Colombia e Israel, una historia íntima
Las similitudes que unen a Colombia con Israel deben entenderse desde una perspectiva continental e histórica. Un ensayo sobre las relaciones entre los dos países, a propósito de la guerra con Palestina.
Lina Britto*
Recién graduada de la universidad me fui con un grupo de amigas a probar suerte a Israel. Fui en busca de lo que sentía que Colombia me negaba, la ilusión de un futuro, pero lo que hallé fue un laberinto de espejos de nuestro propio horror. Ahora, observando a distancia la campaña genocida de Israel en contra del pueblo palestino en Gaza y las múltiples reacciones en Colombia, los recuerdos y las preguntas han regresado en bandada.
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Recién graduada de la universidad me fui con un grupo de amigas a probar suerte a Israel. Fui en busca de lo que sentía que Colombia me negaba, la ilusión de un futuro, pero lo que hallé fue un laberinto de espejos de nuestro propio horror. Ahora, observando a distancia la campaña genocida de Israel en contra del pueblo palestino en Gaza y las múltiples reacciones en Colombia, los recuerdos y las preguntas han regresado en bandada.
Era el año 2000, y en vez del cinematográfico apocalipsis del Y2K, lo que el nuevo milenio nos trajo fue un sangriento colapso nacional. El país daba tumbos entre los fracasos del proceso de paz del Caguán, las masacres paramilitares, los secuestros de la guerrilla, una tasa de desempleo de proporciones históricas y un Plan Colombia que asomaba la cabeza prometiendo resolverlo todo.
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Ante la desesperanza, el Israel que nos pintó una amiga judía, quien hacía poco se había mudado definitivamente de Medellín a Tel Aviv, parecía alcanzable. Allá, nos escribía en sus emails, se podía ingresar sin visa, conseguir empleo sin papeles, ahorrar en dólares sin cuenta bancaria y comunicarse en inglés sin una palabra de hebreo.
Aterrizamos en Tel Aviv en medio de un soleado septiembre de 2000, con morrales de acampar y algunos dólares. Sabíamos muy poco de la política del país y no creíamos tener que saber más para sobrevivir.
Cuando una semana después de nuestra llegada el líder de la ultraderecha israelí, Ariel Sharon, visitó Al Aqsa, una explanada en disputa en medio del viejo Jerusalén, provocando el estallido de la segunda intifada (el primer levantamiento palestino tuvo lugar entre 1987 y 1993), mi ignorancia e indiferencia fueron gradualmente dando paso a curiosidad y perplejidad.
Durante mis casi seis meses allá nunca logré atar los cabos para apreciar la historia compartida de contrainsurgencia dentro de un mismo ajedrez geopolítico entre los “estados” de Colombia e Israel. Y destaco estados, pues no hablo de naciones, sociedades o pueblos, de sus culturas, religiones o tradiciones.
Son los estados de Colombia e Israel los que han sido aliados fieles de Estados Unidos desde las últimas décadas de la Guerra Fría y servido de muros de contención anticomunistas en sus respectivas regiones.
Son los estados de Colombia e Israel los que han transformado sus conflictos políticos no resueltos en laboratorios de guerra, en parte financiados por los gobiernos en Washington y siempre protegidos por su superpoder.
Son los estados de Colombia e Israel los que han colaborado entre sí de maneras directas e indirectas para perfeccionar sus prácticas represivas haciendo más extrema la polarización ideológica.
Son los estados de Colombia e Israel los que han vivido obsesionados con su imagen, prestos a ocultar y negar violaciones y abusos para proyectarse en el escenario internacional como triunfos de la democracia.
La descripción que el sociólogo Baruch Kimmerling hizo de Israel hace décadas bien podría aplicarse a Colombia: un estado resquebrajado por dentro entre grupos de poder en competencia que no logran ponerse de acuerdo sobre un proyecto nacional, pero que con cada nueva “ronda” o ciclo de guerra han ido construyendo una normalidad que los sostiene pese a su fragmentación.
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Estas similitudes que unen a Colombia con Israel deben entenderse desde una perspectiva continental e histórica. El antropólogo político Les Field explica que desde los setenta las fuerzas militares y el aparato estatal israelíes establecieron una serie de alianzas tácticas con regímenes en la región. La dinastía de Somoza en Nicaragua y posteriormente los contras que operaban desde la vecina Honduras y las juntas militares de las dictaduras argentina y guatemalteca fueron sus primeros clientes.
Triunfante de la Guerra de los Seis Días de 1967, con un territorio cuatro veces mayor a su tamaño original y convertido en una fuerza de ocupación, el estado de Israel encontró en los proyectos políticos de la ultraderecha latinoamericana un horizonte estratégico en donde consolidarse como un gran poder militar.
El politólogo Ariel Armony hace años documentó cómo el apoyo de Israel a la dictadura argentina fue crucial para el papel que esta cumplió en el escalamiento de las guerras civiles de Centro América. Mientras el estado de Israel invadía el sur del Líbano a mediados de 1982, el nexo con Argentina hizo posible los ataques sistemáticos a civiles de los contras en Nicaragua, el genocidio del pueblo maya-k’iche’ ordenado por Efraín Ríos Montt en Guatemala y la fútil guerra de la junta militar de Leopoldo Galtieri contra Inglaterra en las Malvinas.
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En todos estos casos, expertos, armamento, sistemas computacionales, técnicas de combate, estrategias discursivas y tácticas de propaganda israelíes fueron usadas en nombre de la seguridad nacional.
El mismo Ariel Sharon, cuya visita a Al Aqsa desató la segunda intifada en 2000, vino a sellar la amistad cuando aterrizó en Tegucigalpa, Honduras, el 7 de diciembre de 1982. Entonces ministro de Defensa, Sharon había autorizado en junio la invasión al Líbano y facilitado las infames masacres de Sabra y Chatila. Seis meses después, con protestas todavía en las calles de su país, Sharon viene en persona a confirmarle al continente latinoamericano su importancia.
En medio de este giro dramático de 1982 Colombia hizo su aparición estelar. Desde la esfera pública, lo que conectó a ambos estados fueron esfuerzos de paz. Desde la clandestinidad, lo que los unió fue un proyecto de guerra.
En abril de 1982, 502 soldados colombianos viajaron como parte del Batallón Colombia No. 3 al Sinaí a formar parte de una fuerza dirigida por las Naciones Unidas para custodiar el acuerdo de paz entre Egipto e Israel en la frontera. Ese mismo año, una alianza entre narcotraficantes, sectores de la Fuerza Pública y élites locales comenzó a financiar grupos paramilitares en el Magdalena Medio.
Una de las jóvenes promesas de dicho movimiento es enviado a Israel entre 1983 y 1984 a educarse en contrainsurgencia. Con tan solo 18 años, Carlos Castaño tuvo allí una experiencia “transcendental en mi vida”, según lo contó en Mi confesión. Quien luego sería el fundador de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), le aseguró al periodista Mauricio Aranguren que “el concepto de autodefensa en armas lo copié de los israelitas; cada ciudadano de esa nación es un militar en potencia”.
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Tres años más tarde, en 1987, mientras Israel reprimía la primera intifada palestina, este mismo consorcio paraestatal contrata a la compañía Spearhead. Según un informe confidencial de la embajada de Estados Unidos en Bogotá, ahora en el archivo público de la Comisión de la Verdad, el general retirado israelí Yair Klein trabajó durante dos años junto a sus compatriotas Terry Melnyk, Tzedaka Abraham, Izhack Shoshani Merariot y Arik Piccioto Afek en preparar al menos a 45 hombres en técnicas paramilitares, además de proveerlos con armas.
Servicios y productos de seguridad israelíes se convierten en insumos claves en la profesionalización del proyecto contrainsurgente colombiano justo en el momento en el que los antiguos aliados de Israel en el continente comienzan a buscar salidas democráticas a sus conflictos. Ahí la importancia de Colombia para Israel.
Mientras Argentina le apostaba a la transición democrática y al esclarecimiento de la verdad y el Grupo de Contadora negociaba el Acuerdo de Esquipulas que dio inicio a varios procesos de paz en Centroamérica, en Colombia el pacto entre narcos, militares y políticos locales hizo de Israel una fuente de inspiración, saberes, expertos, armas y tecnologías. Ahí la importancia de Israel para Colombia.
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La meta inmediata de dicho proyecto paramilitar era torpedear las negociaciones del presidente Belisario Betancur con las guerrillas, la de largo plazo era refundar la patria. En palabras del historiador Forrest Hylton, nuestra “Guerra Fría que nunca terminó” nos hizo un mercado rentable.
Los intentos fallidos de pactar la paz o implementar lo pactado nos han convertido en clientes ideales de una industria de exportación de seguridad israelí manejada por una nueva clase de veteranos del ejército y organismos de inteligencia que como agentes privados le dan salida al superávit de tecnologías de guerra que produce su país.
Entre los fracasos de los procesos de paz de Belisario Betancur y de Andrés Pastrana se preparó el terreno en la clandestinidad. Entre la paz armada de Álvaro Uribe y la negociada de Juan Manuel Santos se comienzan a ver los frutos desde la legalidad.
Sin saberlo, mi llegada a Israel junto a mis amigas, la visita de Sharon a Al Aqsa y el estallido de la segunda intifada en el otoño de 2000 coinciden con esta coyuntura, cuando en el contexto del Plan Colombia los estados sacan sus relaciones íntimas de las tinieblas.
Pero es con la seguridad democrática que Israel se consolida como nuestro principal proveedor de armas de asalto, drones, sistemas de vigilancia y otras tecnologías. En 2006, la compañía Global CST, del general retirado Yisrael Ziv y el antiguo jefe de inteligencia militar Yossi Kuperwasser firmó un cuantioso contrato que le aseguró el mercado.
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De hecho, una de las operaciones más exitosas en la historia militar colombiana, Jaque, que culminó con el rescate de Ingrid Betancourt y 14 secuestrados más, fue celebrada por Haaretz, el periódico israelí de mayor circulación, como un esfuerzo conjunto.
El mismo Juan Manuel Santos, en calidad de ministro de Defensa de Uribe, participó en un video promocional de Global CST asegurando que “son gente con gran experiencia que nos han estado ayudando a trabajar mejor”.
Hasta la paz fue rentable. Durante los diálogos de La Habana, Israel controló el mercado colombiano de drones Hermes por medio de la compañía Elbit Systems. El entonces ministro de Defensa israelí, Ehud Barak, arribó personalmente a Bogotá el 16 de abril de 2012 a cerrar el negocio con su homólogo Juan Carlos Pinzón, para disgusto de varias empresas estadounidenses, las cuales un año después seguían quejándose por dicho monopolio.
Estos simples retazos que sugieren una interconexión entre ambos estados en conflicto nos ayudan a entender por qué el genocidio en Gaza ha despertado en Colombia un intenso debate, como si estuviéramos hablando de nuestra propia guerra sin fin.
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Nos estamos mirado en un espejo oblicuo que nos permite notar con mayor claridad las excusas ante la crueldad, la indolencia frente al otro, la tergiversación de la información y la indiferencia respecto al contexto histórico a las que estamos acostumbrados y generalmente ignoramos en el retrovisor.
Observando impotente lo que sucede aquí y allá, he revivido las palabras que me sacaron de mi perplejidad en medio de una airada discusión una noche en Tel Aviv: “Podríamos (israelíes) estriparlos como a cucarachas (palestinos), tenemos el poder y no lo hacemos”.
Esa persona creía revelarme la evidencia irrefutable de la bondad y la legitimidad de las acciones del estado de Israel. Lo que oí y atesoré en mi memoria fue la clave de la lógica que alimenta los odios, esa misma superioridad moral que sigue campante en Colombia.
Ojalá que, ante el genocidio en vivo y en directo de hasta ahora más de 10 mil palestinos, casi la mitad de ellos menores de edad, los colombianos nos percatemos del aviso de alarma. Cada fracaso por construir la paz contiene la semilla del exterminio y deja una costra que nos insensibiliza ante tan aterradora posibilidad.
*Lina Britto es profesora asociada del Departamento de Historia en Northwestern University, donde enseña sobre la Guerra Fría y violencia de estado, entre otros temas.