Colombia, el país de volcanes que recorrió Alexander von Humboldt
Ahora que volvemos los ojos al Nevado del Ruiz, conviene leer la novela “Pondré mi oído en la piedra hasta que hable” (sello Literatura Random House), escrita por William Ospina a partir de los viajes del naturalista alemán por Colombia. Fragmento.
Al comenzar Alexander su viaje, poco sabía la ciencia de Occidente del río Magdalena; al concluirlo, 45 días después, la ciencia de Occidente lo sabía casi todo del río y de las tierras que recorre entre Turbaco y el puerto de Honda. Con la misma curiosidad y precisión con que abría el vientre de los caimanes para estudiar su anatomía y sus procesos físicos, Humboldt iba explorando las aguas, recorriendo la orilla, midiendo las temperaturas, estudiando la humedad del aire entre el río y las ciénagas, reconociendo los meandros, dibujando las contorsiones de la poderosa corriente, situando los afluentes desde el Cesar y el Guatapurí, el Morrocojo y el caño del Lobo, hasta el Nare y el río La Miel, el Guarinó y finalmente el Gualí, que en Honda desemboca verde y helado, bajando del Nevado del Ruiz, a las aguas verdosas y cálidas del río de caimanes. (Lea aquí una entrevista con William Ospina sobre esta nueva novela histórica).
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Al comenzar Alexander su viaje, poco sabía la ciencia de Occidente del río Magdalena; al concluirlo, 45 días después, la ciencia de Occidente lo sabía casi todo del río y de las tierras que recorre entre Turbaco y el puerto de Honda. Con la misma curiosidad y precisión con que abría el vientre de los caimanes para estudiar su anatomía y sus procesos físicos, Humboldt iba explorando las aguas, recorriendo la orilla, midiendo las temperaturas, estudiando la humedad del aire entre el río y las ciénagas, reconociendo los meandros, dibujando las contorsiones de la poderosa corriente, situando los afluentes desde el Cesar y el Guatapurí, el Morrocojo y el caño del Lobo, hasta el Nare y el río La Miel, el Guarinó y finalmente el Gualí, que en Honda desemboca verde y helado, bajando del Nevado del Ruiz, a las aguas verdosas y cálidas del río de caimanes. (Lea aquí una entrevista con William Ospina sobre esta nueva novela histórica).
Ahora conocemos un poco a Alexander y entendemos mejor la opresiva felicidad que lo inundaba al verse avanzando de nuevo hacia el corazón de las selvas. “Aquí todo tarda en ser nombrado, los viejísimos nombres indígenas se rechazan, y ya que la lengua triunfadora casi no sabe nombrar lo que encuentra, se entiende que las gentes opten por no advertir lo que no consiguen nombrar”.
Vivía la experiencia de verlo todo en alemán, de pensarlo en francés, de tratar de sentirlo en castellano, de balbuciarlo apenas en taíno o en chibcha, y de forzosamente bautizarlo en latín, como ordena la ciencia: sobre todo esas formas vegetales que al ritmo de los climas y de la altura van apareciendo como notas de una música extraña, con todas las texturas y los ritmos.
Ni conociendo todo el mundo natural europeo podía uno presentir estas flores con forma de pájaros, estos incendios vegetales, estas lluvias de lianas desde los troncos inmensos, estos tejidos de orugas en las cortezas cubiertas de musgos, estas criaturas de picos más grandes que sus cuerpos. Alexander dijo que en Europa llamaban barroco a todo lo que no es natural, a todo lo que es exageración y abigarramiento. “Pero aquí lo natural es eso: lo aparentemente excesivo y superlativo”. Y su cerebro parecía hervir un poco ante esa persistente violación de los cánones.
“Todo es bello de un modo que desborda el sentido de la belleza como lo heredamos de Grecia y de Roma… aunque, pensándolo bien, antes de aquellos tiempos clásicos lo bello también era abigarrado y excesivo: el mundo y la mente estaban llenos de quimeras y cíclopes, de hidras y centauros, de jardines monstruosos, de esas bestias que todavía nos dejan ver sus espinazos fósiles en los esqueletos descomunales que encuentran los geólogos y que nadie consigue explicar con certeza”.
“Es la vida que brota y asciende, que ondula y estalla, que abraza y tritura, que oprime, succiona y extenúa, que muere y revive sin fin, ocultando mejor que en otras partes sus claves y sus repeticiones; porque la luz, la humedad y las temperaturas hacen de este mundo un infatigable laboratorio de formas y procesos, y el principal trabajo de la vida es agotar todos los modos posibles de perpetuarse y de prevalecer”.
Así se iba formando en su mente el bosquejo de un orden posible: las palmeras que ascienden rectas y estallan en lo alto en follajes; los bananeros y las heliconias con sus hojas inmensas que el viento rasga, y sus flores de incendio; los cactus que abundaban en los litorales y florecían en la arena; las ceibas y las bongas que parecen mansos animales corpulentos; las mimosas, sonoras en las altas acacias o silenciosas en las adormideras que reaccionan al roce de una yema humana; las siempre inventivas orquídeas; los corazones manchados y enormes de los pothos, erguidos o plegados en cartuchos y anturios; los aloes que parecen reventar en pencas dentadas y flores agresivas; los helechos que dan la impresión de fraccionarse sin fin; las casuarinas brumosas; las hojas laminadas de las liliáceas abriendo sus lirios y sus gladiolos; las gramíneas que se despliegan desde las hierbas menudas hasta los inmensos guaduales, y que para los pueblos indígenas alcanzan su plenitud en la divinidad del maíz.
Esa copiosa realidad que se nutría del río y a veces se copiaba en él no venía de la imaginación, pero adentraba en el alma sus llanuras salvajes, porque el reino era una sola selva, y sobre el horizonte que al comienzo no tenía límite empezaron después a insinuarse a un lado y al otro, lejanas y azules, las crestas sucesivas de las cordilleras.
***
Descendieron de los roquedales y se metieron por los estrechos de la sierra, junto al río pedregoso de aguas azules que baja de los páramos del Sumapaz, bajo una vegetación que imponía sus dibujos en las paredes mismas del cañón, donde abundaban bosques de palmeras casi borrados por la luz, y llegaron a una aldea que consistía en cuatro casas grandes perdidas entre árboles espesos, a la orilla del bosque. Por una vez, Alexander sintió que ya había vivido todo aquello. Vacas mansas y entredormidas, doradas por el atardecer, bajaban junto al río. Los viajeros bebieron un poco de fermento de caña en la única posada del mundo, y cantaron junto al agua hasta que se apagaron a lo lejos las cascadas. Después llegaron a una casa de techo de palma, que les hizo recordar la casona del arzobispo virrey en Turbaco, y durmieron en hamacas, cerca del tambo, donde horas después los despertaron los rayos anaranjados del primer sol, un bullicio de pájaros, y el cono del Nevado del Tolima nítido en la distancia.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.