a la práctica de la religión ortodoxa, a no tener contacto con ningún hombre y a aprender formas de “mostrar más celo en el amor conyugal”. La idea era que la soledad impulsara el acercamiento de la pareja, era que a la fuerza sintieran la necesidad de consumar su unión, pero, en palabras de la futura emperatriz, “jamás hubo dos espíritus menos semejantes que los nuestros”.
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Catalina encontró en sus amantes y en la literatura un refugio. Los primeros no solo le permitieron saciar una necesidad física, sino que además le dieron lo que su esposo nunca pudo darle: su descendencia. Aunque Isabel I no vio con buenos ojos que una relación clandestina fuera la base del sostenimiento de su dinastía, no tuvo otra opción más que aceptarlo, no sin antes tener claro que la educación y el cuidado de las nuevas generaciones iban a estar a su cargo. Así, una vez su vientre quedó vacío, Catalina perdió los derechos como madre y dejó de ser un foco de interés para los demás. Ahora bien, el tiempo que no dedicó a sus amantes ni a la maternidad fue acaparado por su gusto lector. Las cartas de Madame de Sévigné, la Histoire générale d´Allemagne y la Histoire d´Henri le Grand fueron libros que la atraparon. Más adelante, los escritos de Voltaire, Montesquieu y Bayle hicieron lo mismo. La lectura fue su consuelo: “con Montesquieu, de quien leyó el Espíritu de las leyes, conoció el pensamiento liberal, se inquietó por los excesos del poder personal y pudo soñar con un régimen caracterizado por la bondad, la equidad y la inteligencia. Voltaire, de quien leyó el Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, le explicó los beneficios de la razón en el manejo de los asuntos públicos y las posibilidades de éxito del despotismo. Tácito le enseñó a analizar los acontecimientos históricos en la actitud de un espectador frío e implacable. También leyó ‘todos los libros rusos que puedo obtener’, no con el propósito de enriquecer su pensamiento sino para familiarizarse con la lengua de su país”.
“Habéis nacido para mandar y reinar”, le dijo alguna vez sir Williams, Embajador de Inglaterra, en tiempos cuando Rusia cambió sus alianzas a favor de Francia y Austria, y en contra de Inglaterra y Prusia. Catalina II le escribió: “Para recompensaros de un modo que se ajuste a la nobleza de vuestros sentimientos, os diré qué me propongo hacer: aprovecharé todas las condiciones imaginables de llevar a Rusia a lo que según entiendo son sus verdaderos intereses. Es decir, la unión íntima con Inglaterra, de modo que esta tenga todos los auxilios que los hombres pueden movilizar y alcance la superioridad que debe ejercer para el bien de toda Europa, y especialmente de Rusia, sobre Francia, su común enemigo, cuya grandeza es la vergüenza de Rusia”. La verdad era que, incluso antes de que Isabel I muriera, Catalina ya tenía un plan (poco consolidado) para sus aspiraciones políticas. Aunque después su enfoque cambió, y se unió al bando enemigo de Prusia, para ese entonces ya hablaba del respaldo que necesitaba de las fuerzas militares para tal fin.
Su reciente amistad con el canciller Bestuiev le impuso mantener la estrategia antibritánica y antiprusiana. A cambio, él le otorgó un memorándum secreto destinado a resolver la cuestión de la sucesión, que, aunque veía con sospecha, no le fue indiferente. Según el documento, Pedro III se convertiría en el emperador ruso y compartiría todos los poderes con Catalina, quien gobernaría a la par con él. Al lado de la pareja imperial, Bestuiev sería la cabeza de los ministerios de Relaciones Exteriores, Guerra y Marina. El plan se construyó dándole la espalda a la emperatriz y fue considerado como una traición hacia ella. Entre las dos mujeres se estableció “una especie de modus vivendi: una paz honorable y tibia, obtenida mediante concesiones, un sentimiento de resignación y una actitud de vigilancia”. Ante la ausencia de Bestuiev, su aliado político, Catalina únicamente contaba con sus fuerzas en su lucha por el trono, batalla en la que su enemigo principal pasó a ser su esposo.
Pedro III no fue un emperador difícil de derrocar. Él mismo labró su camino hacia la decadencia política, mostrando mayor lealtad hacia Prusia, desmoralizando al ejército ruso y atacando a la Iglesia ortodoxa, pilares del imperio. En contraste, Catalina demostraba su amor por Rusia, su fe en la religión y su respeto al ejército. Sabiendo que su esposo no tenía interés en reconocerla, y que estaba pensando en una forma de deshacerse de ella, Catalina, con el apoyo de sus aliados, decidió actuar. Aprovechando que Pedro III la envió fuera de San Petersburgo, que estaba fuera de su alcance, se puso en práctica el golpe de Estado a favor de su llegada al trono. Entre gritos de apoyo del pueblo ruso y del ejército, aunque con algunas miradas escépticas, Catalina II se convirtió en la nueva emperatriz de Rusia. Pedro III, viendo que no tenía apoyo ni opción de contraatacar, no hizo nada, y murió tiempo después como un emperador derrocado. Así, en 1762, a sus 33 años, Catalina II se convirtió en la máxima dirigente del imperio.