Centro histórico de Quito: el miedo pasa por la historia
Un relato sobre los días actuales en el Centro Histórico de Quito, lugar en el que se concentran las protestas, amenazas, ataques y choques sociales, a propósito de la situación de violencia que atraviesa el país.
Rubén Darío Buitrón (Ecuador)
La desolación. El terror como un fantasma que flota sobre las viejas casonas republicanas. La incertidumbre. Un hombre desarrapado camina bajo el portal arzobispal en dirección a la zona pobre de la calle Chile, hacia arriba de la ciudad antigua, donde se refugia la gente pobre, la excluida, la migrante.
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La desolación. El terror como un fantasma que flota sobre las viejas casonas republicanas. La incertidumbre. Un hombre desarrapado camina bajo el portal arzobispal en dirección a la zona pobre de la calle Chile, hacia arriba de la ciudad antigua, donde se refugia la gente pobre, la excluida, la migrante.
Voy en dirección contraria al hombre. Veo que habrá un momento en el que nos encontraremos. Llevo mi celular de color negro en la mano derecha. Él viene por mi izquierda. Tambalea. O eso parece. Mira mi mano derecha. Su rostro expresa un gesto de miedo. ¿Piensa que es una pistola? ¿Por qué creerá eso?
Si suscito temor por lo que soy, o mejor dicho, por lo que proyecto, ese acto se vuelve una derrota. No solo para mí, en este caso. Para él. Para la gente de a pie. Para la sociedad. ¿Cómo llegamos a empaparnos de sospechas, suspicacias, desconfianza y desencuentros?
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La Plaza Grande o la Plaza de la Independencia. Su legendario monumento a la libertad en el centro de ella. Si uno se para allí, junto a una de las figuras del conjunto escultural, está en el punto exacto donde confluyen el antiestético edificio del Municipio de Quito con las demás estructuras coloniales. Este es un pastiche que no pasa de los 50 años de construido sobre los escombros de lo que fue el edificio original. ¿Cómo fue posible que los quiteños permitiéramos que se derrocara aquel símbolo original de la historia y nuestra identidad? La generación anterior a la mía debería responder. No impidieron que se tumbara. Callaron. Otra derrota.
Más acá, la Catedral, la bella Catedral. Al frente, el imponente Palacio Arzobispal. Y el Palacio de Carondelet, una joya monumental donde reside y trabaja el presidente de la República.
Quito (esta parte de Quito). Declarada por la Unesco como Patrimonio Cultural de la Humanidad. Una de las primeras ciudades del mundo con semejante galardón.
Ahora que camino eludiendo las vallas y las alambradas policiales que rodean el perímetro de Carondelet siento el peso de la historia. De la historia que transcurrió entre leyendas, mitos, tabúes y héroes que lucharon contra el imperio español. Entre relatos sobre mujeres que sacudieron a los hombres cobardes. Mujeres como Manuela Espejo, Manuela Cañizares, Manuela Sáenz…
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Parecería una fábula esto de los mismos nombres, pero no. Son mujeres decisivas en la lucha independentista. En lo que llaman la independencia de España. En lo que, en realidad, fue un primer paso, significativo pero insuficiente, para seguir caminando, quizás eternamente, hacia una verdadera liberación.
Si doy más vueltas por el Centro Colonial, comprobaré la paradoja de siempre. La legendaria Quito a veces es una sombra de sí misma. Aunque estoy rodeado de museos, de bibliotecas públicas, de iglesias con fachadas de asombro, como la de La Compañía de Jesús, y de edificios de uno o dos pisos que han visto pasar los siglos, también me circunda una tristeza indefinible. Cierto vacío inexplicable. Una especie de vergüenza interior.
Cuando era adolescente y los profesores del colegio nos llevaban a recorrer estos espacios urbanos donde cohabitaron y cohabitan sólidas presencias que, sin embargo, no se pueden ver, nos contaban cuentos de patriotas, combatientes, hechiceras, duendes, curas parranderos y borrachos alucinados.
Años después, décadas después, la atmósfera que me cubre ya no es de episodios donde me enorgullezca del pasado, sino de reiteradas asonadas militares, de absurdos golpes de Estado, de guerras civiles, de enfrentamientos armados entre dictadores que dirigían a sus tropas desde alguna tradicional funeraria de la calle García Moreno.
Ahora la principal habitante de la ciudad colonial es la soledad. También la pobreza. También los ecos de decenas de manifestaciones y marchas ciudadanas y políticas que amenazan con sacar al mandatario de turno. Tan común es el grito para que se vaya el gobierno, deje el poder y dé paso a uno nuevo que, en pocos meses, volverá a ser protagonista de una reiterada e infinita frustración social. Las quejas se convirtieron en algo esperable, casi que cotidiano.
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En el aire están las huellas de presidentes asesinados, mandatarios arrastrados e inmolados, protestantes heridos para siempre por las balas policiales, dirigentes gremiales presos y luego desterrados, líderes políticos prófugos o exiliados, burócratas teñidos con la pátina de la rutina y la inoperancia, asaltantes de personas a las que pueden matar para arrancarles un teléfono celular o unos cuantos dólares o una cámara fotográfica o una mochila de un extranjero embobado por la belleza de este presunto paisaje apacible y acogedor.
Cuando uno mira a Carondelet e intenta descubrir algún indicio de lo inexplicable, no puede más que cobijarse de resignación y desconsuelo.
¿Cuántos actos de corrupción se habrán gestado entre estos respetables edificios coloniales? ¿Cuántos individuos nefastos habrán visitado a los políticos de turno para tejer alguna trama de robo a las arcas del Estado o de complicidad para cometer delitos de dimensiones colosales? ¿Cuántos pecados sociales se han cometido aquí, entre confesionarios, salones de banquetes, despachos de asesores presidenciales, restaurantes y hoteles que acogieron a maleantes de alcurnia disfrazados de caballeros o de personajes ilustres?
Salgo de este enredo de preguntas y de reflexiones que caerán en el vacío. Camino en dirección a la ciudad moderna, esa ciudad que puede ser cualquier ciudad, no Quito Patrimonio Cultural de la Humanidad.
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Me acompaña el miedo, ese mismo miedo que vi en los ojos del señor que se atemorizó por mi presencia amenazante.
Ahora, todos estamos bajo amenaza. Todos. #EcuadorBajoAtaque dice el hashtag más popular en redes sociales. Ecuador envuelto en una guerra impensable, pero cierta. Tan cierta que las añejas casas vacías que voy dejando atrás parecen sonreír ante mi asombro, ante la ausencia de respuestas, ante la pregunta rebelde y dolorosa acerca de mi (nuestra) incapacidad de haber podido ver lo que se venía.
Una guerra contra nosotros mismos y nuestra miopía. Nuestra poca destreza para leer la historia repetida. De repente veo a Joaquin Phoenix o Will Smith en sus películas apocalípticas. No fue descabellado el desolador guion de esas historias. No fue una ficción.