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Ella estaba allí, pálida y con la mirada perdida. Procedí a acercarme. para disminuir el frío, la cubría una manta que le llegaba hasta los pies. Esta hacía que se viera como una niña pequeña a pesar de ser ya una vieja. Lentamente, la llevé hacia la ambulancia y se sentó en el borde de la camilla. Fui limpiando con cuidado el sudor en su cara y sus pequeños dedos entumecidos.
Entonces me di cuenta de que murmuraba algo entre dientes:
-El niño ya no tiene cabecita –decía ligeramente sin entendimiento alguno.
-¿Qué cosa? - le pregunté, pero siguió en su propio universo.
Revisé sus signos y todo estaba en orden. En estos casos es mejor ignorar lo que dicen los pacientes. Cuando terminé la rutina, me acerqué a los encargados de la Cruz Roja y les entregué a la señora. En adelante los que hacían la limpieza eran los de la morgue. Esa iglesia no iba a poder sacar el hedor a sangre.
Me subí a la ambulancia para ir a la oficina, Manuel era el que se encargaba del papeleo. Yo ya iba tarde para la casa y mi señora ya me había escrito varios mensajes. Me quité el uniforme que se había manchado de sangre. Eran manchas más cafés que rojas. Guardé mis cosas en el casillero y fui al paradero a esperar el bus.
El recorrido duró cinco minutos más de lo normal, pero al fin llegué a mi casa.