Luis Tejada Cano: el paso de un cometa eterno
Nacido en Barbosa, Antioquia, el 7 de febrero de 1898, y fallecido el 17 de septiembre de 1924 en Girardot, Tejada Cano fue uno de los pocos precursores del vanguardismo en Colombia. Izquierdista, innovador y arriesgado, se enfrentó al clero y las tradiciones desde los hechos y desde su estilo y sus temas, que podían ser sobre los butacas, el hierro y la soledad del hombre de entonces, o la importancia de la conversación para una sociedad. Hoy se conmemoran cien años de su muerte.
Fernando Araújo Vélez
Érase una vez un hombre que escribía sin que le importara que sus textos fueran clasificados como crónicas, columnas, reportajes o ensayos. Escribía convencido de que cada palabra tenía que ser la palabra precisa, y de que lo escrito sería fundamental para cambiar un poco al menos el mundo. Escribía sobre un taburete y abría la ventana a las opciones de que los humanos descendieran de los taburetes. “Quizá se podría formular una teoría en que se probara que el hombre desciende del taburete; teoría ingeniosa y verosímil que tendría tanto éxito como las que tratan de probar que el hombre desciende del mono o del caballo”, decía, y luego afirmaba que las tiendas de muebles eran una infinita muestra de despojos, de “fósiles de una fauna desaparecida hace mucho tiempo”.
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Érase una vez un hombre que escribía sin que le importara que sus textos fueran clasificados como crónicas, columnas, reportajes o ensayos. Escribía convencido de que cada palabra tenía que ser la palabra precisa, y de que lo escrito sería fundamental para cambiar un poco al menos el mundo. Escribía sobre un taburete y abría la ventana a las opciones de que los humanos descendieran de los taburetes. “Quizá se podría formular una teoría en que se probara que el hombre desciende del taburete; teoría ingeniosa y verosímil que tendría tanto éxito como las que tratan de probar que el hombre desciende del mono o del caballo”, decía, y luego afirmaba que las tiendas de muebles eran una infinita muestra de despojos, de “fósiles de una fauna desaparecida hace mucho tiempo”.
Al día siguiente, o a la semana, escribía sobre la importancia de las conversaciones, la hora y los lugares ideales para charlar, la diferencia entre hablar y conversar y las actitudes de los interlocutores. Entonces aclaraba que no era que no se hablara mucho en todos lados, “Se habla en los costureros y en las boticas, en los cafés y en las esquinas concurridas. Pero el hablador no es el interlocutor, el conversador; existe una diferencia esencial entre hablar y conversar. Lo que se hace habitualmente en esos sitios es murmurar, entendiéndose por murmuración todo lo que se refiere exclusivamente a las personas, bueno o malo”. Luego afirmaba que las murmuraciones se basaban en la memoria, y que por eso había tantos murmullos, porque era más fácil recordar que pensar.
Aquel hombre fue bautizado en una mañana repleta de polémicas como Luis Tejada Cano en el año de 1898. Cuando sus padres, Benjamín Tejada López e Isabel Cano Márquez, lo presentaron ante el episcopado para que un sacerdote, Desiderio López, lo “nombrara” en el sagrado nombre de Jesucristo, el encargado de las bendiciones dijo que no podría hacerlo, pues los padrinos del bautizo eran liberales. Según escribió Lino Gil Jaramillo en “El Magazine de El Espectador” del 17 de septiembre de 1967, el señor Cano corrió a buscar a monseñor Pardo Vergara, quien dio la orden de que se le concediera el primer santo sacramento al recién nacido. “Luis Tejada exteriorizó su primera rebeldía instintiva sacando de la boca con sus propias manos la sal del rito y volviéndose enseguida de espaldas, lo que obligó al oficiante a cristianizarlo por detrás”.
Pasado un tiempo, el niño fue matriculado en el Colegio de los Hermanos Cristianos de Medellín. Rezos, plegarias, cantos, estudios, clases solemnes, disciplina a rajatabla. Una mañana, Tejada Cano, con sus dos apellidos, como le decían y se solía llamar a los niños en las escuelas por aquellos primeros años del siglo XX, regó sobre su pupitre un frasco de tinta. El profesor detuvo su cátedra, se le acercó, le ordenó que pusiera las manos sobre la mesa y le dio un par de reglazos. Tejada soportó el castigo y el dolor mordìéndose los labios. Cuando terminó el suplicio, le arrojó al maestro un palo repleto de clavos y salió a las carreras para no regresar jamás. Ya en su casa, se escondió debajo de una cama y le dijo a su madre, le imploró, que le ayudara pues acababa de matar a un cura.
De los Hermanos Cristianos pasó a ser “normalista”, y como “normalista” se graduó de profesor, antes de cumplir 20 años. Su tesis versaba sobre los nuevos métodos de la enseñanza, y surgía de las clases y cursos que empezaban a dictarse en el colegio del Gimnasio Moderno de Bogotá, creados y fomentados por don Agustín Nieto Caballero. En una primera instancia, que debía ser decisiva, Tejada fue aprobado con las máximas calificaciones. Sin embargo, el clero dictaminó que debía hacerse una segunda evaluación, y convocó a nuevos calificadores. Tejada pidió permiso para invitar a algunos jueces, y llevó al director de educación de Antioquia, Pablo Betancourt, a don Fidel Cano Gutiérrez, fundador de El Espectador, y al expresidente Carlos E. Restrepo.
La primera aprobación fue ratificada, con todos los honores. No obstante, los sacerdotes continuaron poniéndole trabas a Tejada. Decidieron apelar esta nueva calificación, pues el doctorando leía asiduamente “Las Confesiones”, de Juan Jacobo Rousseau, y a otros autores polémicos y prohibidos por la Iglesia. Tras un nuevo debate, la nueva junta decidió ponerle un “tres” al estudiante Tejada Cano. Según Lino Jaramillo, “Con un leve rictus en la boca de gruesos labios sensuales -más de ironía que de ira, más de escepticismo que de amargura-, con los mechones indómitos sobre la frente de palidez marfilina y con una dignidad que no amenguaba el desgarbo del vestido, el joven maestro sin diploma abandonó la sala rectora y dejó a sus contendores que saboreasen la manzana de ceniza de su victoria”.
Pasados unos pocos meses de aquella derrota, Tejada se marchó a Pereira. De allí viajó a Barranquilla, para volver a Medellín y después, arriesgarse a conocer Bogotá, a su gente, a sus círculos intelectuales y a los no tan intelectuales. En 1917 fue a las oficinas de El Espectador, preguntó por don Luis Cano y le comentó que quería trabajar en su diario. Don Luis le pidió que le enviara un trabajo suyo. Tejada le entregó un escrito sobre sus bisabuelos con papel y sellos del gobierno nacional, según sus propias palabras, recogidas por la revista Cromos poco después de su muerte, en 1924, pero el señor Cano leyó su texto y le dijo que necesitaba que escribiera sobre asuntos de actualidad. Le sugirió que hiciera un artículo sobre los terremotos que habían destruido parte de Bogotá ese año y del pánico que habían provocado en la ciudadanía.
Tejada escribió que la iglesia se había aprovechado de la catástrofe para llamar a confesión a todos los jóvenes del país, con el argumento de que se aproximaba la llegada del Anticristo. La Revolución de los bolcheviques en Rusia, octubre de 1917, y los terremotos, eran dos señales inequívocas de que estaban por llegar tiempos infernales. Cano contrató a Tejada, que siguió escribiendo para El Espectador hasta el día de su muerte, el 17 de septiembre de 1924 en Girardot. A sus funerales acudieron, entre tantas y tantas personalidades del periodismo, la literatura y la política, León de Greiff, Gabriel Turbay y Jorge Eliécer Gaitán, José Mar y Luis Cano. Según publicaciones de la época que se fueron retomando con los años, Luis Vidales le escribíó una elegía en la que le preguntaba: “¿No has visto por allá las cometas que se me perdieron cuando yo era niño?”