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El niño que es reclutado por las Farc y que tiempo después, paradójicamente, terminó siendo la inspiración de un frente paramilitar. La madre que busca desesperadamente a cuatro de sus hijos que han sido arrebatados y forzados a convertirse en combatientes guerrilleros, la misma mujer que es violada y que se siente culpable por haberle sido infiel a su esposo. El líder social que es asesinado a pesar de los esfuerzos de su hija y de su esposa por impedirlo. El homicidio de un pintor que deja muchos por qué sin respuestas; la limpieza social haciendo de las suyas a partir de rumores. Relatos reales, aunque tal vez quisiéramos que fueran ficción. Tal vez nos gustaría que el cero fuera el número predominante en la historia de nuestra nación. Cero violencia. Cero sangre. Cero muertes. Una fantasía en medio de un conflicto armado que lleva más de cincuenta años de existencia. El conflicto del que los protagonistas de este inicio —desde el niño hasta el pintor— son considerados como víctimas. Aquellas que quedaron retratadas en crónicas escritas. Esas de las que Juan Miguel Álvarez es su autor.
Dice Álvarez en una entrevista para El Espectador que los colombianos estamos llenos de violencia y que hasta que no hagamos el duelo como país, como comunidad, seguiremos igual. “Estamos tan llenos de violencia como sociedad colombiana, tan llenos, que no nos damos cuenta de que estamos llenos de violencia”. Y si no hay consciencia de la realidad, no hay tiempo para reflexionar y menos para aceptarla. Entonces, quizá, por eso comenta el cronista que “Colombia no ha hecho el luto de ninguna de sus violencias”. Tanto así que, para él, más de sesenta años después, aún le seguimos debiendo el duelo a la violencia bipartidista. Aquel periodo de la historia que también dejó huellas en la familia del escritor. “Mis abuelos; ambos, fueron víctimas de la violencia bipartidista y fueron víctimas de una manera muy salvaje. Mis padres crecieron con esa violencia dentro de ellos y cuando estaba niño había momentos en que cada uno la contaba a su manera y la recreaba, como tratando de desprenderse de eso, y yo recibía toda esa historia, toda esa angustia de ellos”.
Querer ser consciente de toda esa violencia que nos permea lo llevó a interesarse por investigar y escribir sobre el conflicto armado. El sentido detrás de lo que hace casi a diario. “La única manera de encontrar soluciones para la guerra en Colombia es básicamente estudiándolo mucho más y escribiéndolo mucho más”. Quizá sea esa la razón por la que menciona que aún tiene cosas pendientes por escribir relacionadas con esta misma temática. Parecen ser insuficientes los numerosos textos y los cuatro libros que ha escrito al respecto. Porque en 2013 publicó su primera obra relacionada, de una u otra forma, con esta problemática, esa que se titula Balas por encargo. Años después le llegó el turno a Verde tierra calcinada y recientemente a Lugar de tránsito, y dentro de poco verá la luz La Guerra que perdimos, el libro por el que recibió hoy en México el Premio Anagrama de Crónica Sergio González Rodríguez.
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Estar en sitios azotados por la guerra, llenos de relatos bañados por sangre y marcas que el tiempo tal vez no ha podido borrar, han lesionado a Álvarez. En algunos momentos de su vida ha padecido episodios leves de depresión y ansiedad. “Un amigo reportero, pero que ahora trabaja en una ONG, estaba leyendo mi más reciente libro que es Lugar de tránsito y me dijo: “En la página 150 me tocó parar porque ya no quería saber nada más de este país desbaratado”. Si ese es él leyendo una cosa escrita por mí, ahora imagínate al autor”. Sin embargo, estas alteraciones en salud mental no han pasado a mayores gracias a los mecanismos de defensa a los que ha acudido desde los primeros años que se le dio por encaminarse, desde la reportería, por la guerra, la violencia y los derechos humanos. La paranoia y la desolación, que a ratos lo han acompañado, los ha combatido escribiendo y dedicando tiempo a sus hobbies.
Y es que, según él, su forma de escribir le ayuda a sanar. Juan Miguel Álvarez escribe sus crónicas en primera persona, como alguien que está presente en ese mismo instante en el lugar de los hechos observando todo a su alrededor. “Eso permite escribir con mucha libertad emocional, aplicarles las emociones a las acciones”. Libertad que es probable que no hubiera tenido si se hubiera dedicado a la televisión, como tuvo la oportunidad de hacerlo. Libertad que no está dispuesta a sacrificar escribiendo, por eso son pocos los textos informativos que ha escrito. Pero también hay una motivación adicional que lo lleva a seguir por este mismo camino: las personas. “Pocas cosas me interesan más que lo qué les pasa a las personas”. Decirlo es una cosa, afirmarlo a diario con las acciones es otra.
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Entonces aparece el muchacho que vende ensalada de fruta al lado de donde deja su carro, a ese al que le pregunta a diario cómo va el negocio. De repente, surge en un semáforo un señor en silla de ruedas vendiendo dulces, el hombre al que Álvarez le compra frunas casi que a diario. Ese al que un día le preguntó la razón de su condición. Las heridas de la guerra presentes en un exmilitar fueron reveladas. Y luego también está el señor del café a donde va desde hace alrededor de veinte años. Aquel que le llama la atención cada decisión de “negocio” que toma. Ese que bombardea de preguntas. “La única manera de yo sentirme bien con esa persona es preguntándole porqué está así, cuál es su vida. Ese diálogo entre dos personas que todo el tiempo están viéndose en puntos específicos de la ciudad como que no quiero que sea simplemente rutinario, quiero que esa rutina de mi vida siempre esté dotada de humanidad”.
Los otros también le han servido como un puente para conocerse. “Entender que los movimientos de la vida que los rodea a uno tienen una razón de ser, se deben a unas circunstancias, y escuchar cuáles son esas circunstancias y comprenderlas, lo llevan a uno a comprender más quién es uno”.
Mientras las masacres eran el pan de cada día en Colombia, por allá entre los años 1997 y 2004, Álvarez se dedicaba desde la “comodidad” de un café en Bogotá a charlar con un amigo sobre la violencia que se vivía para aquellas épocas “como hoy está lloviendo, mañana hace sol”, pero cuando se graduó eso no le bastó. Empezó a hacer reportería en las zonas más apartadas de Bogotá, Medellín, Cali, el Eje Cafetero, entre otras. De las ciudades pasó a la selva, a los llanos, o a regiones lejanas “completamente abandonadas en miles de aspectos por el Estado, y completamente tomadas por la guerra”. Y quizá con el tiempo, como menciona él, se ha vuelto monotemático, pero entender, leer y narrar la violencia se ha vuelto su obsesión. Aquella que tal vez le ha facilitado generar un espacio de confianza con quienes deciden abrirle su corazón. “Lo que yo hago es ser yo mismo y que la gente sienta, a partir de mi forma de conversar con ellos, que yo tengo un interés genuino por lo que les pasó, por lo que tienen para contar”.
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Y pese a todo también tiene pensado en escribir sobre otros temas, aunque no revela cuáles serán, “no, no te los voy a decir, pero sí en algún momento los escribiré, en forma de libro, creo yo”. Quién sabe lo qué pasará mañana. Mientras tanto, Juan Miguel Álvarez seguirá relatando la guerra que perdimos. Esa misma a la que llama “un holocausto de civiles”.