Yo visité Macondo (Diez años de soledad)
Este texto, que hace parte del especial en conmemoración de los diez años de la muerte de Gabriel García Márquez, aborda la construcción del Macondo de “Cien años de soledad” para su adaptación audiovisual que será estrenada en Netflix.
Alberto Medina López
El Macondo que conocí ya tenía el letrero con su nombre. Los días aciagos de la peste del insomnio, cuya peor consecuencia era la pérdida de la memoria, eran asunto del pasado. La orden de José Arcadio Buendía de marcar los objetos, los animales, el nombre del pueblo y hasta la sentencia sobre la existencia de Dios, con un hisopo entintado, para hacerle el quite al olvido, se había cumplido al pie de la letra.
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El Macondo que conocí ya tenía el letrero con su nombre. Los días aciagos de la peste del insomnio, cuya peor consecuencia era la pérdida de la memoria, eran asunto del pasado. La orden de José Arcadio Buendía de marcar los objetos, los animales, el nombre del pueblo y hasta la sentencia sobre la existencia de Dios, con un hisopo entintado, para hacerle el quite al olvido, se había cumplido al pie de la letra.
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La señal fue instalada con letras gordas a la entrada del pueblo, por el mismo camino por el que llegaron los fundadores en Cien años de soledad, y por el mismo camino por el que entraron los productores de Netflix a montar, con materiales de la realidad, un pueblo de la imaginación con calles, casas y edificios. Más de mil personas lo levantaron, con las pistas que daba la novela de Gabriel García Márquez, con el bar del pecado y el templo de la oración.
De la travesía de los colonos surgió el primero de los muchos Macondos de Cien años de soledad: el de las casas vernáculas. La urbanización y la llegada de nuevos pobladores, de lejanas latitudes y con costumbres distintas, creó los otros Macondos: el de la prosperidad, el de la Guerra de los Mil Días, el del esplendor del banano y el del apocalipsis.
Macondo sedujo desde siempre al lector Alex García López, director, junto con Laura Mora, de la producción audiovisual de Cien años de soledad. “Creo que cualquier persona en el mundo puede identificarse con una pareja joven de diecinueve años que se casa y desea escapar de su pequeño pueblo, alejándose de las preocupaciones y responsabilidades de sus padres para embarcarse en su propia aventura. La idea de crear un pueblo, una utopía inocente donde todos se tratan bien, es reconocible incluso desde el punto de vista bíblico. Sin embargo, luego llegan los obstáculos y distracciones externas, como la política, la iglesia e incluso Melquiades, quien representa la fascinación y la obsesión humanas por la sabiduría.”
El pueblo que la suerte me permitió conocer fue el de los años de la prosperidad. Al lado de las pocas viviendas de la fundación que quedaban en pie, se levantaron casonas coloniales y edificios republicanos.
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El esplendor de esos años, que la producción calcula en 1885, arroja luces en muchas páginas de la novela, pero en especial cuando Úrsula Iguarán toma la decisión de invertir los ahorros, fruto de su negocio de animalitos de caramelo, en la ampliación de su casa. Así lo cuenta García Márquez en su obra cumbre: “Dispuso que se construyera una sala formal para las visitas, otra más cómoda y fresca para el uso diario, un comedor para una mesa de doce puestos, donde se sentara la familia con todos sus invitados; nueve dormitorios con ventanas hacia el patio y un largo corredor protegido del resplandor del mediodía por un jardín de rosas, con un pasamanos para poner macetas de helechos y tiestos de begonias.”
La casa de los Buendía fue copiada de la novela, palmo a palmo y cuarto a cuarto, con una matemática precisión por diseñadores y decoradores. La única diferencia es que tiene dos plantas, mientras que en la novela solo tiene una.
Entré por la puerta principal con la ansiedad de reconocer en cada rincón los espacios de la familia. En el recorrido por sus corredores era imposible dejar de ver el castaño en el que terminó encadenado José Arcadio Buendía desde los días en que perdió el juicio.
Dos lugares de la geografía de la casa, escenarios vitales de la novela, fueron respetados siempre por Úrsula Iguarán: el cuarto de Melquiades, donde reposaban los manuscritos que contaban la historia de los Buendía desde sus orígenes hasta el último de la estirpe, y el laboratorio de alquimia donde el coronel Aureliano Buendía fabricaba pescaditos de oro. La diseñadora de producción, Bárbara Enríquez, contó que con el equipo a su cargo decidieron que los pescaditos debían ser hechos con filigrana de Mompox, donde se hace la joyería más representativa de Colombia.
Puertas afuera de la casa de los Buendía respira un pueblo vivo en un escenario lejano del Caribe colombiano, donde se desarrollan los acontecimientos en la novela. Los productores de la serie montaron Macondo en una finca de Alvarado, Tolima, para facilitar el rodaje.
En la plaza de la novela y en la plaza de la serie está el almendro. Desde allí se abren las calles que los productores bautizaron, a manera de homenaje, con nombres asociados a García Márquez: la Calle Papalelo, como solía llamar a su abuelo; la Calle Santiaga en honor a su madre, la Calle Mercedes por su esposa y la Calle Margot en tributo a su hermana que, al igual que Rebeca Buendía, se comía la cal que arrancaba de las paredes.
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En una de las esquinas de la plaza principal instalaron el despacho del corregidor Apolinar Moscote, enviado por el gobierno a ejercer el poder. Eran los años de la hegemonía conservadora y de los revoltijos de la política a finales del siglo XIX.
Con la llegada del funcionario, cuya primera orden fue pintar las casas de azul, entra a escena un tema universal, como lo evidencia la novela y como lo relata el director de la producción, Alex García. “La polarización política también es evidente. Como bien lo expresó el padre Nicanor: la única diferencia es que los liberales van a misa de cuatro y los conservadores van a misa de siete. Creo que estas preocupaciones y momentos sociológicos son comprendidos por cualquier persona, ya sea en Estados Unidos, Inglaterra, Argentina, Colombia o cualquier parte del mundo.”
En la esquina contigua a la oficina del corregidor, un árabe levantó a pulso El Hotel de Jacob. Era el inicio de una migración proveniente de tierras muy lejanas, en la que predominaban los turcos, el motor de la economía del pueblo. La calle donde se instalaron era el corazón del comercio con tiendas de abarrotes, almacenes de alfombras persas, chucherías y lámparas de oriente. Los diseñadores de la escenografía no dudaron en afirmar que se trata de “la Quinta Avenida de Macondo”.
En toda la mitad de esa calle memorable, Pietro Crespi, el italiano que llegó al pueblo para reparar la pianola de los Buendía y que habría de suicidarse por el amor negado, instaló una elegante tienda italiana, construida letra tras letra con las descripciones de García Márquez.
Arley Garzón, diseñador de escenografía, explicó con detalle la tarea de hacer realidad ese escenario de la ficción. “Está pensado para tener vista afuera, donde se ven con claridad los juguetes de la época, instrumentos como la pianola, colecciones de muñecas, un montón de juguetes hallados en un ochenta por ciento en las tiendas de anticuario del país y restaurados por nuestros artistas.”
El negocio, que convirtió en “remanso melódico” esa zona comercial, era atendido por Bruno Crespi, primero porque su hermano andaba ocupado dictando clases de música y después porque heredó la tienda con un inventario que parecía un mundo de fantasía lleno de juguetes de cuerda, marionetas en madera y una amplia diversidad de artificios musicales.
¿El pueblo que conocí, construido bajo el calor abrumador de Alvarado, Tolima, habrá de desaparecer como ocurrió con el Macondo que nace, crece y muere en las páginas de Cien años de soledad, azotado por un remolino de polvo y escombros, tal y como estaba escrito en los pergaminos de Melquiades?
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“No sabemos qué va a pasar”, dijo Bárbara Enríquez. “Lo que sí sabemos en la historia de Cien años de soledad es que la casa envejece, se vuelve a renovar, se vuelve a envejecer, se pudre con la lluvia, se seca y al final colapsa.”
Macondo desapareció de la faz de la tierra y de la memoria de los hombres, pero quedó descrito con tanto detalle con la pluma mágica de Gabriel García Márquez que fue posible armarlo para una serie de dieciséis capítulos. El reto ahora es cautivar al público con la primera adaptación audiovisual de uno de los más grandes clásicos colombianos de la literatura universal.