Charles Baudelaire: poesía, tragedia y muerte

La muerte de Charles Baudelaire el 31 de agosto de 1867 revela tres elementos importante en lo que significó su vida y su obra para Francia y para la eternidad de la poesía y la literatura en el mundo. La compañía de su mamá, la admiración y amistad que tenía Paul Verlaine por él y el dolor de todos aquellos que reafirmaron que su legado con Las flores del mal  es digno de perpetuarse en el tiempo y en las memorias de quienes también se atreven a buscar en la poesía una respuesta a las inquietudes de sus almas.

La muerte de Charles Baudelaire el 31 de agosto de 1867 revela tres elementos importante en lo que significó su vida y su obra para Francia y para la eternidad de la poesía y la literatura en el mundo. La compañía de su mamá, la admiración y amistad que tenía Paul Verlaine por él y el dolor de todos aquellos que reafirmaron que su legado con Las flores del mal  es digno de perpetuarse en el tiempo y en las memorias de quienes también se atreven a buscar en la poesía una respuesta a las inquietudes de sus almas.

Charles Baudelaire falleció por hemiplejía. Su mamá lo cuidó esos últimos años de vida. Todo fue como al principio. Sin poder leer, hablar y escuchar, su madre se dedicó a crear un lenguaje que pudiera facilitar la comunicación y el entendimiento de quien se sirvió siempre de las palabras para manifestar el carácter tenebroso de la existencia. Que su progenitora estuviera hasta el ocaso de su paso por la tierra reafirmó lo que años atrás el poeta le escribió en una carta: “Creo que me amas con pasión, con ceguera; yo te he amado con pasión desde mi niñez... Ya no soy el hijo ingrato y violento… Nuestro destino es amarnos y vivir el uno para el otro…”.

A Baudelaire lo acompañó y lo sedujo la tragedia. Fue portador de esa larga tradición de poetas que se permitieron ser gobernados por la fatalidad. Su fijación y honra por la obra de Edgar Allan Poe –que tradujo en su mayoría-, es uno de los tantos espejos en los que quedó el reflejo de un hombre moderno que quiso descender a los sótanos brumosos del paso por el mundo. En una especie de fotografía del arte francés, el poeta está al lado de Victor Hugo y Honoré de Balzac. Junto a Los Miserables que siempre han sido apartados de la idílica imagen de París, y de Las ilusiones perdidas plasmadas en el realismo del siglo XIX, Las flores del mal surgieron como otra muestra más de aquellas vidas rezagadas y delirantes en medio de la ascensión y consolidación de la clase burgués en Europa.

La poesía como huida y también como emancipación de las condenas y cadenas propias. Los versos como posibles respuestas y como bálsamos. Una lírica que suena a las melodías de Wagner que tanto admiró. La obra del poeta francés, como lo dijo Carlos Pujol en la introducción de Las flores del mal en la edición de RBA Editores, tiene “Versos que componen una rara autobiografía alegórica, que son su vida y también la liberación de su vida”, y que por medio de estos “está siempre mostrándonos su corazón al desnudo, pero su verso va más allá de la anécdota personal para adquirir al misterioso valor de la palabra en sí. Se sueña a sí mismo con una pasión u un arte que convierten el sueño en poesía, en música significativa. Y detrás de los sueños, la fe y las palabras le hacen inmortal

Paul Verlaine, que publicó Los poetas malditos para hablar de Corbière, Desbordes-Valmore, Mallarmé, Rimbaud y Villiers de L’Isle-Adam como artistas exiliados en su propia tierra por una sociedad que en ese siglo XIX y desde siempre ha condenado y aislado a los que no se acomodan a lo convencional, se basó en el primer poema de Las flores del mal, llamado Bendición, para poner sobre la mesa ese estado irreverente y un tanto melancólico de quienes no nacieron para ser entendidos, y tampoco para entenderse con la vida “normal” y “ordinaria”. Bien vale la pena aclarar que no se consideraban un escalón más arriba, que no corresponden a ese imaginario del artista como un ser superior; muy por el contrario, estos poetas que estuvieron al lado del camino se hicieron desdichados y valientes para corresponder a un destino que no era común a su tiempo y no era tampoco pensado para alcanzar el ideal de lo burgués.

Verlaine, que se refirió a Baudelaire como “Rey de los poetas, verdadero Dios”, dejó entre sus obras un relato del día en que fue enterrado aquel poeta modernista en el cementerio de Montparnasse, ese mismo donde otros poetas y lectores persiguen la vida de Samuel Beckett, Julio Cortázar, Guy de Maupassant, Emil Cioran, César Vallejo, Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir o Carlos Fuentes. El autor y creador de esa categoría de Los poetas malditos, que fue como un hijo de la lírica de Charles Baudelaire, escribió:

Lunes, septiembre 2 de 1867

Acabamos de salir del cementerio de Montparnasse, donde algunos amigos y admiradores hemos acompañado a Charles Baudelaire hasta su última morada, quien sucumbió anteayer a la horrible parálisis que lo atenazaba desde hace poco más de dos años. Esta muerte, que no ha sorprendido a nadie, impresionó dolorosamente en todos aquellos que conservan todavía el amor por la alta literatura y la gran poesía. Porque además de un escritor eminente y un gran poeta, fue nada menos que el traductor de Historias Extraordinarias y el autor de Las Flores del Mal.

La maravillosa pureza de su estilo, su verso brillante, sólido y alado, su potente y sutil imaginación y, por encima de todo, la sensibilidad siempre exquisita, profunda a veces y en ocasiones cruel que revelan sus obras menores, aseguran a Charles Baudelaire un lugar entre las glorias literarias más puras de este tiempo –dejando de lado a Balzac y Hugo, claro. Esta opinión que pronto será la de todo el mundo, a fuerza de ser sincera, ha sido admirablemente expuesta en un discurso de Théodore de Banville, el maestro exquisito, tan digno de elogiar a Baudelaire. Charles Asselineau, amigo del ilustre muerto, ha recordado con algunas palabras elocuentes entrecortadas por sollozos, las cualidades del hombre, los valores, las devociones y las delicadezas de este “gran corazón que fue también un buen corazón”. Luego, al evocar brevemente sus últimos momentos, ha defendido su querida memoria de las calumnias con que no dejaron de hostigarlo la estupidez y la vulgaridad, mantenidas a distancia y fustigadas por los desdenes irónicos y la desconcertante sangre fría del poeta.

Un grupo pequeño se apretujaba en torno al féretro, hecho que reseñaremos sin ninguna amargura, porque cada uno de los asistentes –sin contar a los jóvenes Ernest d´Hervilly, Armand Gouzien, Eugène Vermesch, entre otros (1)– componían una ilustración literaria y artística. ¿Qué multitud sería capaz de reemplazar la calidad de la siguiente elite: Théodore de Banville, Charles Asselineau, Champfleury, Arsène Houssaye, Bracquemont, el doctor Piogey (2) y tantos otros? Sobre todo, si no olvidamos que se trataba de las exequias de un hombre que en vida sintió tanto horror por las manifestaciones como por la gloria popular.

Resultó lamentable y triste la ausencia de cierto personaje célebre (refiriéndose a Theophile Gautier, a quien Baudelaire le dedicó Las flores del mal) que ha sido remarcada y calificada como incorrecta. Y más deplorable aún es que esta apreciación sea justa”.