Arturo Cova, descenso al infierno de un poeta maldito
A propósito del centenario de “La vorágine”, que se conmemora el 24 de noviembre, presentamos la historia de Arturo Cova, personaje principal de la novela. Al escapar de Bogotá, este poeta se sumergió en un infierno de violencia y soledad.
Orlando Plata González
Aunque Cortázar reveló que “la novela siempre gana por puntos, mientras que el cuento debe ganar por nocaut”, La vorágine es un caso singular, pues captura al lector desde el primer renglón y no lo suelta hasta la última página. La prueba es que muchos aprendimos de memoria su impactante comienzo: “Antes de que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”.
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Aunque Cortázar reveló que “la novela siempre gana por puntos, mientras que el cuento debe ganar por nocaut”, La vorágine es un caso singular, pues captura al lector desde el primer renglón y no lo suelta hasta la última página. La prueba es que muchos aprendimos de memoria su impactante comienzo: “Antes de que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”.
Esta declaración preliminar de principios sintetiza de forma poética el microcosmos que abarca la novela: la mujer, la Violencia (con mayúscula en el original) y la vida como un funesto juego de azar; además, la descarnada sinceridad de esta afirmación evidencia que el protagonista de la historia es un antihéroe.
Arturo Cova no solo huye de Bogotá para evitar las represalias que le acarrearía el rapto de Alicia, sino que anhela escapar de sí mismo y perderse en la nada. El motivo del rapto (célebre desde Helena y el rapto de las sabinas) nos remonta de inmediato al concepto del honor; de tal manera que si la huida inicial de la pareja es fruto de la deshonra que ha caído sobre ella, la rabia de Cova cuando va de cacería tras Narciso Barrera (quien se la llevó) no dista mucho de la que provocó la ira de Aquiles. “¡Me robé una mujer y me la robaron! Vengo a matar al que la tenga”, aseguró.
Es curioso notar cómo la amenaza de encarcelamiento que pesa sobre Cova, a raíz del rapto y también por acuñar moneda falsa, palidece a todas luces frente al furor que lo enceguece cuando es a su vez despojado de Alicia. Entonces, al calor de la malsana pasión vengadora, Arturo se sumerge en el torbellino que lo destruirá; se trata de la tentación de caer, el vértigo del abismo, la fascinación por el descenso al infierno. Igual que los poetas malditos, Cova tiene la intuición de su destino. Múltiples reiteraciones aluden y auguran ese hado trágico que se cierne sobre él: “¡Pasé por encima de la ventura, como flecha que marra su blanco, sin poder corregir el fatal impulso y sin otro destino que caer!, y a esto lo llamaban mi porvenir”.
Desde el principio, la certeza de un inevitable desenlace fatal es siempre nítida. Ocho días antes de llegar a La Maporita, cuando aún la aventura no comienza, vemos al rudo Cova quejarse amargamente ante don Rafo así: “Hoy me ha visto usted llorar, no por flaqueza de ánimo, que bastante rencor le tengo a la vida; lloré por mis aspiraciones engañadas, por mis ensueños desvanecidos, por lo que no fui, por lo que no seré jamás”.
Hay que destacar que la novela está dividida en tres partes (como La divina comedia), pero la estructura, que allí es una escalera al Cielo, aquí resulta ser una caída sin retorno. Recurriendo a una metáfora musical, La vorágine tiene un desarrollo in crescendo. En la primera parte, a pesar de que el futuro no es esperanzador para la joven pareja, los personajes aún se proyectan hacia un mañana. No obstante, como presagiando el final, la primera parte remata con esta exclamación: “¡Dios me desamparaba y el amor huía! ¡En medio de las llamas, empecé a reír como Satanás!”.
Ya en la segunda parte, el poeta se interna en la selva con este amargo lamento: “¡Oh, selva, esposa del silencio, madre de la soledad y de la neblina! ¿Qué hado maligno me dejó prisionero de tu cárcel verde?”. El hombre es un perdedor a priori en la selva, donde toda fuerza perece, todo sentimiento se pervierte (en la atmósfera de la novela), las fiebres consumen, las hormigas arrasan con todo (como en Cien años de soledad; curiosa coincidencia) y la magnitud de la naturaleza hace enloquecer hasta al más templado. Cova sabe que en la selva no hay sueños que alimentar: “Tengo el presentimiento de que mi senda toca a su fin y, cual sordo zumbido de ramajes en la tormenta, percibo la amenaza de la vorágine”.
Es evidente que aquí ya no se resiente por vislumbrar un porvenir sin gloria ni por la pérdida de sus ilusiones; se habla ya de la muerte como única salida de la selva, pero perecer allí implica una simbiosis vital: “Es la muerte que pasa dando la vida. Óyese el golpe de la fruta que al abatirse hace la promesa de su semilla”. La exuberancia del medio hace insignificante lo humano frente al embrujo inconmensurable de la selva. La selva es un ser vivo; un personaje definido, inmenso y con una psicología propia, que evoca los mitos en que la naturaleza es una fuerza personificada.
Hay que destacar la voluntad del estilo realista de Rivera en esta obra. La realidad es enfocada con la lente del lenguaje adecuado a cada personaje y ambiente. El citadino, el llanero, el indio, el mulato…, cada uno emplea el léxico que su rango social y el medio cultural le permiten conocer. Los americanismos dan la nota predominante y hacen efectivo este recurso estilístico, que otorga credibilidad a los personajes y verisimilitud al argumento; pero no todo son chinchorros, tambochas, mañoco y moriches. Los regionalismos le dan sazón a la obra, mas no la constituyen íntimamente, pues otra vertiente en la que bebe Rivera es en la cristalina fuente del lenguaje modernista, que se manifiesta de forma contundente en sus magníficas descripciones.
La realidad de la selva es tal vez la más agobiante. La fidelidad y el brillo de las imágenes, la observación sobre los estados psíquicos que provocan ciertos parajes con su influjo y la exactitud de los datos geográficos (hay mapas detallados de la ruta de Cova) demuestran que el narrador fue testigo vivencial de lo que nos cuenta. En este punto hay una crítica que Rivera lanza contra los románticos bucólicos que pintaban paisajes ideales donde sus anodinos personajes deambulaban sin otro temor que los mosquitos y la insolación: “Pobre fantasía de los poetas que solo conocen soledades domesticadas”. Por ello en la selva (segunda y tercera parte) es donde surge con mayor crudeza esta sed de realismo, que en su expresión más descarnada y cinematográfica se llamó naturalismo; quizá la única forma de plasmar y denunciar el infierno de las caucherías, que en ese entonces (1924) fue algo por completo insólito.
Pero la literatura es un arma de doble filo. Rivera escribió La vorágine después de haber recorrido la zona como miembro de una comisión cartográfica encargada de revisar ciertas cuestiones limítrofes con Perú y Brasil. Dos años más tarde escribía en el diario El Tiempo: “Dios sabe que al componer mi libro no obedecí a otro móvil que al de buscar la redención de esos infelices que tienen la selva por cárcel. Sin embargo, lejos de conseguirlo, les agravé la situación, pues solo he logrado hacer ver mitológicos sus padecimientos y novelescas las torturas que los aniquilan…”. Y acaba confesando que “la novela se vende, pero no se comprende”; paradoja que acaba de cumplir un siglo.
Para concluir, es interesante observar que el trágico destino de Cova representa el desarraigo del hombre moderno, civilizado, citadino, que prefiere inmolarse ante la naturaleza, porque en la lucha cuerpo a cuerpo con la furia de los elementos se perece, pero también se hace leyenda y la muerte corona de gloria al guerrero caído en singular combate.