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Una tarde de los últimos meses, a eso de las cuatro, Joe Broderick estaba sentado en el sofá negro lustroso de su sala, de espalda a un ventanal que ocupa la pared entera, leyendo La vida y opiniones de Tristram Shandy, de Laurence Sterne. Llevaba algún tiempo ensayando La última cinta de Krapp, la tercera obra de teatro publicada por Samuel Beckett, en 1958, y se sentía algo ansioso; sus nervios eran producto de una conjugación entre la inmensa figura de Beckett, la responsabilidad de interpretar este papel y ciertas manías técnicas que exigía el libreto.
Esa tarde su ansiedad persistía, terca. Fue entonces que ocurrió una epifanía. Por el ventanal entró una luz tenue que se instaló en un retrato de Beckett, colgado en la pared, que Broderick había recibido como presente hacía tiempo. Los gestos del Beckett retratado eran difusos, pero era fácil distinguir su identidad. Broderick reparó en la luz, que de pronto iluminó sólo la boca de Beckett. De ojos claros y barba blanca, Broderick se fijó en el aspecto de aquella boca y se fijó también en que le sonreía.
—¡Y ahí se me quitaron todos los nervios! —dice, sentado en la sala de su casa, recordando—. Se me quitó toda la angustia. No te imaginas cómo me animó.
Sospechó, entonces, que lo unía a Beckett cierto vínculo alejado de la mera carne; sospechó también que ese vínculo lo hacía sentirse seguro, acompañado, y que le había enseñado a ser feliz y a tomar el hastío y el infortunio como esencias de la vida y a reírse de ellos porque no hay otra opción.
En medio de su recuento, Broderick se levanta y contesta una llamada. Largo y cubierto por una chaqueta y una bufanda, Broderick dobla la espalda y sube la voz:
—No tengo tu email —dice a quien está al otro lado de la línea—. Ajá... ¿Es con B de burro o de Broderick, que es lo mismo?
Actor y escritor, Broderick ya había realizado una adaptación al teatro de Primer amor, uno de los cuentos de Beckett. Él, de hecho, tradujo algunos de sus relatos y escribió una biografía del autor irlandés. Broderick, de padres irlandeses pero nacido en Australia, conoce en detalle la literatura irlandesa y charla sobre Beckett y James Joyce en su casa. Que Broderick interprete a Krapp en esta obra, dirigida por Camilo Carvajal —uno de los integrantes del grupo El Anhelo del Salmón—, no es un hecho deliberado. Veinte años atrás, en Dublín, Broderick vio buena parte de las obras de Beckett en teatro y rio mientras los demás lo miraban como a un extraño porque del infortunio nadie puede reírse . El infortunio es demasiado serio para ser tomado como un chiste.
Y entonces, dado que sabía cómo actuar y de niño era quien recitaba en su casa, Broderick se convirtió en una suerte de referencia para entrar a Beckett.
—Yo aprendí a actuar en el seminario. Allá montamos muchas obras —dice—. Como cura, fui el mejor actor.
Fue así, pues, que llegó a La última cinta de Krapp, una obra con un único actor: un hombre rebobina y adelanta un casete que grabó treinta años atrás y reniega y se arrepiente y se agobia por su pasado. Un hombre que entra a escena y cae, estropeado por una cáscara de banano inadvertida.
—La mirada de Beckett es la del hombre in extremis —Broderick modula y estira su quijada, plena de una barba nevosa—. Hay que reírse o llorar y decir: “Esto, la vida, es mucho chiste que nos han armado”. Su personaje es el hombre vaciado, viejo, sin esperanza —continúa—. El hombre frente al final. No hay nada tan cómico como el infortunio. Es un chiste viejo: ya nadie se ríe, pero sabe que es cierto.
jtorres@elespectador.com
@acayaqui