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Cuando nace el poema que todos quieren escribir, el poeta se embaraza: desde el primer mes padece mareos e insomnio y tiene antojos poéticos. Al segundo, se provoca de la literatura norteamericana, pero solo lee a Miller y Poe. En caso de que opte por otros autores, el poema-feto golpea su abdomen. El poema es tan caprichoso como los hijos de “papi y mami”.
Para el tercero, el poeta omite la literatura griega, busca autores contemporáneos como Cortázar. Durante el cuarto mes se enamora de Rilke y Borges. Para hablar de ellos, se persigna o utiliza pronombres posesivos. El embarazo se dogmatiza.
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Al quinto mes, el poeta no lee a causa de jaquecas recurrentes. Para entonces, el poema es un germen maligno dentro de su cerebro. En el sexto, aparece una bola en la pierna derecha, el poema es un tumor dentro del cuerpo. El poema no es un hijo.
A partir del séptimo mes, el poeta exige una ecografía al médico, pero este se niega: -los hombres no se embarazan, le responde-. En el octavo mes, la bola que estuvo en la pierna derecha llega a los dedos hasta convertirse en hongo. Para el poeta, lo asqueroso también es literario. Al noveno mes, el poema sale del hongo, convertido en el verso libre que siempre soñó ser el poeta.