Catalina la Grande, la extranjera que se convirtió en emperatriz de Rusia (II)
Stettin, Pomerania, vio nacer a Sofía Federica Augusta, futura emperatriz de Rusia, conocida como Catalina la Grande. Hija de tierra prusiana, adoptó la identidad rusa como propia y se convirtió en una líder clave dentro del imperio. Catalina la Grande, la biografía escrita por Henri Troyat, narra la historia de cómo una extranjera, a partir de su apego a la autocracia, a la difusión de arte y a la propaganda que el círculo académico europeo le ayudó a difundir, llegó a dirigir las riendas de una tierra ajena por treinta y cuatro años.
María José Noriega Ramírez
Si Catalina Alexeievna, siendo duquesa y viviendo bajo el yugo de Isabel I, creía en las ideas liberales, Catalina la Grande, siendo emperatriz de Rusia, creía firmemente en la autocracia: una patria, una fe y un monarca. La obediencia ciega, la veneración absoluta y la sumisión hacia sus decisiones políticas fueron los pilares de su reinado, así como la base expansionista de su imperio. Cualquier amenaza, interna o externa, la combatía sin vacilaciones, pues en sus planes no cabía una figura que desafiara su poder y mucho menos un actor que le arrebatara de sus manos la gloria de ser emperatriz. En treinta y cuatro años de gobierno se deshizo de los enemigos internos que pusieron en duda su ascenso al trono y amplió las fronteras del imperio ruso hacia tierras polacas y turcas. Si bien por las venas de Catalina no corrió la sangre noble de Rusia, su devoción a Pedro el Grande, su padre político, la impulsó a construir un imperio cuya grandeza se evidenció en el tamaño de su territorio y cuyo poder se consolidó de conquista en conquista.
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Si Catalina Alexeievna, siendo duquesa y viviendo bajo el yugo de Isabel I, creía en las ideas liberales, Catalina la Grande, siendo emperatriz de Rusia, creía firmemente en la autocracia: una patria, una fe y un monarca. La obediencia ciega, la veneración absoluta y la sumisión hacia sus decisiones políticas fueron los pilares de su reinado, así como la base expansionista de su imperio. Cualquier amenaza, interna o externa, la combatía sin vacilaciones, pues en sus planes no cabía una figura que desafiara su poder y mucho menos un actor que le arrebatara de sus manos la gloria de ser emperatriz. En treinta y cuatro años de gobierno se deshizo de los enemigos internos que pusieron en duda su ascenso al trono y amplió las fronteras del imperio ruso hacia tierras polacas y turcas. Si bien por las venas de Catalina no corrió la sangre noble de Rusia, su devoción a Pedro el Grande, su padre político, la impulsó a construir un imperio cuya grandeza se evidenció en el tamaño de su territorio y cuyo poder se consolidó de conquista en conquista.
Catalina la Grande nació para gobernar y el ejercicio de poder fue inherente a su existencia. A lo largo de su reinado, no dejó que las situaciones se salieran de sus manos, que se salieran de su control. Consolidar su imagen y crear campos de acción a favor de Rusia la llevaron, por ejemplo, a ser la primera persona del imperio en recibir la vacuna contra la viruela, en medio del escepticismo y de la incertidumbre que la epidemia trajo, y a acomodar a favor de sus intereses un régimen dócil en Polonia (por tres décadas), logrando posicionar como rey a Stanislas Poniatowski, uno de sus tantos amantes. Años de intervención en Polonia, detrás de un discurso oficial que se respaldaba en las ideas de libertad, justicia, equilibrio internacional y de los intereses del imperio, resultaron en la división y en la partición del territorio polaco a favor de Rusia y de sus aliados. El mapa de estas tierras fue cortado y recortado, ajustado y reajustado, de acuerdo con sus intereses. Algo parecido logró en Crimea: aprovechando la inclinación prorrusa del kan Chaguin-Ghirei, se adueñó de la península y esta pasó a ser parte de los límites rusos. En medio de ello, estallaron guerras, murieron miles de hombres leales a sus diferentes patrias y Catalina la Grande vio a Europa rendirse ante sus pies, aunque su plan de conquistar Oriente, para hacer de sus nietos dos grandes emperadores, no se cumplió a cabalidad. Mientras Alejandro, su heredero predilecto, tomó las riendas del imperio ruso cinco años después de su muerte, tras el asesinato de Pablo I (hijo de la emperatriz), Constantino no se convirtió en el emperador del imperio de Oriente, no pudo ser coronado en Constantinopla, y su principal sueño no se cumplió.
Catalina la Grande gobernó con la razón. Según ella, un buen gobernante era aquel que lideraba con una mente organizada y racional. “En las cosas políticas hay que guiarse por los principios de humanidad o por el interés. Cada soberano debe decidir firmemente en un sentido o en otro; vacilar entre los dos determina un gobierno débil y estéril”. A lo largo de su reinado, el interés y la firmeza guiaron su accionar. Mantener los privilegios de los nobles, mientras perpetuaba el sometimiento de los siervos frente a sus amos, pues entendió que la estabilidad del imperio dependía de las restricciones a la movilidad social, fue la convicción a la que se apegó hasta el día de su muerte y fue el argumento detrás de su repulsión hacia la Revolución Francesa. Ante sus ojos, Francia era la tierra de “la liviandad, la agitación y el desorden”, y aunque los pensamientos liberales de los franceses no habían penetrado al pueblo ruso, y aún no habían superado las fronteras de la biblioteca personal de la emperatriz, el temor a que el camino revolucionario, en nombre de la libertad, la igualdad y la fraternidad, desembocara en Rusia, le robó la tranquilidad en sus últimos años de vida.
Alrededor de la zarina rondaron varios fantasmas: el de Pedro III (elegido por Isabel I para sucederla y a quien Catalina, siendo su esposa, le declaró el golpe de Estado que la llevó al trono), cuya figura influyó en que Pablo I desconociera el legado de su madre y emperatriz, y el de Pugachev (un rebelde), quien, también bajo el manto del esposo de la zarina, prometió libertad y riqueza para despojar al pueblo del yugo de la servidumbre. Aunque algunos campesinos de la región de Ural y del suroeste de Rusia se organizaron alrededor de esta revuelta, Pugachev se retractó de marchar hasta Moscú, sus partidarios desertaron, cayó como prisionero del régimen y fue condenado a muerte. Catalina la Grande salió victoriosa y reafirmó su supremacía imperial. La emperatriz no estaba dispuesta a que se repitiera este tipo de insubordinación en su imperio, pues si le arrebatan su poder, le arrebataban su alma.
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Aunque Catalina miró con malos ojos al pueblo francés, la cultura de Occidente fue un pilar importante en su imperio, pues fue un medio de esparcimiento controlado. Leyendo la Correspondencia literaria y artística de Grimm y Diderot, publicación bimensual en el que el primero describía detalladamente los cuadros y las esculturas que admiraba en los salones, cultivó su deseo de fundar su propia galería de arte, su propio espacio dedicado a la belleza. Ermitage, construido durante la guerra con los turcos, consolidó el sueño artístico de la emperatriz. Diderot, comprando cuadros, estatuas, muebles y medallas, llenó de colores y encanto el nuevo paraíso de la zarina. Sin embargo, esta inclinación por el arte no se dio por gusto personal. Al contrario, el interés detrás de ello fue estratégico, pues Catalina entendió que los grandes monarcas habían sido grandes coleccionistas.
Siguiendo el ejemplo de la Academia Francesa, la emperatriz solicitó la elaboración del primer diccionario de la lengua nacional, y aunque en un principio el resultado la decepcionó, la princesa Dachkov, la encargada de la Academia Rusa, se dio a la tarea de depurar la lengua y los dialectos locales. Además, ordenó imprimir los escritos históricos de la zarina e invitó a la emperatriz a escribir en el diario que había fundado. Así, de forma anónima, Catalina redactó un par de artículos satíricos y algunas obras de teatro. “Me preguntáis -escribe a Grimm- por qué compongo tantas comedias. Primero, porque me divierte. Segundo, porque quisiera realzar el teatro nacional, que a falta de obras nuevas está un poco descuidado. Tercero, porque conviene castigar un poco a los visionarios que comienzan a levantar cabeza”. “El teatro es la escuela de la nación, debe estar sometido a mi vigilancia absoluta. Yo soy el maestro principal de esta escuela y mi deber ante Dios es responder por las costumbres de mi pueblo”, agregó. De ahí se entiende que la producción artística del imperio se haya desarrollado bajo su control y vigilancia, y que los pintores y escultores rusos fueran una minoría alrededor del trono de la zarina. Bajo su reinado, se publicaron crónicas sobre el pasado de Rusia, como el Relato de la campaña de Igor, se recopilaron e imprimieron los primeros Bylines (cantos épicos transmitidos oralmente de generación en generación) y la zarina escribió Memorias, un testimonio sobre el imperio.
Así como el arte fue fundamental en el mantenimiento del orden social al interior de su tierra, la relación con la comunidad académica europea le dio una plataforma de propaganda y de proyección internacional, convirtiéndose en un actor clave y respetado en el escenario mundial de la época. Aunque con la Revolución Francesa renegó de los pensadores, pues los consideró como incitadores del desorden, la zarina mantuvo una relación estrecha con Voltaire y Diderot por varios años. El primero le dedicó estos versos: “Dios, que me arrebatáis ojos y oídos / volvédmelos ahora, ¡en este instante parto! / Feliz quien ve la augusta maravilla / de Catalina. ¡Feliz quien puede oírla! / Complacer y reinar son sus talentos; / pero el primero mucho más se me alcanza. / Con vuestro ingenio deslumbráis al sabio / que al veros dejará de serlo”. Diderot agregó: “Gran princesa, me prosterno a vuestros pies; extiendo hacia vos mis dos brazos; querría hablaros, pero mi alma se comprime, mi cabeza se turba, las ideas se me confunden, me enternezco como un niño y las verdaderas expresiones del sentimiento que me colman expiran al borde de mis labios. ¡Oh, Catalina! ¡Tened la certeza de que vuestro reino es más poderoso en París que en San Petersburgo!”.
La relación mediada por reflexiones filosóficas funcionó a distancia, pues si al interior de Rusia Catalina era considerada una autócrata, en Francia era el vivo ejemplo de una republicana. Pero al romper la comunicación epistolar, ese vínculo, que se idealizó y fortaleció gracias a los kilómetros que separaban a las dos patrias, se rompió. La conexión que tenía con Diderot, por ejemplo, se desmoronó cuando el prensador francés pisó tierra rusa y quiso aconsejar a la emperatriz sobre la mejor forma de gobernar. Citando a los griegos y a los romanos, y refiriéndose, entre muchos aspectos más, a la relación entre siervos y amos, Diderot le propuso reformar las instituciones. Catalina, molesta, le contestó: “Señor Diderot, he oído con el mayor placer lo que vuestro brillante espíritu os ha inspirado; pero con esos grandes principios, a los que comprendo muy bien, se harán bellos libros y mala tarea. En vuestros planes de reforma olvidáis la diferencia entre nuestras respectivas posiciones: vos trabajáis sobre el papel, que todo lo soporta; es una materia unida, flexible, que no pone obstáculos a vuestra imaginación y vuestra pluma. En cambio yo, pobre emperatriz, trabajo sobre la piel humana, que es mucho más irritable y cosquillosa”. Así, Mélanges philosophiques et historiques, documento en el que Diderot dejó por escrito sus consejos a la zarina, fue relegado al olvido. Esta actitud explica por qué Catalina, así como se mostró distante frente a los artistas nacionales, quiso mantener a raya a los pensadores rusos. Novikoc, periodista, librero y editor, fuertemente criticado por su defensa de los siervos, fue condenado a 15 años de prisión y en su juicio se aplicó auto de fe de los libros subversivos. La suerte de Radichchev no fue muy distinta: la publicación del libro Viaje de San Petersburgo a Moscú, en el que se denunciaron los horrores de la servidumbre y se propuso la liberación inmediata de los campesinos, le costó al autor la deportación durante diez años a Siberia. Así, con esa habilidad de juego estratégico, Catalina la Grande gobernó por tres décadas un imperio fuerte en expansión y en poder.