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La conciencia de amarla
[Texto lleno de tachaduras, escrito en dos hojas. El cuento es el espejo invertido de «El cuervo», de Edgar Allan Poe, que Proust conocía bien, en el que un joven que sufre de soledad ve entrar en su cuarto un cuervo que responde a sus quejas con un sistemático «nevermore» —«nunca más»—, empujándolo a la desesperación. Aquí el sufrimiento amoroso se exterioriza en un animal sedoso cuya compañía, invisible para los demás, consuela al enamorado rechazado. (Recomendamos: Ensayo de Nelson Fredy Padilla sobre “En busca del tiempo perdido”).
Pero el narrador toma la distancia suficiente para sugerir que para él la vida transcurrió igual de solitaria: el consuelo queda así mitigado y es conmovedor. Eso es lo que conecta este texto breve con los relatos de «últimos días de vida» presentes en la compilación.
Lo mismo sucede con ese personaje de novela mundana (Proust leerá más tarde, en 1909, Ginette Chatenay, de Georges de Lauris, modelo del género), al que despierta su criado y se monta en una calesa, como más tarde hará Swann.
Una ambigüedad intensa recorre estas líneas: entre el rechazo expreso o supuesto de la amada, la identidad alegórica de la ardilla- gato (los «usted/tú» se alternan con los «él»), el consuelo o la compañía en la desesperación que el compañero secreto proporciona al solitario. Proust vacila entre el análisis y la palabra, que se sustituyen y encabalgan en las frases reescritas, mientras la palabra directa permite entrar in medias res en el problema psicológico, algo que el dialoguista de En busca del tiempo perdido sabrá recordar.
El criado que despierta al sujeto en su soledad es un presagio aquí del lacayo que despierta a Swann al salir de su sueño, al final de «Un amor de Swann», y a Françoise anunciando al héroe que «la señorita Albertine se ha ido» en la transición entre La prisionera y Albertine desaparecida.
El autor de “Los placeres y los días” proyecta un tormento amoroso aquí inconfesable en la fábula de un animal misterioso, como en otra ocasión en un universo musical. Ya desde el título, «La conciencia de amarla», este texto anticipa la función de las «tomas de conciencia» en la evolución del héroe de “En busca del tiempo perdido” y su circulación en el mundo, dominado por una preocupación interior que los demás desconocen.]
«Nunca, nunca», me repetía esas palabras que ella me había dicho y que, por el silencio espantoso de la espera que las había precedido y la desesperación que las había sucedido, me habían permitido oír por primera vez mi corazón, que con idéntica obstinación pronunciaba estas palabras: «Siempre, siempre».
Y ahora, cuando uno hería al otro de muerte, esos dos estribillos se alternaban desesperadamente y yo los oía muy cerca y muy profundamente, como esos golpes que palpitan sin descanso en el fondo [sic] de las heridas profundas. De modo que cuando mi criado entró para decirme que el coche me esperaba y que era hora de cenar, retrocedió espantado al ver la pechera de mi camisa empapada de lágrimas.
Lo despaché, volví a vestirme y me preparé para salir. Pero pronto me di cuenta de que no estaba solo en la habitación. Una especie de gato-ardilla cubierto de un pelaje blanco, con un algo de somormujo, grandes ojos azules y un alto penacho blanco de pájaro en la cabeza, parecía esperarme semioculto por la cortina de mi cama. ¡Dios!, exclamé, ¿me dejarás morir en este mundo desierto, puesto que su ausencia crea en él para siempre el vacío más absoluto, en esta soledad desesperada? ¿No quieres perdonarme como perdonaste al hombre en los primeros días de la tierra?
Que ella me ame, o que deje yo de amarla. Pero lo primero no se puede y lo segundo no lo deseo yo. Haz que brille alguna claridad en mis lágrimas, como en los primeros días. El reloj dio las ocho.
Temiendo llegar tarde, salí rápidamente. Subí a mi calesa. Con un salto ágil y silencioso, el animal blanco vino a acurrucarse entre mis piernas con la tranquila fidelidad de alguien que ya no me abandonaría. Miré largamente sus ojos, donde parecía cautivo el azul profundo y claro de los cielos sin fin, estrellado con una cruz de oro. Contemplarlos me provocaba unas ganas de llorar irresistibles, infinitamente agridulces. Entré sin preocuparme más por usted, hermosa ardilla-gato blanca, pero una vez en casa de mis amigos, apenas me senté a la mesa, al sentirme tan lejos de ella y entre personas que no la conocían, me oprimió una angustia atroz.
Pero enseguida sentí contra mi rodilla una caricia poderosa y dulce. Con un rápido movimiento de su cola forrada de blanco, el animal se instaló cómodamente a mis pies, bajo la mesa, y me ofreció su lomo sedoso como si fuera un taburete. En un momento perdí un zapato y mi pie descansó sobre su piel. Al bajar un instante los ojos, tropecé de pronto con su mirada brillante y serena. Ya no estaba triste, ya no estaba solo, y mi felicidad era más profunda porque era secreta.
«¿Cómo es posible —me dijo una dama después de cenar—, cómo es posible que no tenga un animal que le haga compañía? Está usted tan solo...» Eché un vistazo furtivo hacia el sillón, debajo del cual permanecía escondida la ardilla-gato blanca, y balbuceé: «En efecto, en efecto». Me callé, sentía que las lágrimas se me agolpaban en los ojos. Por la noche, mientras soñaba, pasear mis dedos por su pelaje poblaba mi soledad de compañeras agraciadas y tristes, igual que si hubiera tocado alguna melodía de Fauré.
A la mañana siguiente me dediqué a todas mis banales ocupaciones, recorrí las calles indiferentes, vi a mis amigos y a mis enemigos con un deleite raro, triste. La indiferencia y el tedio que teñían todas las cosas que me rodeaban se habían disipado desde que se había posado sobre ella [sic], con una elegancia de pájaro-rey y una tristeza de profeta, la ardilla-gato blanca que me seguía a todas partes.
Usted, animal querido, gentil, silencioso, que me acompañó en esta vida embelleciéndola misteriosa y melancólicamente.
* Transcripción y anotaciones de Luc Fraisse. Traducción del francés de Alan Pauls. Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Lumen.