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“Colombia es un viejo dragón que se come la cola”: Juan Manuel Roca

El poeta antioqueño manifiesta su escepticismo con respecto a los verdaderos cambios que un nuevo gobierno puede generar para el país.

Jorge Güesguán
07 de julio de 2022 - 02:00 a. m.
Juan Manuel Roca
Juan Manuel Roca
Foto: JHONATAN RAMOS / EL ESPECTADOR - Jhonatan Ramos-El Espectador

Juan Manuel Roca es posiblemente uno de los escritores más publicados y leídos de Colombia. Poeta, de pensamiento libertario, alterna su trabajo creativo con la de docente de la Universidad Nacional y director del Taller de Poesía El Espantapárrafos, entre otras actividades culturales. El Espectador dialogó con Roca en su librería El Espantapárrafos, en Bogotá, a propósito su nuevo poemario La calle de error, y reflexiona desde la literatura sobre el papel social del arte en Colombia, el culto al trabajo, las enfermedades del alma en Colombia y los avatares de la política actual.

“La calle del error”, de Ediciones Tanto Sur Airoso, es un poemario en el que aparecen la ética y la estética muy marcadas, y lo político en algunos casos. ¿Qué hay de poético en este “manual de ética”? ¿Cómo llegar a tales reflexiones a partir de la estética de la poesía?

Yo diría que son dos palabras que no en vano, y sin que nadie se haya preocupado por ellas, tienen una suerte de rima (ética-estética). Me parece que son dos palabras que deberían, en el caso de la creación literaria y la redacción poética, estar en yunta. Es decir, una ética que no contemple una estética, al igual que una estética que no contempla una ética, es fallida en las artes. Yo creo que son dos palabras siamesas que tienen rieles distintos, pero de una misma carrilera. No se puede pensar en un poeta altamente estético y profundamente antiético. Esos dos rieles de esa carrilera buscan una atemperancia entre lo que es y lo que (supuestamente) debería ser, para alguien que se mueve en el mundo de las palabras y el lenguaje literario que convoca tanto la ficción como la realidad. En este caso, también hay una rima inconsciente por nuestro país entre la ficción y la aflicción.

En este poemario encontramos las hojas separadas del lomo del libro. Son poemas móviles de lectura independiente ¿qué juego quiso o quiere proponer con ello? ¿Cómo le gustaría que sea leído?

La idea es original de los editores. Es una propuesta, a manera de plaquette con hojas sueltas para que así los poemas tengan una cierta unidad atmosférica, no necesariamente temática, podrían ser al arbitrio de quien quiera leerlos separando uno de otros dándoles otro orden. Es decir, ese orden que se vuelve a veces institucional por parte de un poeta: leer el primer poema, el segundo o el tercero… Que las hojas estén desprendidas significa que cada uno de esos poemas tiene un corpus que no necesariamente está pensado en términos de llevar un clima o una atmósfera cronológica, sino sencillamente de capricho. Es una propuesta mucho más humilde que el libro cosido, etc., y muy preocupada por una estética. Eso me atrajo, y por ello acepté publicar con Ediciones Tanto Sur Airoso.

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En este poemario, como mucho de su obra, encontramos interacción ética, estética, política. Háblenos de “La calle del error”, poema que le da nombre al libro…

“La calle del error” es, posiblemente, el epicentro del libro porque es una idea de no preocuparse por andar por la vereda de la verdad omnímoda, prepotente, sino que permite encuentros imprevistos. A veces, yo prefiero cruzar por la calle del error que por la vereda de las certezas, porque la certeza tiene un grado de inmutabilidad de quienes hablan solamente con la poesía de lo que creen que es la verdad, cuando en realidad todos somos unos pesquisadores de ella. Tan erráticos han sido los milagros de la civilización: empezando por el encuentro de un continente, que realmente me parece que esos supuestos errores nutren nuestra más potente realidad y sencillamente los despreciamos porque tenemos la idea de ser certeros, científicos, matemáticos a la hora de mirar la realidad; una realidad tan polivalente y tan entrecruzada por errores y por horrores. Es una idea de dudar de las grandes verdades, ampulosas, que son escritas supuestamente en letra indeleble. Y resulta que esa vereda nos conduce a cosas maravillosas como el encuentro con lo que no tenemos previsto.

“La mentira” es otro de los poemas de este libro. Allí ofrece las instrucciones para su preparación. Cuéntenos de esta receta.

Es un poema donde digo que la gente todos los domingos acude al mercado de la mentira a saciar sus alacenas. Se vive en una profunda mentira y no en una visión de la realidad, sino una traición a la realidad. Entonces en ese mercado de la mentira uno puede comprar miligramos de rumor, una ración de insumos para ese potaje. La mentira puede pasar como un beso de boca a boca. Vivimos una mentira que pasa de boca en boca sin el efecto maravilloso de un beso. Y cada comensal le va agregando sus venenos al gusto.

“¡Bienvenidos y bienvenidas! Siéntense a manteles y paladeen el cadáver de la verdad acompañado de cantos y entremeses”. Porque vivimos, por una parte, a través de algunos medios, en un sartal de mentiras construidas como una verdad que acompañamos de otros alimentos.

A propósito de este poema y los medios de comunicación, vemos cómo la desinformación se transforma en una manifestación más de la continua destrucción del factor ético de la comunidad. ¿Cómo nos ayuda la literatura frente a la mentira o a lo que ahora conocemos como “posverdad”?

Hay una serie de posverdades que tienen que ver con nuestra historia. A riesgo de repetirme: “Este es un país donde la historia no está contada por la punta del lápiz, sino por el lado del borrador”. Nos han desconectado de un pasado y de un entorno. Parecería que los historiadores, e incluso los intérpretes de nuestra realidad (para no llamarlos historiadores), a veces tuvieran el propósito de señalar nuestra realidad borrando episodios.

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Como ensayista, usted ha tratado sobre temas del trabajo o el ocio. ¿Cree que vivimos una buena época para pensar y seguir reflexionando en ello?

El ocio siempre es bienvenido. Por eso hay una palabra que me ofende y me molesta, y que escucho permanentemente en los labios de los colombianos: la palabra negocio. Yo digo que negocio es también negar el ocio. Los grandes “ociólogos”, y no sociólogos, del mundo como Omar Khayyam y otros grandes poetas se han referido al ocio como una verdadera forma de distensionar nuestras realidades abyectas. Literatura, poesía, artes pláticas... sin ocio no existirían. No son formas de laborar que piden retribución inmediata, eso las convertiría en negocio. Realmente cuando me dicen: “Usted está trabajando en poesía”, yo dudo mucho de que esas palabras no se repelan porque realmente no es un trabajo. Es una disfunción de la realidad inmediata que se puede adaptar lúdicamente e implica la necesidad del ocio. Aquí generalmente se sataniza. Y por ejemplo, de donde yo soy, de Antioquia, allí el trabajo dignifica, y el trabajo no dignifica; allí el ocio envilece, y el odio no envilece. Por eso yo digo que la poesía no existiría si no existiera como compañera, como una prótesis para andar por el camino de las letras, el ocio.

Colombia es un país donde permanentemente se rinde culto al trabajo. Pienso en Rodolfo Hernández con su propuesta de trabajar diez horas. En Uribe y su lema: “Trabajar, trabajar, trabajar. Duque, su propuesta de “trabajo por horas”. ¿Qué papel juega el ocio en Colombia?

El ocio es una fisura en su ideología que exalta tanto el trabajo siempre y cuando sea ajeno. Siempre y cuando no sea bien remunerado. Siempre y cuando sea una fuente de alienación y no de crecimiento espiritual y material. Generalmente a ese tipo de personas que viven pragmáticamente, de los demás, la palabra ocio los espeluzna, porque es un lugar de serenidad espiritual donde no está puesto el deseo de obtener dividendos. El ocio es subversivo en el buen sentido. Un creador, sobre todo un poeta, que no contemple el ocio como algo beneficioso realmente está circunscrito a reproducir la realidad: que no es lo propio de la poesía. La poesía es transformación de la realidad, mas no tiene un carácter puramente hiperrealista. Por eso los poetas excesivamente realistas me aburren. El arte es la transformación de la realidad por las vías estéticas.

En su ensayo “El beso de la Gioconda” dice que “no tiene nada de bello el trabajo, ni de noble, cuando esos preceptos son dictados desde el ocio patronal por los negreros de turno”. ¿En algún momento el trabajo se transforma en una actividad sublime o bella?

Es posible, aunque yo me remito a una frase de Rimbaud: “Patrones y obreros, todos plebe, innobles”. Es decir, ni el patrón ni el obrero pueden sacralizarlo de una manera única. Por supuesto, el trabajador está cooptado por los sistemas económicos para explotarlo y sojuzgarlo. Entonces, me pongo más de ese lado, pero tampoco eso sacraliza el hecho de poder disfrutar del ocio.

Iván Darío Álvarez y usted propusieron en 2008, momento histórico muy particular, el “Diccionario anarquista de emergencia”. ¿Qué diccionario necesita Colombia para la emergencia actual?

No sabría si necesita un diccionario o una gigantesca enciclopedia. Las carencias nuestras son tan grandes y cada vez más latentes, más evidentes que a lo mejor no bastaría un libro que fuera un prontuario de defensa frente a esta emergencia.

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El poeta Nelson Romero ha dicho que este es “uno de los momentos más miserables de la historia de elecciones presidenciales en nuestro país”. ¿Coincide con esta afirmación?

Claro que sí. Hay un grado de mercenarismo, de traiciones a las ideas expuestas por uno y otro personaje que dan bandazos ideológicos de un andén a otro y de día para otro; realmente uno ve que el único interés es su supervivencia como clase política. Una clase política ignominiosa que no le importa mucho hacia dónde gire la veleta con tal de que esa veleta los involucre.

En su poema “Noche tras día” usted sugiere que Colombia es un país que practica una suerte de autofagia. ¿Sigue pensando lo mismo?

Hemos practicado la autofagia como un deporte. Como si no fuera nada. Un país donde, como digo en el poema, “la guerra siempre viene después de la posguerra.” Es decir, donde permanentemente hemos estado en guerra. Ya no sabemos si la noche viene primero que el día porque parece que un dios burlón se hubiese inventado la vida. Colombia es un viejo dragón que se come la cola. No han sido posibles, casi en ningún orden, los avances sociales y políticos por esto. Pero de lo único que me queda claro en este país, digo en el poema, es que “la guerra siempre viene después de la posguerra”.

En “Biblia de pobres” (2009) está el poema “Las enfermedades del alma”. ¿Cuáles son las enfermedades del alma que padece Colombia?

Una enfermedad del alma es el acomodo. La peor de las enfermedades en relación a la política. Uno ve cómo el rompecabezas de nuestra política se recompone todos los días sin que se transforme nada, sino sencillamente a conveniencia de quienes manipulan la política. Esa ha sido la larga historia de nuestro país. No veo por qué cambiarían e intentarán que siga siéndolo. Posiblemente cada vez se sientan más arrinconados porque ya es absolutamente de público dominio, entre las gentes más jóvenes, que nuestras clases políticas han sido las abanderadas de sí mismas y de su bolsillo. Entonces, es incierta la realidad inmediata después de la segunda vuelta. De ahí que tengamos un suspenso, algunos temor de lo que pueda ocurrir porque no parecen nuestras clases políticas dispuestas a ceder terreno frente a las realidades que vive la gente y las proyecciones que esa gente tiene de la realidad. }

¿Qué enfermedad del alma le da ver el escenario poselectoral?

Hay una enfermedad que produce todo esto que tiene dos caras: la enfermedad de la duda —que para mí no es mala—, todo arte es una duda. Y la poesía es una duda. Está contra las grandes certezas. Pero, por otro lado, también el temor de que puedan, como toda la larga historia de nuestro país desde siempre, manipular las verdades una vez más esbozadas de una manera cada vez más clara, más nítidamente mentirosas: la falacia política, esa es una gran enfermedad. Que, como ya es una gran enfermedad congénita en los colombianos, parece que no existiera, pero realmente nuestra gran enfermedad es esa; y la peste del olvido, como decía García Márquez.

Por Jorge Güesguán

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