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Jordi Llovet * / Especial para El Espectador
Hay obras en la historia de la literatura europea que constituyen una síntesis magnífica de religión, filosofía y tradición literaria, como la Divina comedia; las hay que han representado una revolución extraordinaria en el campo de los géneros literarios, como el Quijote; otras han supuesto una hazaña prácticamente inigualable de experimentación lingüística, como Ulises, de James Joyce, y las hay que equivalen al diagnóstico de toda una época en sus aspectos más relevantes, como es el caso de El proceso y El castillo, de Franz Kafka. Muchas otras, por fin, han llevado hasta un punto inigualado la vieja lección de educar a los lectores haciéndoles pasar, al mismo tiempo, un largo rato lleno de una serena, tierna y desbordada felicidad. La mayor parte de la obra narrativa de Charles Dickens, empezando por su primera novela, Los papeles póstumos del Club Pickwick, pertenece a esta última categoría y ocupa en ella uno de los lugares más altos que quepa imaginar dentro de los anales de la novelística europea.
Charles Dickens nació en 1812 en Portsmouth, como segundo hijo de John Dickens —quien, con su mujer, llegaría a tener ocho—, empleado de la oficina de pagos, una oficina de recaudación de impuestos del ámbito de la Armada Real. Tras el nacimiento de Charles, la familia Dickens no tardó en trasladarse a Chatham, en el distrito de Kent, escenario campestre de los años de infancia más felices del futuro escritor, quien, en las notas autobiográficas escritas mucho más tarde, recuerda las sesiones domésticas dedicadas a un teatro inventado por él mismo, los duetos vocales que cantaba con una de sus hermanas, y una serie de mascaradas, imaginadas y representadas ante sus padres y hermanos, para expansión de la imaginación de Charles y diversión de los espectadores ocasionales. También corresponden a estos años las primeras lecturas de nuestro autor, que incluyen, entre otros, libros claramente construidos sobre la base de la permanente captación de la atención y la curiosidad del lector, como es el caso de Las mil y una noches, que Dickens devoró con verdadera pasión.
La familia se trasladó más adelante a Camden Town, un suburbio de Londres, y allí empezaron los problemas para los Dickens: en 1824, al no poder hacer frente a una deuda acumulada a causa de un deseo mal calculado —y peor ejecutado— de prosperar y conseguir cierta posición en la capital, John Dickens fue encerrado por deudas en la prisión de Marshalsea, en la metrópoli inglesa. Por aquel tiempo —como se lee sobre todo en Oliver Twist y en David Copperfield— era habitual que las familias de los presos se alojaran en el propio centro penitenciario, en pésimas condiciones por cierto, al lado de los que cumplían sentencia, pues se suponía, con excelente criterio, que una familia no podía subsistir de ningún modo sin los ingresos aportados regularmente por el jefe de la casa. La mujer y los ya por entonces numerosos hijos de John Dickens —a excepción de Charles, el futuro escritor, que quedó en la calle en condiciones prácticamente de vagabundo— abandonaron el domicilio de Camden Town y se instalaron en la cárcel.
Para subvenir a las necesidades de padres y hermanos, Charles empezó entonces una larga carrera de pequeños oficios mal remunerados (como correspondía a las condiciones del trabajo infantil en aquella época, circunstancia que más tarde ocuparía también muchas de las páginas del escritor), entre los que destaca el trabajo en una fábrica de betún para zapatos. Más adelante, ya muchacho, pudo reemprender los estudios primarios que había iniciado cuando niño, y en 1827 se empleó como «chico para todo» en una oficina de dudosa respetabilidad —de las que también se encuentran muchas, especialmente dedicadas a litigios, en sus novelas, empezando por la que el lector tiene en las manos—, alternando este trabajo con el estudio de la taquigrafía, técnica de escritura rápida que al futuro novelista le pareció, con notable sagacidad, que le presentaría fructíferas perspectivas laborales. Dickens destacó hasta tal punto en este oficio que llegó a convertirse en uno de los taquígrafos más apreciados en los círculos profesionales en los que esta habilidad resultaba imprescindible, como es el caso de los despachos de pasantes de abogados, de los procuradores y hasta de los propios abogados, gremio que, por cierto, no se salva de un retrato mordaz y de enorme perspicacia en las páginas de Pickwick.
Este extremo de su biografía no es baladí, sino todo lo contrario, pues, gracias a un empleo que le obligaba a una escritura rápida, pero también, en segunda instancia, gracias a una imprescindible organización escrupulosa de las notas, a una labor de síntesis, y, en definitiva, a una composición que tenía que ser, en el fondo, de cuño «literario», Dickens adquirió los rudimentos del oficio al que terminaría dedicándose el resto de su vida. Esto se produjo de un modo progresivo: Dickens no tardó en convertirse en reporter en Doctor’s Commons, en Londres, y más tarde en la Cámara de los Comunes, para la cual tuvo que realizar, en parte siguiendo su propia imaginación, más de un reportaje político sobre cuestiones de candente actualidad en el Londres de aquel momento. En este sentido, Dickens había redactado un informe sobre un famoso pleito por incumplimiento de promesa matrimonial que es, sin lugar a dudas, el punto de partida de uno de los hilos argumentales más felices de Pickwick, es decir, la causa «Bardell contra Pickwick».
A todo lo dicho hasta aquí acerca de la juventud de Dickens cabría añadir algunas observaciones de orden histórico. El autor nació bajo la Regencia de 1811-1820 (tan bien reflejada en las novelas de Jane Austen); vivió bajo el reinado de Guillermo IV (1830-1837, periodo que incluye el movimiento del Acta Reformista de 1832), y desde 1837 y para el resto de su vida vivió bajo el cetro de la reina Victoria (1837-1901). En los tiempos difíciles en los que Dickens se educó, que son también los años, como se ha dicho, en los que se definen las características fundamentales de toda su obra, el autor conoció una terrible escasez, como la conocieron de un modo especial los medios rurales ingleses: fue la carestía que determinó la promulgación de la famosa Corn Law (1815), que reducía drásticamente los beneficios de los grandes productores de trigo en beneficio de un mayor acceso de la población a un alimento tan básico como el pan.
También en su juventud, Dickens asistió al enorme movimiento migratorio de la población rural hacia los grandes centros urbanos, progresivamente industrializados —Londres, Manchester y Birmingham en especial—, que aseguraron cierto progreso material (por no decir la supervivencia) a grandes masas de la población inglesa de la época. De todos modos, la precariedad de los puestos de trabajo era absoluta, y por esta razón los alborotos protagonizados por la clase obrera fueron en preocupante aumento, hasta tal punto que tuvo que promulgarse la célebre Riot Act para frenar el movimiento que, desde otro ángulo y en la misma Inglaterra, Marx y Engels aprovecharían en beneficio de su causa. La educación se hallaba en manos de la Iglesia y de instituciones caritativas en buena medida vinculadas a ella, como se lee en otras novelas del escritor, y también en esta. Dickens conoció este tipo de educación represiva, severa y con mala nutrición, un modelo educativo que, con los años, se suavizaría un poco bajo los auspicios siempre benevolentes, pero puritanos hasta extremos propiamente novelescos, de la moral victoriana.
El autor vivió, pues, en una época llena de contradicciones, de pugnas entre lo que acabarían siendo las «clases sociales» organizadas de la segunda mitad del siglo XIX, y en medio de una permanente remodelación del escenario social británico. Estas contradicciones fueron las que puso de relieve en su obra, aunque lo hiciera siempre, por así decirlo, sin acritud. En modo alguno puede decirse que Dickens sea un escritor socialista, y menos todavía un candidato a formar parte de las huestes de la Primera Internacional Comunista. Su punto de vista ante este tipo de cuestiones, ante la situación de los pobres y los privilegios de los ricos, fue una actitud que debe ser llamada, pura y llanamente, cristiana: es lo que se observa ya en su primera novela y lo que alcanza un punto culminante en las dos novelas que narran, de modo diferido, su propia experiencia infantil, es decir, las ya citadas Oliver Twist y David Copperfield.
Con el escaso bagaje literario citado, y en el seno de una sociedad que solo hemos caracterizado por encima, quedaron asentadas, en cierto modo, las bases de la futura categoría como escritor de Dickens, algo que no tardó en ponerse de manifiesto. Impulsado por la labor de reporter, el joven Charles se sintió empujado a la redacción de crónicas y reportajes de corte urbano inventados y ya no sacados del natural, como había hecho hasta entonces, y empezó a publicar en 1836, en el Monthly Magazine, las llamadas Escenas de la vida de Londres por «Boz», que firmó con este seudónimo de inspiración bíblica. El crédito que merecieron estos relatos y el hecho de que se aproximaran con tal grado de veracidad a situaciones y ambientes urbanos de la época hicieron que Dickens cosechara ya por entonces —es decir, solo con veinticuatro años— un cierto prestigio en los medios literarios de la ciudad. Los periódicos ingleses de la época, como en cierto modo han seguido haciendo hasta la actualidad, eran la cantera de muchos escritores; y se consideraba lógico, además de un aprendizaje de la mejor categoría, iniciarse en la carrera de escritor en las páginas de un rotativo. Alentado por un editor, Dickens reunió una buena serie de sus cuentos y los publicó en forma de libro en ese mismo año.
Esta publicación le dio a Dickens alas para emprender la segunda de sus empresas literarias propiamente dichas, y sin duda la que le abrió de un día para otro las puertas de la fama, de un modo no muy distinto a como Lord Byron se convirtió en un escritor famoso, «de la noche a la mañana» según su propia expresión, a raíz de la publicación de su poema Peregrinación de Childe Harold. Así fue como, en el mismo año de gracia de 1836, el editor del periódico Evening Chronicle propuso al joven Dickens la redacción de una serie de episodios —que iban a editarse por entregas, como solía hacerse— que narrarían las aventuras de una delegación de varios miembros de un imaginario club londinense por la ciudad de Londres y sus alrededores. Merece la pena detenerse un poco en la explicación de lo que significa este «subgénero» de la literatura narrativa.
La novela por entregas fue el modo más habitual de publicar novelas (no otros géneros literarios) durante todo el siglo XIX y parte del XX: para poner un ejemplo glorioso, el propio Flaubert ofreció a los lectores franceses Madame Bovary en este formato antes de publicar la obra en forma de libro. Tanto los escritores franceses como los ingleses, los rusos o los españoles usaron este procedimiento para publicar sus novelas (hoy diríamos para su «prepublicación», pero ya veremos hasta qué punto este término traiciona la verdadera dimensión de la publicación por entregas). Los editores de un periódico o de una revista solicitaban de un escritor —no alguien precisamente con renombre, sino más bien un buen «cronista» de hechos diversos de actualidad, o que pudieran pasar por ciertos gracias a los mecanismos de la verosimilitud literaria— que desarrollara un argumento determinado, muchas veces sugerido, si no obligado, por la dirección literaria de la publicación. El escritor, entonces, con unos plazos que solían ser quincenales pero que llegaban a ser, en otros casos, mensuales, se obligaba a desarrollar el argumento sugerido, dando más o menos rienda suelta a su imaginación.
Las obras de Dickens se consiguen en Colombia bajo el sello Clásicos de Penguin.
Cuando Dickens, por ejemplo, empezó la serie del Club Pickwick, su editor periodístico, Chapman & Hall, no solo le obligó a someterse al género de «narración de viaje doméstico de una delegación de cuatro caballeros de una sociedad diletante típicamente inglesa», sino que también le obligó, en principio, a escribir cada una de sus entregas literarias a partir de los dibujos que le iría presentando el dibujante correspondiente. Así solía hacerse: un dibujante de fama tenía a su «escritor» de turno. En el caso de Los papeles póstumos del Club Pickwick el dibujante resultó ser el muy conocido Robert Seymour, quien, antes de que Dickens empezara a escribir una sola línea del libro, le presentó un dibujo, el primero de la serie, en el que se veía a trece miembros de una sociedad de las características que hemos dicho, entre ellos los cuatro que Dickens seleccionaría para narrar por entregas las aventuras de la delegación del Club capitaneada por Samuel Pickwick. En el dibujo de Seymour los trece miembros aparecen sentados en torno a una mesa rectangular, con dos velas encima de la mesa y una lámpara —posiblemente ya de gas— colgando del techo. Uno de ellos, calvo y rechoncho, de edad mediana, vistiendo la levita propia de la época y encaramado a una silla, parece estar dirigiendo un discurso al resto de los miembros del Club, quizá anunciando las andanzas que se propone realizar en fecha próxima y de las que luego informará puntualmente, como jefe de la expedición, al resto de los miembros de la sociedad.
***Pero hay algo más que conviene subrayar sobre este formato de publicación de novelas. En aquel tiempo, un escritor que libraba quincenal o mensualmente un episodio de una novela —más todavía en el caso de un autor recién casado que, además, tenía que asistir todavía a sus padres y hermanos con trabajos más lucrativos que la escritura— no tenía propiamente en la cabeza, antes de empezar su labor, el plan general y completo de la obra; tenía quizá una idea aproximada de lo que iba a suceder, pero básicamente improvisaba a medida que vencían los plazos de entrega. Aquí interviene un factor de los que hoy estudia, de un modo especializado, la llamada «teoría de la recepción literaria»: el escritor podía percibir, entrega tras entrega —por los comentarios de lectores conocidos, por las cartas enviadas al director de la publicación, o por otros medios— hasta qué punto lo que estaba escribiendo era del agrado o no de sus lectores, y podía, de este modo, torcer sus planes iniciales (cuando los tenía) en favor de otros más adecuados a la «demanda» espontánea de su público.
Esto fue, propiamente, lo que marcó, desde Pickwick y para el resto de su producción, el modo de concebir la literatura, y hasta el estilo, de Charles Dickens. Para poner un ejemplo, cuando Dickens incorporó a la entrega número seis de Pickwick al personaje popular de Sam Weller —provisto de un lenguaje característico, el denominado cockney, o inglés de la baja clase urbana de Inglaterra, en especial de Londres—, las ventas del Evening Chronicle se dispararon: el tiraje pasó de cuatrocientos ejemplares a cuarenta mil; se trata de uno de los éxitos más sorprendentes de la historia de la novela por entregas. No es necesario decir que, con estas entregas, y luego con la publicación de las mismas en forma de libro, en 1837, Dickens se ganó para el resto de su vida el favor de un público muy amplio en Inglaterra, desde la clase aristocrática al pueblo llano, pasando por el público burgués urbano, que en la Europa de los siglos XVIII y XIX fue el más aficionado a la lectura.
Los papeles póstumos del Club Pickwick pudo haber acabado como uno más de los folletines que se escribían en la época, con independencia de su éxito de ventas; pues en su momento no lo tuvo de crítica, como suele suceder cuando aparece un libro de verdadero genio en el mundo editorial. Pero muy pronto se puso en evidencia que, no solo en el marco general de la producción novelesca de Dickens, sino aun en el cuadro general de la literatura europea moderna y contemporánea, Pickwick alcanzaba las cotas propias de las obras maestras. La obra es considerada todavía hoy, por muchos lectores (los ingleses y los catalanes, por la versión de Josep Carner, en especial), como la mejor de su autor, aunque, por las razones que ya hemos aducido, no sea la mejor construida.
Como queda dicho, la novela no era precisamente original, pues novelas de aventuras, de caballeros andantes y de lances y correrías de una serie de personajes sobre un terreno plural las había a montones en la tradición literaria inglesa anterior a nuestro autor. El mismo Dickens reconoció su deuda con Cervantes —de quien calcó, posiblemente por mediación de autores ingleses del XVIII, la contraposición entre un caballero leído y la naturalidad asilvestrada de un mozo sin lecturas— y también con los grandes novelistas de su país que imitaron al novelista español, en especial Laurence Sterne, Henry Fielding y Tobias Smollett. La trama argumental, por su lado, no presenta la estructura perfectamente trabada de algunas de las obras de madurez de Dickens, como La Casa lúgubre; solo dos de los cuatro miembros del Club, el propio Pickwick y Winkle, y con ellos, naturalmente, Sam Weller, poseen el perfil de los grandes personajes matizados, pero ni Tupman ni Snodgrass, y tampoco muchos otros personajes del libro, adquieren ese hálito de seres reales que suele ser imprescindible en el arte de la novela; la recurrencia —tan cervantina, otra vez— a las novelas intercaladas no siempre resulta feliz, y despista más que orienta (hay nueve de ellas, y son a veces estupendas, pero otras ligeramente tediosas); por otro lado, los guiños permanentes a las escenas góticas, lúgubres o cargadas de misterio, recuerdan demasiado a la tradición romántica, a Walter Scott en especial, para que puedan ser consideradas asombrosas.
Y, sin embargo, Los papeles póstumos del Club Pickwick se sitúa hoy, en el panorama de la novela inglesa, en un lugar tan destacado, o más, que Tom Jones, Joseph Andrews o Tristram Shandy; y, en el panorama de la novela universal de los últimos cinco siglos, en un lugar equiparable con el Quijote por lo que respecta a la repercusión que ambos libros han tenido en sus respectivos países, o con Shakespeare y su Falstaff en lo que se refiere a la creación de un personaje de rasgos imperecederos.
* Reconocido crítico literario, filósofo, ensayista, traductor y catedrático español de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, jubilado de la Universidad de Barcelona.
* Este texto se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial.