Cien años de Eduardo Ramírez Villamizar
Un texto a modo de ensayo para conmemorar el centenario del nacimiento del artista colombiano, que se cumplirá el próximo 27 de agosto.
Eduardo Márceles Daconte
Uno de los más admirados artistas colombianos del siglo XX, el pintor y escultor Eduardo Ramírez Villamizar, nació en Pamplona (Norte de Santander) el 27 de agosto de 1922. Su vocación original era la arquitectura, carrera para la cual estudió en la Universidad Nacional de Bogotá, entre 1940 y 1943. No obstante, sintiendo el llamado del arte, empezó a pintar con acuarela en una línea figurativa donde predominaron los paisajes andinos, autorretratos, parejas fundidas en un abrazo, retratos de personajes anónimos y mujeres hieráticas en actitud de espera, cuyos componentes se fueron desintegrando hacia la abstracción que mejor se manifiesta en su óleo titulado Amarillo-Rojo-Negro, de 1954.
En 1950 se radicó en París, donde investigó y trabajó nutriéndose de la vitalidad artística que se manifestaba en aquella ciudad después de la Segunda Guerra Mundial. Allí tuvo la oportunidad de conocer de primera mano las tendencias artísticas de pioneros del arte moderno y la abstracción, como Casimir Malevich, Piet Mondrian, Pablo Picasso, Paul Klee, Wassily Kandinsky, Vladimir Tatlin, el escultor rumano Constantin Brancusi y, de manera especial, el artista húngaro Víctor Vasarely, quien influyó en su eventual decisión de tomar el camino de la abstracción geométrica.
Cuando regresó al país en 1952, se dedicó a la pintura figurativa en la que, de manera gradual, fue introduciendo sutiles transformaciones en camino a la abstracción. En este mismo año expuso una muestra de su pintura más reciente en la Biblioteca Nacional de Bogotá, que ha sido considerada una de las exposiciones precursoras del arte abstracto en Colombia. En 1954 vivió por temporadas en diferentes países de Europa y pasó a Nueva York, donde conoció al curador y crítico de arte José Gómez Sicre, quien lo invitó a hacer una exposición individual en la Pan American Union en Washington. Más tarde expuso la misma muestra en una galería de arte de Nueva York, donde su pintura Blanco y Negro (1956) fue adquirida por el Museo de Arte Moderno (MoMA), para ingresar a su colección permanente.
Por aquella época su trabajo fue seleccionado para representar a Colombia en la Bienal de São Paulo (1957) y un año después participó en la Bienal de Venecia, donde su obra tuvo la distinción de ser elogiada por la crítica especializada. De hecho, Ramírez Villamizar gozó de la admiración de sus contemporáneos y de un jurado calificador que le otorgó el primer premio en los Salones Nacionales de Artistas en 1959, 1962, 1964 y 1966. De manera gradual se fue aproximando a la escultura a través de su interés por el relieve.
Su vida artística dio un giro radical en 1958, cuando fue comisionado para hacer una pintura abstracta en la sede principal del Banco de Bogotá. No obstante, logró convencer a los arquitectos de realizar un relieve por ser una solución intermedia entre la pintura y la escultura. En ese mural supo emparentar de manera inteligente los elementos geométricos de líneas ondulantes con diseños precolombinos, logrando que los efectos espaciales evocaran un altar colonial barroco de madera cubierto con hojilla de oro. Su relieve El Dorado (2,5 m) integra de manera magistral diferentes etapas del desarrollo artístico de Colombia dentro de un lenguaje contemporáneo. Sus relieves de madera, de preferencia blancos, definen espacios horizontales que se enriquecen con las cambiantes fuentes de iluminación que les imprimen un juego de sombras y luces inédito en el país hasta aquella época.
Le recomendamos leer: Por la dignidad en el fútbol femenino I (fútbol paradójico)
A finales de 1962 fue testigo en Nueva York del curso que tomaba la escultura abstracta, de manera especial la del estadounidense David Smith (1906-1965), considerado el precursor de este tipo de trabajo con piezas de hierro soldado y pulido, abierto y lineal que, en ocasiones, recuerdan una caligrafía metálica tridimensional. En su viaje anterior por Europa, Ramírez Villamizar conoció la obra monumental del escultor británico sir Anthony Caro (1924-2013), cuyas composiciones geométricas, hechas con metales industriales soldados o atornillados y colores sólidos, descansan directamente sobre el suelo.
Una de las grandes contribuciones de Caro fue desafiar la estatuaria eliminando el pedestal para dejar la obra a nivel del espectador que la hace más fácil de admirar desde diferentes ángulos. La sostenida creatividad del artista colombiano demuestra que asimiló estas enseñanzas de manera original, basado en su propia experiencia y la herencia de una cultura que remonta sus orígenes escultóricos a la civilización prehispánica de San Agustín, la cual floreció en el sur de Colombia entre los siglos IV y IX de nuestra era.
A partir de 1963 se concentró en explorar obras tridimensionales que desde entonces fueron el núcleo de su trabajo. Por aquella época, en medio de su producción de relieves, dedicó una de sus esculturas al poeta Jorge Gaitán Durán (Pamplona, 1924-Isla de Guadalupe, 1962) y una más para recordar al poeta Eduardo Cote Lamus (Cúcuta, 1928-Los Patios, 1964) con el extraño título de Saludo al astronauta, obras en homenaje a estos ilustres poetas y amigos cuyo trágico destino los llevó a morir aún jóvenes en sendos accidentes de movilidad.
A principios de la década del 70, Ramírez Villamizar recibió el encargo de crear cuatro esculturas monumentales en Estados Unidos. Una de ellas la tituló Cuatro torres, singular composición arquitectónica en concreto, ubicada en una autopista del estado de Vermont; Columnata a la vista en Fort Tryon Park cerca del museo The Cloisters de Nueva York, especializado en arte y arquitectura medieval; Hexágono, una obra en aluminio rojo para una escuela secundaria de Nueva York y el monumento De Colombia a John Kennedy, escultura en forma de caracol, instalada en los jardines del Kennedy Center para las Artes Escénicas en Washington, D. C., como regalo del gobierno de Colombia (1973).
Le invitamos a leer: Lo que se requería para reemplazar a don Vito Corleone
De regreso al país, en 1974, se instaló en una casa-taller en Suba, inmersa en esa naturaleza que tanto influyó en su trabajo, con títulos alusivos como Caracol-pájaro, Caracol escalera, Construcción cangrejo, Rosa náutica, Insectos policromados y Amonitas fósiles, y desde allí desarrolló una obra artística que dio sus frutos en grandes monumentos a través de un minucioso y exigente trabajo, dentro de líneas elegantes que trazan ritmos diagonales repetidos como en su Nave espacial (1979), una escultura de 25 toneladas en lámina de hierro policromado que descansa sobre el piso de la plazoleta del Centro de Convenciones de Bogotá. También diseñó las estructuras verticales de naturaleza arquitectónica que encontramos en Dieciséis torres (1974), módulos de concreto armado en el Parque Nacional de Bogotá.
Ya había dejado atrás los relieves para concentrar su energía creativa en las esculturas, cuando en 1983 visitó Machu Picchu, en Perú. Descubrir la ciudad perdida de los incas para él fue como destapar una caja de Pandora, ya que los canales de irrigación, terrazas, acueducto, plaza ceremonial, templos, máscaras y su arquitectura ancestral fueron desde entonces un filón de posibilidades que exploró en numerosas esculturas, en las que logró un equilibrio entre naturaleza y arquitectura. Son estructuras complejas y austeras de grandes planos rectangulares articulados de manera armónica que exhiben la textura y el color natural del hierro oxidado. El artista fue siempre un admirador de las culturas precolombinas. Se interesó de manera especial por la cerámica y la orfebrería ancestral que admiraba en el Museo del Oro de Bogotá, en donde hacía bocetos de las figuras que llamaban su atención.
En la década de 1980 concibió un conjunto de esculturas en acero tituladas Serpiente precolombina, así como cubos polifacéticos de intrincadas figuras geométricas. Su participación en la III Bienal de La Habana (1989) la denominó Homenaje a los artífices precolombinos, un título que refrenda su admiración por las manifestaciones artísticas de las civilizaciones que florecieron antes del arribo de los conquistadores españoles. En su última etapa creativa, Ramírez Villamizar realizó su obra Doble victoria alada (1994), dos estructuras modulares de perfiles diagonales y horizontales en forma de diamante, enfrentadas sobre la avenida El Dorado de Bogotá, como homenaje a la célebre escultura Victoria de Samotracia, de autor anónimo, que reposa en el Museo del Louvre en París
En la escultura de Ramírez Villamizar es fácil advertir el carácter obsesivo por el detalle y un acabado en perfecto equilibrio que estaría cerca del minimalismo, por sus formas simplificadas y dinámicas, pero también del constructivismo, término que cobija a algunos destacados escultores de nuestra geografía nacional. Quienes lo conocimos recordamos su talante amable y generoso, era de naturaleza íntima, proclive al silencio y la austeridad, amigo de la introspección filosófica. En su estudio de Suba mantuvo a la vista una valiosa colección de obras precolombinas y de caracoles del mundo que solía analizar de manera concienzuda para resolver problemas de espacio en sus composiciones, muchas de las cuales incluyen el título de caracol y algo más.
Le puede interesar: El “ser para la muerte” de Martin Heidegger
Uno de los más celebrados artistas colombianos del siglo XX, reconocido como tal en toda América Latina y el Caribe, murió el 23 de agosto de 2004 en Bogotá. Sus cenizas reposan en una vasija de barro hecha por la artista Beatriz Daza, enterrada junto a un magnolio centenario en el patio del Museo de Arte Moderno que lleva su nombre, en su ciudad natal de Pamplona.
Uno de los más admirados artistas colombianos del siglo XX, el pintor y escultor Eduardo Ramírez Villamizar, nació en Pamplona (Norte de Santander) el 27 de agosto de 1922. Su vocación original era la arquitectura, carrera para la cual estudió en la Universidad Nacional de Bogotá, entre 1940 y 1943. No obstante, sintiendo el llamado del arte, empezó a pintar con acuarela en una línea figurativa donde predominaron los paisajes andinos, autorretratos, parejas fundidas en un abrazo, retratos de personajes anónimos y mujeres hieráticas en actitud de espera, cuyos componentes se fueron desintegrando hacia la abstracción que mejor se manifiesta en su óleo titulado Amarillo-Rojo-Negro, de 1954.
En 1950 se radicó en París, donde investigó y trabajó nutriéndose de la vitalidad artística que se manifestaba en aquella ciudad después de la Segunda Guerra Mundial. Allí tuvo la oportunidad de conocer de primera mano las tendencias artísticas de pioneros del arte moderno y la abstracción, como Casimir Malevich, Piet Mondrian, Pablo Picasso, Paul Klee, Wassily Kandinsky, Vladimir Tatlin, el escultor rumano Constantin Brancusi y, de manera especial, el artista húngaro Víctor Vasarely, quien influyó en su eventual decisión de tomar el camino de la abstracción geométrica.
Cuando regresó al país en 1952, se dedicó a la pintura figurativa en la que, de manera gradual, fue introduciendo sutiles transformaciones en camino a la abstracción. En este mismo año expuso una muestra de su pintura más reciente en la Biblioteca Nacional de Bogotá, que ha sido considerada una de las exposiciones precursoras del arte abstracto en Colombia. En 1954 vivió por temporadas en diferentes países de Europa y pasó a Nueva York, donde conoció al curador y crítico de arte José Gómez Sicre, quien lo invitó a hacer una exposición individual en la Pan American Union en Washington. Más tarde expuso la misma muestra en una galería de arte de Nueva York, donde su pintura Blanco y Negro (1956) fue adquirida por el Museo de Arte Moderno (MoMA), para ingresar a su colección permanente.
Por aquella época su trabajo fue seleccionado para representar a Colombia en la Bienal de São Paulo (1957) y un año después participó en la Bienal de Venecia, donde su obra tuvo la distinción de ser elogiada por la crítica especializada. De hecho, Ramírez Villamizar gozó de la admiración de sus contemporáneos y de un jurado calificador que le otorgó el primer premio en los Salones Nacionales de Artistas en 1959, 1962, 1964 y 1966. De manera gradual se fue aproximando a la escultura a través de su interés por el relieve.
Su vida artística dio un giro radical en 1958, cuando fue comisionado para hacer una pintura abstracta en la sede principal del Banco de Bogotá. No obstante, logró convencer a los arquitectos de realizar un relieve por ser una solución intermedia entre la pintura y la escultura. En ese mural supo emparentar de manera inteligente los elementos geométricos de líneas ondulantes con diseños precolombinos, logrando que los efectos espaciales evocaran un altar colonial barroco de madera cubierto con hojilla de oro. Su relieve El Dorado (2,5 m) integra de manera magistral diferentes etapas del desarrollo artístico de Colombia dentro de un lenguaje contemporáneo. Sus relieves de madera, de preferencia blancos, definen espacios horizontales que se enriquecen con las cambiantes fuentes de iluminación que les imprimen un juego de sombras y luces inédito en el país hasta aquella época.
Le recomendamos leer: Por la dignidad en el fútbol femenino I (fútbol paradójico)
A finales de 1962 fue testigo en Nueva York del curso que tomaba la escultura abstracta, de manera especial la del estadounidense David Smith (1906-1965), considerado el precursor de este tipo de trabajo con piezas de hierro soldado y pulido, abierto y lineal que, en ocasiones, recuerdan una caligrafía metálica tridimensional. En su viaje anterior por Europa, Ramírez Villamizar conoció la obra monumental del escultor británico sir Anthony Caro (1924-2013), cuyas composiciones geométricas, hechas con metales industriales soldados o atornillados y colores sólidos, descansan directamente sobre el suelo.
Una de las grandes contribuciones de Caro fue desafiar la estatuaria eliminando el pedestal para dejar la obra a nivel del espectador que la hace más fácil de admirar desde diferentes ángulos. La sostenida creatividad del artista colombiano demuestra que asimiló estas enseñanzas de manera original, basado en su propia experiencia y la herencia de una cultura que remonta sus orígenes escultóricos a la civilización prehispánica de San Agustín, la cual floreció en el sur de Colombia entre los siglos IV y IX de nuestra era.
A partir de 1963 se concentró en explorar obras tridimensionales que desde entonces fueron el núcleo de su trabajo. Por aquella época, en medio de su producción de relieves, dedicó una de sus esculturas al poeta Jorge Gaitán Durán (Pamplona, 1924-Isla de Guadalupe, 1962) y una más para recordar al poeta Eduardo Cote Lamus (Cúcuta, 1928-Los Patios, 1964) con el extraño título de Saludo al astronauta, obras en homenaje a estos ilustres poetas y amigos cuyo trágico destino los llevó a morir aún jóvenes en sendos accidentes de movilidad.
A principios de la década del 70, Ramírez Villamizar recibió el encargo de crear cuatro esculturas monumentales en Estados Unidos. Una de ellas la tituló Cuatro torres, singular composición arquitectónica en concreto, ubicada en una autopista del estado de Vermont; Columnata a la vista en Fort Tryon Park cerca del museo The Cloisters de Nueva York, especializado en arte y arquitectura medieval; Hexágono, una obra en aluminio rojo para una escuela secundaria de Nueva York y el monumento De Colombia a John Kennedy, escultura en forma de caracol, instalada en los jardines del Kennedy Center para las Artes Escénicas en Washington, D. C., como regalo del gobierno de Colombia (1973).
Le invitamos a leer: Lo que se requería para reemplazar a don Vito Corleone
De regreso al país, en 1974, se instaló en una casa-taller en Suba, inmersa en esa naturaleza que tanto influyó en su trabajo, con títulos alusivos como Caracol-pájaro, Caracol escalera, Construcción cangrejo, Rosa náutica, Insectos policromados y Amonitas fósiles, y desde allí desarrolló una obra artística que dio sus frutos en grandes monumentos a través de un minucioso y exigente trabajo, dentro de líneas elegantes que trazan ritmos diagonales repetidos como en su Nave espacial (1979), una escultura de 25 toneladas en lámina de hierro policromado que descansa sobre el piso de la plazoleta del Centro de Convenciones de Bogotá. También diseñó las estructuras verticales de naturaleza arquitectónica que encontramos en Dieciséis torres (1974), módulos de concreto armado en el Parque Nacional de Bogotá.
Ya había dejado atrás los relieves para concentrar su energía creativa en las esculturas, cuando en 1983 visitó Machu Picchu, en Perú. Descubrir la ciudad perdida de los incas para él fue como destapar una caja de Pandora, ya que los canales de irrigación, terrazas, acueducto, plaza ceremonial, templos, máscaras y su arquitectura ancestral fueron desde entonces un filón de posibilidades que exploró en numerosas esculturas, en las que logró un equilibrio entre naturaleza y arquitectura. Son estructuras complejas y austeras de grandes planos rectangulares articulados de manera armónica que exhiben la textura y el color natural del hierro oxidado. El artista fue siempre un admirador de las culturas precolombinas. Se interesó de manera especial por la cerámica y la orfebrería ancestral que admiraba en el Museo del Oro de Bogotá, en donde hacía bocetos de las figuras que llamaban su atención.
En la década de 1980 concibió un conjunto de esculturas en acero tituladas Serpiente precolombina, así como cubos polifacéticos de intrincadas figuras geométricas. Su participación en la III Bienal de La Habana (1989) la denominó Homenaje a los artífices precolombinos, un título que refrenda su admiración por las manifestaciones artísticas de las civilizaciones que florecieron antes del arribo de los conquistadores españoles. En su última etapa creativa, Ramírez Villamizar realizó su obra Doble victoria alada (1994), dos estructuras modulares de perfiles diagonales y horizontales en forma de diamante, enfrentadas sobre la avenida El Dorado de Bogotá, como homenaje a la célebre escultura Victoria de Samotracia, de autor anónimo, que reposa en el Museo del Louvre en París
En la escultura de Ramírez Villamizar es fácil advertir el carácter obsesivo por el detalle y un acabado en perfecto equilibrio que estaría cerca del minimalismo, por sus formas simplificadas y dinámicas, pero también del constructivismo, término que cobija a algunos destacados escultores de nuestra geografía nacional. Quienes lo conocimos recordamos su talante amable y generoso, era de naturaleza íntima, proclive al silencio y la austeridad, amigo de la introspección filosófica. En su estudio de Suba mantuvo a la vista una valiosa colección de obras precolombinas y de caracoles del mundo que solía analizar de manera concienzuda para resolver problemas de espacio en sus composiciones, muchas de las cuales incluyen el título de caracol y algo más.
Le puede interesar: El “ser para la muerte” de Martin Heidegger
Uno de los más celebrados artistas colombianos del siglo XX, reconocido como tal en toda América Latina y el Caribe, murió el 23 de agosto de 2004 en Bogotá. Sus cenizas reposan en una vasija de barro hecha por la artista Beatriz Daza, enterrada junto a un magnolio centenario en el patio del Museo de Arte Moderno que lleva su nombre, en su ciudad natal de Pamplona.