Cien años de Héctor Rojas Herazo
En abril pasado, el Ministerio de Cultura declaró 2021 el año del centenario de Héctor Rojas Herazo, para conmemorar su natalicio y honrar su memoria como uno de los escritores y artistas visuales más significativos del Caribe colombiano en el siglo XX.
Eduardo Márceles Daconte - eduardomarceles@yahoo.com
Más conocido como poeta y narrador en cuyas obras Respirando el verano, En noviembre llega el arzobispo y Celia se pudre enfoca la cultura caribeña de Colombia, la pintura también ocupa un renglón importante en la vida artística de Héctor Rojas Herazo (Tolú, 1921, Bogotá, 2002). Su extensa producción literaria comprende libros de poesía, novelas, artículos de prensa y más de sesenta exposiciones de pintura en Colombia y el extranjero. En una primera época se dedicó a pintar escenas de la vida cotidiana con colores diluidos en agua como guache, tintas o acuarela, en una suerte de costumbrismo rural ejercido por un testigo que se asombra de las cosas que observa a su alrededor.
Más tarde, en sus temas iniciales, se interesó por las estampas de la historia sagrada como David contra Goliat, El suicidio de Saúl o Viaje de Tobías acompañado por un ángel, entre otros temas alegóricos. Según su testimonio, “a través de esos personajes bíblicos yo buscaba lo más profundo de mí, al tiempo que indagaba en el desvelamiento de un enigma geográfico”. No recuerda cuándo exactamente comenzó a pintar pero sí está seguro de que era algo biológico como respirar o caminar. Su primer maestro de dibujo en Tolú fue su primo José Manuel González, de quien admiraba su línea fácil, el fervor que imprimía a su oficio y su innato dominio para encuadrar los elementos compositivos. Dibujaba los animales domésticos, el campanario de la iglesia o retrataba a su hermana Amalia, según recuerda, era “una caligrafía del asombro”.
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Fue un artista autodidacta por intuición y vocación que se resistió a hacer una pintura cosmopolita; en su lugar, se inclinó por cierta corriente criollista, que se manifestó en un grupo de artistas visuales, músicos y escritores de América Latina desde finales del siglo XIX hasta entrado el siglo XX, entre quienes recordamos a Rómulo Gallegos (Venezuela), José Eustasio Rivera (Colombia), Horacio Quiroga (Uruguay) y Ricardo Güiraldes y Benito Lynch (Argentina), sin dejar de reconocer su admiración por los experimentos visuales de Picasso y la exuberante naturaleza de Alejandro Obregón, con quien compartió una cercana amistad.
El criollismo se caracteriza por enfocar las tradiciones, costumbres, creencias y leyendas y el lenguaje popular con énfasis en el campesinado. En este sentido, la pintura de Rojas Herazo retrata aspectos y recuerdos autobiográficos de su terruño, así como escenas de la sociedad de su época, aunque también las vicisitudes que pueden ocasionar las injusticias sociales y, en general, el momento histórico que viven las comunidades marginadas.
Siempre mantuvo una decidida admiración por el muralismo mexicano, en especial por la “lujuria testimonial” de José Clemente Orozco, cuya obra definió como una “mezcla inquietante de inmovilidad bizantina y turbulencia barroca”, elementos que incorporó a su pintura de carácter expresionista en un contexto cromático de rica textura. Es una obra de afirmación cultural que interpreta nuestra singularidad regional, étnica y social, sustentada en sus recuerdos de infancia y los personajes típicos que pasaron por el patio de su casa, como la vendedora de frutas o de pescado, los músicos, serenateros, la niña volando cometa, espantapájaros, bodegones, flautistas, arlequines y otras figuras de la comedia del arte.
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En una entrevista con el poeta Jorge García Usta, explicó su inclinación por estos protagonistas de su pintura: “Yo tengo verdadera obsesión por las vendedoras. Para mí, son reinas de una altísima comarca. De allí esa majestad, esa quietud casi amenazadora, esa hipnótica introversión que he perseguido de ellas. Igual con los jauleros y los músicos. Trato de alcanzar ese centro hierático que hace posible su rigurosa gestualidad, igual con las frutas y los peces. Todos ellos son facciones que conforman el rostro de nuestra geografía. Lo que ellos encierran de trascendente localismo. Estoy, pues, a la búsqueda de una mitografía”.
Desde joven alternó la literatura con una pintura figurativa, sin ser realista, de trazo vigoroso que aludía a la naturaleza costeña, su fauna (en especial las temidas barracudas), sus mitos y leyendas. Tolú, su pueblo natal, es fundamental en su obra plástica, donde es fácil advertir cierto aroma de nostalgia, aunque también se percibe el desarraigo o la soledad de personajes que sobreviven en la informalidad laboral, representados mediante una visión poética que los ubica como guerreros de la cotidianidad.
Según comentó en aquella entrevista: “Mis pinturas son testimonios de durísimas batallas entre mi imaginación y mis habilidades. De todas maneras, no hay mejor maestro de sí mismo que un aprendiz entusiasta. Trato de sacarle el máximo provecho a mis orfandades. No olvidemos que todo conocimiento que adquirimos es siempre, en alguna forma, un conocimiento de nosotros mismos. ¿Hasta qué punto el uso de los materiales, la intención, busca explorar nuestra ancestral sensualidad como pueblo?”.
Su obra está regida por una gama de fogosos amarillos, rojos, ocres, negros y blancos, que imprimen una personalidad cálida a sus macizas siluetas, así como por matices primarios entramados entre las líneas de sus temas favoritos. Sus composiciones suelen ser sencillas, de formas geométricas simplificadas y rasgos esquematizados que, en algunos casos, recuerdan volúmenes sólidos por la rigidez hierática de su concepción visual.
Las etapas por las que pasó su pintura se caracterizan por fusionar la sensualidad caribeña con un rigor intelectual, que logra trascender el localismo de su temática visual. Disfrutaba de la pintura como una mezcla de alegría y angustia, de sufriente fantasía y de amor por la sorpresa. “Era otra de las formas de enfrentarme al terror, de embarrarme con mis orígenes, de gozar y padecer con el esplendor y las limitaciones de mi inocencia”.
De naturaleza investigativa, su producción asimiló también el cubismo, que derivaba en ocasiones hacia la abstracción de sus componentes estructurales. En algunas de sus obras especula sobre la metamorfosis de las imágenes, utilizando la técnica del raspado sobre la capa cromática para dejar entrever la luz que se proyecta desde el trasfondo. A pesar de ser un narrador de largo aliento e imaginativas metáforas, cada una de sus pinturas equivale a un verso o quizás a una estrofa de su poesía, que describía con un aire entre amargo y nostálgico su trayectoria vital.
Más conocido como poeta y narrador en cuyas obras Respirando el verano, En noviembre llega el arzobispo y Celia se pudre enfoca la cultura caribeña de Colombia, la pintura también ocupa un renglón importante en la vida artística de Héctor Rojas Herazo (Tolú, 1921, Bogotá, 2002). Su extensa producción literaria comprende libros de poesía, novelas, artículos de prensa y más de sesenta exposiciones de pintura en Colombia y el extranjero. En una primera época se dedicó a pintar escenas de la vida cotidiana con colores diluidos en agua como guache, tintas o acuarela, en una suerte de costumbrismo rural ejercido por un testigo que se asombra de las cosas que observa a su alrededor.
Más tarde, en sus temas iniciales, se interesó por las estampas de la historia sagrada como David contra Goliat, El suicidio de Saúl o Viaje de Tobías acompañado por un ángel, entre otros temas alegóricos. Según su testimonio, “a través de esos personajes bíblicos yo buscaba lo más profundo de mí, al tiempo que indagaba en el desvelamiento de un enigma geográfico”. No recuerda cuándo exactamente comenzó a pintar pero sí está seguro de que era algo biológico como respirar o caminar. Su primer maestro de dibujo en Tolú fue su primo José Manuel González, de quien admiraba su línea fácil, el fervor que imprimía a su oficio y su innato dominio para encuadrar los elementos compositivos. Dibujaba los animales domésticos, el campanario de la iglesia o retrataba a su hermana Amalia, según recuerda, era “una caligrafía del asombro”.
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Fue un artista autodidacta por intuición y vocación que se resistió a hacer una pintura cosmopolita; en su lugar, se inclinó por cierta corriente criollista, que se manifestó en un grupo de artistas visuales, músicos y escritores de América Latina desde finales del siglo XIX hasta entrado el siglo XX, entre quienes recordamos a Rómulo Gallegos (Venezuela), José Eustasio Rivera (Colombia), Horacio Quiroga (Uruguay) y Ricardo Güiraldes y Benito Lynch (Argentina), sin dejar de reconocer su admiración por los experimentos visuales de Picasso y la exuberante naturaleza de Alejandro Obregón, con quien compartió una cercana amistad.
El criollismo se caracteriza por enfocar las tradiciones, costumbres, creencias y leyendas y el lenguaje popular con énfasis en el campesinado. En este sentido, la pintura de Rojas Herazo retrata aspectos y recuerdos autobiográficos de su terruño, así como escenas de la sociedad de su época, aunque también las vicisitudes que pueden ocasionar las injusticias sociales y, en general, el momento histórico que viven las comunidades marginadas.
Siempre mantuvo una decidida admiración por el muralismo mexicano, en especial por la “lujuria testimonial” de José Clemente Orozco, cuya obra definió como una “mezcla inquietante de inmovilidad bizantina y turbulencia barroca”, elementos que incorporó a su pintura de carácter expresionista en un contexto cromático de rica textura. Es una obra de afirmación cultural que interpreta nuestra singularidad regional, étnica y social, sustentada en sus recuerdos de infancia y los personajes típicos que pasaron por el patio de su casa, como la vendedora de frutas o de pescado, los músicos, serenateros, la niña volando cometa, espantapájaros, bodegones, flautistas, arlequines y otras figuras de la comedia del arte.
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En una entrevista con el poeta Jorge García Usta, explicó su inclinación por estos protagonistas de su pintura: “Yo tengo verdadera obsesión por las vendedoras. Para mí, son reinas de una altísima comarca. De allí esa majestad, esa quietud casi amenazadora, esa hipnótica introversión que he perseguido de ellas. Igual con los jauleros y los músicos. Trato de alcanzar ese centro hierático que hace posible su rigurosa gestualidad, igual con las frutas y los peces. Todos ellos son facciones que conforman el rostro de nuestra geografía. Lo que ellos encierran de trascendente localismo. Estoy, pues, a la búsqueda de una mitografía”.
Desde joven alternó la literatura con una pintura figurativa, sin ser realista, de trazo vigoroso que aludía a la naturaleza costeña, su fauna (en especial las temidas barracudas), sus mitos y leyendas. Tolú, su pueblo natal, es fundamental en su obra plástica, donde es fácil advertir cierto aroma de nostalgia, aunque también se percibe el desarraigo o la soledad de personajes que sobreviven en la informalidad laboral, representados mediante una visión poética que los ubica como guerreros de la cotidianidad.
Según comentó en aquella entrevista: “Mis pinturas son testimonios de durísimas batallas entre mi imaginación y mis habilidades. De todas maneras, no hay mejor maestro de sí mismo que un aprendiz entusiasta. Trato de sacarle el máximo provecho a mis orfandades. No olvidemos que todo conocimiento que adquirimos es siempre, en alguna forma, un conocimiento de nosotros mismos. ¿Hasta qué punto el uso de los materiales, la intención, busca explorar nuestra ancestral sensualidad como pueblo?”.
Su obra está regida por una gama de fogosos amarillos, rojos, ocres, negros y blancos, que imprimen una personalidad cálida a sus macizas siluetas, así como por matices primarios entramados entre las líneas de sus temas favoritos. Sus composiciones suelen ser sencillas, de formas geométricas simplificadas y rasgos esquematizados que, en algunos casos, recuerdan volúmenes sólidos por la rigidez hierática de su concepción visual.
Las etapas por las que pasó su pintura se caracterizan por fusionar la sensualidad caribeña con un rigor intelectual, que logra trascender el localismo de su temática visual. Disfrutaba de la pintura como una mezcla de alegría y angustia, de sufriente fantasía y de amor por la sorpresa. “Era otra de las formas de enfrentarme al terror, de embarrarme con mis orígenes, de gozar y padecer con el esplendor y las limitaciones de mi inocencia”.
De naturaleza investigativa, su producción asimiló también el cubismo, que derivaba en ocasiones hacia la abstracción de sus componentes estructurales. En algunas de sus obras especula sobre la metamorfosis de las imágenes, utilizando la técnica del raspado sobre la capa cromática para dejar entrever la luz que se proyecta desde el trasfondo. A pesar de ser un narrador de largo aliento e imaginativas metáforas, cada una de sus pinturas equivale a un verso o quizás a una estrofa de su poesía, que describía con un aire entre amargo y nostálgico su trayectoria vital.