Cesare Pavese: El cadáver de la habitación 346
Un 27 de agosto de 1950, hace 70 años, se suicidó el legendario poeta y novelista italiano. Un escritor le rinde homenaje.
José Luis Garcés González * / Especial para El Espectador
El domingo 27 de agosto de 1950, hace setenta años, el conserje y el dueño del Hotel Albergo Roma, en Turín, ambos un poco nerviosos, se dirigieron con la llave maestra a la habitación 346. El hombre de gafas y de nariz larga que la alquiló el día anterior, había exigido que tuviera teléfono. Fue complacido. Sin embargo, el cliente no había llamado a la recepción, no había salido, nadie lo había solicitado. Lógico, antes de intentar entrar tocaron la gruesa puerta de madera y lo llamaron en voz alta tres veces. Quedaron a la expectativa. Les respondió el silencio. El ya conocido silencio de los malos augurios.
La llave dio la vuelta en la cerradura, crujió un poco y la puerta se abrió. Las cortinas estaban corridas y la penumbra era algo espesa. El conserje encendió el bombillo. Acostado en la cama, vestido pero sin zapatos, como si estuviera dormido, estaba el hombre. A su izquierda, encima de la mesa de noche, el dueño del hotel contó 16 papeletas de barbitúricos. Vacías todas. Él mismo lo zarandeó y lo llamó por su nombre: nada que hacer, estaba rígido.
El cadáver era el del joven poeta, escritor y traductor Cesare Pavese, uno de los creadores e intelectuales italianos más importantes de la posguerra, e impulsor de la escuela neorrealista en cine y literatura. Insatisfecho consigo mismo e introvertido, Italo Calvino, en un ensayo de 1966, había señalado que en Pavese existía “un sombrío fondo fatalista”.
Cesare había nacido en 1908, en Santo Stefabo Belbo, un pueblito piamontés del cual permaneció toda su vida enamorado. Fue hijo de Eugenio, un funcionario medianamente acomodado, y de una mujer de carácter recio e indiferente, de nombre Consolina, que, se sospecha, a nadie consolaba. Los hijos eran cinco, y sobrevivieron dos: Cesare, que era el último, y su hermana María. Aunque la madre, al parecer, no los quería, los hermanos entre sí se quisieron mucho y nunca interrumpieron su comunicación.
Cuando Pavese tenía seis años, murió el padre de un tumor en el cerebro. Fue el primer golpe traumático para el niño, que sintió que quedaba agarrado del borde afilado de un barranco. “La corta y desdichada vida de Cesare Pavese tiene un aire desesperado y romántico”, escribe José Carlos Mainer(Salvat, 1971).
Como había algunos recursos, Cesare fue enviado a estudiar a un colegio de los jesuitas, caro en la mensualidad pero valioso por la calidad académica. En esa secundaria experimentó la influencia del profesor Augusto Monti, gran amigo de Antonio Gramsci. Fue un buen alumno. Luego, ya con el viacrucis del asma, de la miopía y con la sensación de sentirse despreciado, pasó a la facultad de letras de la Universidad estatal a estudiar Filología anglosajona. Allí, marcado a fondo por la sicosis depresiva, Pavese conoce a Norberto Bobbio, León Gingzburg, y Vittorio Foa, entre otros. En ese tiempo, con apenas 19 años, se había declarado “Maestro en el arte de no gozar”.
En 1930 se gradúa en la Universidad de Turín con una tesis sobre la poesía de Walt Whitman, y se desarrolla en él un interés intenso por la literatura de lengua inglesa. Pleno de entusiasmo comienza a traducir al italiano a autores como Charles Dickens, William Faulkner, Herman Melville, John Steinbeck y James Joyce. De todo ese trabajo quedó un libro titulado La literatura norteamericana y otros ensayos, que fue publicado por Einaudi un año después de su muerte. Como inquietante contraste, en 1932, para poder conseguir empleo estable, tuvo que afiliarse al partido fascista, pero su vinculación fue muy breve.
Desde su nacimiento, la vida lo había marcado con los desafectos. Las pruebas abundan. En 1935 se enamora de Battistina Pizzardo, que lo utiliza para traerle cartas desde la cárcel donde está preso Altiero Spinalli, su novio y miembro, como ella, del PCI. La policía captura a Pavese, lo encarcela y lo interroga. El joven, pese a que fue usado aviesamente por la mujer, se niega a dar su nombre. Lo mandan como reo a Roma, más tarde a Brancaleone Calabro, en el sur del país. Pavese aprovecha ese tiempo y empieza a escribir su diario: El oficio de vivir, editado en 1952.
Debido a sus crisis asmáticas, solicita y logra la libertad en 1936. Busca a Battistina, y la encuentra casada con su novio Spinelli, el mismo de quien él le traía las cartas. Ese golpe lo lleva a una depresión total. Situación, además, nada excepcional para los oriundos de esa región piamontesa, en donde, según Italo Calvino:”…no hay semana en que los diarios de Turín no den la noticia de un agricultor que se ha ahorcado o se ha arrojado al pozo…o bien ha prendido fuego a la casa estando él mismo, la familia y los animales dentro” (Por qué leer los clásicos, 1997).
Ese mismo año de 1936, Pavese declara su “pesimismo existencial”. Y decide publicar un importante poemario que enfrentaría las proclamas patrioteras de Mussolini: Lavorare Stanca (Trabajar Cansa); y en el que apartándose también de la poesía hermética de Montale, Ungaretti y Quasimodo, opta por un nuevo realismo, en el cual intenta acercar el poema al lector y poetizar las experiencias individuales y cotidianas de la vida. Leamos: “…Nadie transita por las sucias calles./ Una mujer sola descendió del tren:/ bajo el abrigo se vio la blanca enagua/ y las piernas desparecieron en el portal oscuro./ Se diría una aldea sumergida…”
En 1938 lo contratan como editor de la Editorial Einaudi y desarrolla un trabajo a todo tren, que redundaría en beneficio de la literatura neorrealista italiana. Dos años antes había sido director de Solaria, revista que se imprimía en Florencia y que reivindicó y publicó a destacados poetas y narradores italianos, incluyendo el primer poemario de Pavese, ya relacionado.
Por debilidad en la salud, Pavese es exonerado de pagar el servicio militar. Empieza la segunda guerra mundial. Mientras muchos de sus amigos se van a luchar en la Resistencia y allí mueren, Pavese se interna en la Italia rural, en Alessandría, donde vive su hermana, y luego en un colegio más recóndito. Cargará toda la vida con ese remordimiento y esa vergüenza. Cuando se acaba el conflicto y retorna a Turín comprueba que las instalaciones de Einaudi y el lugar donde estaba su casa fueron despedazados por los bombardeos. Ese desastre lo lleva al partido comunista italiano. Sin embargo, no cesa en sus quehaceres editoriales. En 1947 se imprime Diálogos con Leucó, que es una muestra de su esplendor intelectual y de su simpatía por la cultura helénica, aunque a algunos, al decir de Carlos García Gual, les pareció “un texto de un oscuro simbolismo”, de pocos lectores y demasiada extravagancia.
Su literatura, que no fue de tamaño exuberante, estaba anclada en la época de la infancia, en el drama humano y en el ámbito rural; y Pavese no se avergonzaba de su origen campesino. Regresaba con frecuencia a su antiguo pueblo. Leer textos como El maizal, La viña, Allá en tu aldea, o El diablo sobre las colinas, como ejemplos, así lo corroboran. Allí, en la naturaleza plena, aseguraba, radicaba la fuerza de su mito. Su obra intentará el equilibrio campo-ciudad. Los espacios de la infancia los consideraba “las raíces simbólicas” de su propio destino. Por ello creía que la única forma de conocimiento es el recuerdo, la memoria del tiempo. Y para él, existen “un tiempo material” y “un tiempo imaginario”. Y cuando se da el proceso de la escritura, “hay un tiempo en que se vive y un tiempo en que se narra”. Que son dos expresiones diferentes.
Las desgracias amorosas no le daban tregua a Pavese. Cuando trabajaba en Einaudi se le declaró a Bianca Garufia, compañera de labores, pero la mujer no le dio mucha importancia a sus palabras. También solicitó la mano de Fernanda Paviano, y le fue negada. Más tarde, se entusiasmó afectivamente con una dama a quien llamaba “Amiga X”, pero las pretensiones sentimentales no prosperaron. Una tal Milly, bailarina de cabaret, lo deja esperando una noche bajo la lluvia mientras ella se escapa por otra puerta. En 1947 se enamora de la actriz norteamericana Constanza Dowling, que estaba filmando en Italia. Pavese le declara su amor y le pide casarse con él. Ella se proclama seguidora de sus libros y estudiosa de su cultura, pero se niega, y se casa con otro. El escritor le escribe uno de sus más famosos textos: Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Leamos unos versos: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos,/ esa muerte que nos acompaña/ desde el alba a la noche, insomne,/ sorda, como un viejo remordimiento/ o un absurdo defecto…”
Como se percibe, en la vida de Cesare Pavese se da esa meridiana contradicción: las mujeres lo admiraban por su talento como escritor, traductor e intelectual, pero lo descartaban como pareja sentimental. Y eso a él le disminuía y le maltrataba su personalidad. Muchas de ellas consideraban que su conversación especializada “era cansona”.
Cuando Pavese toma la fatal determinación, le faltaba una semana para cumplir cuarenta y dos años, y podía ubicarse en la categoría de los que los surrealistas llamaron “cadáveres exquisitos”. Sin embargo, en términos literarios, no había sido un mal año. En abril de 1950 se publicó su novela La luna y las fogatas, que algunas voces de la posteridad han señalado como su mejor libro. Dos meses antes de su muerte le fue otorgado el premio Strega por su novela El bello verano. Pero nada de esto lo satisfizo a plenitud.
Ejerciendo la profecía, algunos de sus biógrafos y lectores aseguran que si en la noche del 26 de agosto de 1950, alguna de las cuatro mujeres a las que llamó, le contesta y va a su pieza del hotel, Cesare Pavese no se hubiera tomado los 16 sobres de barbitúricos. Él necesitaba sentirse atendido o querido; desde la niñez soportaba esa carencia. La orfandad lo destruía. Pero ni Fernanda Paviano, ni Pierina, ni ninguna de las otras dos desconocidas, accedieron a visitarlo. Si lo hubieran hecho, a Pavese le hubiera quedado mucha vida y mucha escritura. Pero, al parecer, el destino ya había tirado sobre la mesa su baraja inapelable. Ninguna dama apareció a tocar la puerta de la habitación 346. Siete años después el estado italiano convocó un premio de literatura que lleva su nombre.
* Escritor y catedrático universitario. Director del periódico cultural El Túnel, de Montería, Colombia. Cuentos suyos han sido traducidos al alemán, al francés, al inglés y al eslovaco. Su libro más reciente: Analectas sociológicas y literarias. E.; jlgarces2@yahoo.es
El domingo 27 de agosto de 1950, hace setenta años, el conserje y el dueño del Hotel Albergo Roma, en Turín, ambos un poco nerviosos, se dirigieron con la llave maestra a la habitación 346. El hombre de gafas y de nariz larga que la alquiló el día anterior, había exigido que tuviera teléfono. Fue complacido. Sin embargo, el cliente no había llamado a la recepción, no había salido, nadie lo había solicitado. Lógico, antes de intentar entrar tocaron la gruesa puerta de madera y lo llamaron en voz alta tres veces. Quedaron a la expectativa. Les respondió el silencio. El ya conocido silencio de los malos augurios.
La llave dio la vuelta en la cerradura, crujió un poco y la puerta se abrió. Las cortinas estaban corridas y la penumbra era algo espesa. El conserje encendió el bombillo. Acostado en la cama, vestido pero sin zapatos, como si estuviera dormido, estaba el hombre. A su izquierda, encima de la mesa de noche, el dueño del hotel contó 16 papeletas de barbitúricos. Vacías todas. Él mismo lo zarandeó y lo llamó por su nombre: nada que hacer, estaba rígido.
El cadáver era el del joven poeta, escritor y traductor Cesare Pavese, uno de los creadores e intelectuales italianos más importantes de la posguerra, e impulsor de la escuela neorrealista en cine y literatura. Insatisfecho consigo mismo e introvertido, Italo Calvino, en un ensayo de 1966, había señalado que en Pavese existía “un sombrío fondo fatalista”.
Cesare había nacido en 1908, en Santo Stefabo Belbo, un pueblito piamontés del cual permaneció toda su vida enamorado. Fue hijo de Eugenio, un funcionario medianamente acomodado, y de una mujer de carácter recio e indiferente, de nombre Consolina, que, se sospecha, a nadie consolaba. Los hijos eran cinco, y sobrevivieron dos: Cesare, que era el último, y su hermana María. Aunque la madre, al parecer, no los quería, los hermanos entre sí se quisieron mucho y nunca interrumpieron su comunicación.
Cuando Pavese tenía seis años, murió el padre de un tumor en el cerebro. Fue el primer golpe traumático para el niño, que sintió que quedaba agarrado del borde afilado de un barranco. “La corta y desdichada vida de Cesare Pavese tiene un aire desesperado y romántico”, escribe José Carlos Mainer(Salvat, 1971).
Como había algunos recursos, Cesare fue enviado a estudiar a un colegio de los jesuitas, caro en la mensualidad pero valioso por la calidad académica. En esa secundaria experimentó la influencia del profesor Augusto Monti, gran amigo de Antonio Gramsci. Fue un buen alumno. Luego, ya con el viacrucis del asma, de la miopía y con la sensación de sentirse despreciado, pasó a la facultad de letras de la Universidad estatal a estudiar Filología anglosajona. Allí, marcado a fondo por la sicosis depresiva, Pavese conoce a Norberto Bobbio, León Gingzburg, y Vittorio Foa, entre otros. En ese tiempo, con apenas 19 años, se había declarado “Maestro en el arte de no gozar”.
En 1930 se gradúa en la Universidad de Turín con una tesis sobre la poesía de Walt Whitman, y se desarrolla en él un interés intenso por la literatura de lengua inglesa. Pleno de entusiasmo comienza a traducir al italiano a autores como Charles Dickens, William Faulkner, Herman Melville, John Steinbeck y James Joyce. De todo ese trabajo quedó un libro titulado La literatura norteamericana y otros ensayos, que fue publicado por Einaudi un año después de su muerte. Como inquietante contraste, en 1932, para poder conseguir empleo estable, tuvo que afiliarse al partido fascista, pero su vinculación fue muy breve.
Desde su nacimiento, la vida lo había marcado con los desafectos. Las pruebas abundan. En 1935 se enamora de Battistina Pizzardo, que lo utiliza para traerle cartas desde la cárcel donde está preso Altiero Spinalli, su novio y miembro, como ella, del PCI. La policía captura a Pavese, lo encarcela y lo interroga. El joven, pese a que fue usado aviesamente por la mujer, se niega a dar su nombre. Lo mandan como reo a Roma, más tarde a Brancaleone Calabro, en el sur del país. Pavese aprovecha ese tiempo y empieza a escribir su diario: El oficio de vivir, editado en 1952.
Debido a sus crisis asmáticas, solicita y logra la libertad en 1936. Busca a Battistina, y la encuentra casada con su novio Spinelli, el mismo de quien él le traía las cartas. Ese golpe lo lleva a una depresión total. Situación, además, nada excepcional para los oriundos de esa región piamontesa, en donde, según Italo Calvino:”…no hay semana en que los diarios de Turín no den la noticia de un agricultor que se ha ahorcado o se ha arrojado al pozo…o bien ha prendido fuego a la casa estando él mismo, la familia y los animales dentro” (Por qué leer los clásicos, 1997).
Ese mismo año de 1936, Pavese declara su “pesimismo existencial”. Y decide publicar un importante poemario que enfrentaría las proclamas patrioteras de Mussolini: Lavorare Stanca (Trabajar Cansa); y en el que apartándose también de la poesía hermética de Montale, Ungaretti y Quasimodo, opta por un nuevo realismo, en el cual intenta acercar el poema al lector y poetizar las experiencias individuales y cotidianas de la vida. Leamos: “…Nadie transita por las sucias calles./ Una mujer sola descendió del tren:/ bajo el abrigo se vio la blanca enagua/ y las piernas desparecieron en el portal oscuro./ Se diría una aldea sumergida…”
En 1938 lo contratan como editor de la Editorial Einaudi y desarrolla un trabajo a todo tren, que redundaría en beneficio de la literatura neorrealista italiana. Dos años antes había sido director de Solaria, revista que se imprimía en Florencia y que reivindicó y publicó a destacados poetas y narradores italianos, incluyendo el primer poemario de Pavese, ya relacionado.
Por debilidad en la salud, Pavese es exonerado de pagar el servicio militar. Empieza la segunda guerra mundial. Mientras muchos de sus amigos se van a luchar en la Resistencia y allí mueren, Pavese se interna en la Italia rural, en Alessandría, donde vive su hermana, y luego en un colegio más recóndito. Cargará toda la vida con ese remordimiento y esa vergüenza. Cuando se acaba el conflicto y retorna a Turín comprueba que las instalaciones de Einaudi y el lugar donde estaba su casa fueron despedazados por los bombardeos. Ese desastre lo lleva al partido comunista italiano. Sin embargo, no cesa en sus quehaceres editoriales. En 1947 se imprime Diálogos con Leucó, que es una muestra de su esplendor intelectual y de su simpatía por la cultura helénica, aunque a algunos, al decir de Carlos García Gual, les pareció “un texto de un oscuro simbolismo”, de pocos lectores y demasiada extravagancia.
Su literatura, que no fue de tamaño exuberante, estaba anclada en la época de la infancia, en el drama humano y en el ámbito rural; y Pavese no se avergonzaba de su origen campesino. Regresaba con frecuencia a su antiguo pueblo. Leer textos como El maizal, La viña, Allá en tu aldea, o El diablo sobre las colinas, como ejemplos, así lo corroboran. Allí, en la naturaleza plena, aseguraba, radicaba la fuerza de su mito. Su obra intentará el equilibrio campo-ciudad. Los espacios de la infancia los consideraba “las raíces simbólicas” de su propio destino. Por ello creía que la única forma de conocimiento es el recuerdo, la memoria del tiempo. Y para él, existen “un tiempo material” y “un tiempo imaginario”. Y cuando se da el proceso de la escritura, “hay un tiempo en que se vive y un tiempo en que se narra”. Que son dos expresiones diferentes.
Las desgracias amorosas no le daban tregua a Pavese. Cuando trabajaba en Einaudi se le declaró a Bianca Garufia, compañera de labores, pero la mujer no le dio mucha importancia a sus palabras. También solicitó la mano de Fernanda Paviano, y le fue negada. Más tarde, se entusiasmó afectivamente con una dama a quien llamaba “Amiga X”, pero las pretensiones sentimentales no prosperaron. Una tal Milly, bailarina de cabaret, lo deja esperando una noche bajo la lluvia mientras ella se escapa por otra puerta. En 1947 se enamora de la actriz norteamericana Constanza Dowling, que estaba filmando en Italia. Pavese le declara su amor y le pide casarse con él. Ella se proclama seguidora de sus libros y estudiosa de su cultura, pero se niega, y se casa con otro. El escritor le escribe uno de sus más famosos textos: Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Leamos unos versos: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos,/ esa muerte que nos acompaña/ desde el alba a la noche, insomne,/ sorda, como un viejo remordimiento/ o un absurdo defecto…”
Como se percibe, en la vida de Cesare Pavese se da esa meridiana contradicción: las mujeres lo admiraban por su talento como escritor, traductor e intelectual, pero lo descartaban como pareja sentimental. Y eso a él le disminuía y le maltrataba su personalidad. Muchas de ellas consideraban que su conversación especializada “era cansona”.
Cuando Pavese toma la fatal determinación, le faltaba una semana para cumplir cuarenta y dos años, y podía ubicarse en la categoría de los que los surrealistas llamaron “cadáveres exquisitos”. Sin embargo, en términos literarios, no había sido un mal año. En abril de 1950 se publicó su novela La luna y las fogatas, que algunas voces de la posteridad han señalado como su mejor libro. Dos meses antes de su muerte le fue otorgado el premio Strega por su novela El bello verano. Pero nada de esto lo satisfizo a plenitud.
Ejerciendo la profecía, algunos de sus biógrafos y lectores aseguran que si en la noche del 26 de agosto de 1950, alguna de las cuatro mujeres a las que llamó, le contesta y va a su pieza del hotel, Cesare Pavese no se hubiera tomado los 16 sobres de barbitúricos. Él necesitaba sentirse atendido o querido; desde la niñez soportaba esa carencia. La orfandad lo destruía. Pero ni Fernanda Paviano, ni Pierina, ni ninguna de las otras dos desconocidas, accedieron a visitarlo. Si lo hubieran hecho, a Pavese le hubiera quedado mucha vida y mucha escritura. Pero, al parecer, el destino ya había tirado sobre la mesa su baraja inapelable. Ninguna dama apareció a tocar la puerta de la habitación 346. Siete años después el estado italiano convocó un premio de literatura que lleva su nombre.
* Escritor y catedrático universitario. Director del periódico cultural El Túnel, de Montería, Colombia. Cuentos suyos han sido traducidos al alemán, al francés, al inglés y al eslovaco. Su libro más reciente: Analectas sociológicas y literarias. E.; jlgarces2@yahoo.es