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En la puerta de su casa de la calle Caponata, de Barcelona, Gabriel García Márquez tenía en 1970, cuando ya era más famoso que su nombre, un artefacto que emitía una carcajada muy sonora cada vez que alguien tocaba el timbre y entraba en el salón donde Gabo te recibía descalzo y vestido de mecánico.
Ese artefacto hacía que entraras ya risueño en la atmósfera del autor de Cien años de soledad. El resto ya podía ser silencio, pero no silencio incómodo. García Márquez era entonces ya de pocas palabras; tan pocas que sus amigos de Barcelona, con los que se iba de fiesta, tardaron más que los lectores primeros de su novela más famosa cuando ésta ya estaba en las estanterías y en el asombro de casi todo el mundo.
A Gabo le bastaba decir “ven acá” para hacer saber que ya estaba dispuesto a que le contaras todo sin que él te preguntara nada. Él estaba habituado a que le contaran; era, por otra parte, un artefacto para contar. Cuando se soltaba y tenía afecto o tiempo, dos elementos fundamentales de la esencia de sus obras más grandes y de sus obras más chicas (de tamaño). Lo que hay, por ejemplo, en El coronel no tiene quien le escriba es tiempo, paciencia en el tiempo de un hombre que vive pendiente de que le digan no para seguir pensando que mañana vendrá el envío que tampoco llegó hoy. Y Cien años de soledad es también, desde el título, la novela del tiempo.
A veces uno repasa lo que dijo García Márquez de Cien años de soledad y deduce que sólo habla de tiempo: del tiempo que tardó en hacerla, del tiempo que tardó en editarse, del tiempo en que tardó en cobrar los derechos…, hablaba del tiempo. Y es que sólo se trataba de tiempo: ese tiempo era el que había vivido escuchando hablar a otros en Aracataca, en la atmósfera (de tiempo) de ese pueblo polvoriento que se parece al que Gary Cooper transitaba en Solo ante el peligro. Esa atmósfera, y ese tiempo, los hechos, las piedras grandes, la fábrica del hielo, los grandes árboles, el río…, todo estaba allí, y todo se quedó, como el tiempo, como las palabras de los mayores, en su cerebro de cronista excepcional del tiempo.
El resto vino del silencio (como viene el tiempo) de la escritura. Fue milagrosa, claro, la mano paciente de Mercedes Barcha, el aprendizaje del periodismo, lo que escuchó hablar en Barranquilla, el Pedro Páramo que le arrojó Mutis para que aprendiera. Pero si no hubiera habido el silencio ese que se condensó en la miseria de la pareja, probablemente ese artefacto de su memoria, junto con el artefacto de su imaginación, la mente poderosa del fabulador no se hubiera puesto nunca en marcha.
Cuando él vio el libro no le dijo nada a los barceloneses con los que bailaba por las noches. Habrá pensado, quizá, que no lo escribió él sino ese motorcito que se puso en marcha en la infancia feliz, o innombrable, de Aracataca. El artefacto de contar funcionó en él hasta que se devolvió en el tiempo al niño que descubrió la sonrisa y a él se devolvió cuando se le hizo tarde en la memoria y ésta dejó de funcionar. Gabo entonces redescubrió la secreta alegría de escuchar.
*Autor de más de veinte libros sobre periodismo, novelas, ensayos y textos autobiográficos, como “Retrato de un hombre desnudo” (2005) y “Egos revueltos” (2010), testimonio como amigo de grandes escritores.