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“Conjuro contra el olvido”, de Marbel Sandoval: una espiral continua

El Espectador publica las palabras de homenaje que le dedicó el escritor y traductor autríaco Erich Hackl a la autora colombiana, durante la presentación de su libro en Madrid, España, el mes pasado.

Erich Hackl * / Especial para El Espectador
06 de diciembre de 2021 - 09:09 p. m.
La trilogía "Conjuro para el olvido" incluye las novelas "En el brazo del río", "Joaquina Centeno" y "Las Brisas",  que parten de hechos reales relacionados con la violencia en Colombia y narran su impacto sobre la parte más indefensa de la población que son los pobres y, entre ellos, las mujeres.
La trilogía "Conjuro para el olvido" incluye las novelas "En el brazo del río", "Joaquina Centeno" y "Las Brisas", que parten de hechos reales relacionados con la violencia en Colombia y narran su impacto sobre la parte más indefensa de la población que son los pobres y, entre ellos, las mujeres.
Foto: Archivo particular de la autora
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No se deben generalizar las propias impresiones, pero por mi larga trayectoria de lector y traductor de autores colombianos al alemán (siempre en colaboración con Peter Schultze-Kraft, sin el cual probablemente no hubiera conocido nunca a Marbel Sandoval Ordóñez) me atrevo a afirmar que la literatura colombiana es, entre todas del ámbito hispanoparlante, la más humana. La que con mayor énfasis explora los lados buenos de las personas, su serenidad, su tenacidad, su ternura, su capacidad de amar y ser amadas, su disposición a estar con quien necesita compañía para aguantar la soledad, que – según la profecía demasiado optimista de García Márquez – iba a durar cien años.

He de decir también que hasta la fecha no me ha decepcionado ningún escritor colombiano cuya obra había leído con anterioridad. Quiero decir, que todos se parecían mucho a sus protagonistas, por su modestia y amabilidad, y porque les faltaba la ambición de triunfar. Me refiero, para que no haya ningún malentendido, a Álvaro Mutis, Darío Ruiz Gómez, Nicolás Suescún, Luis Fayad, Roberto Burgos, Ramón Illán Bacca, Tomás González, Julio Paredes, Héctor Abad Faciolince, Pedro Badrán.

Y como faltan en este listado las mujeres, me atrevo a vaticinar que, si las llegara a conocer, iría a decir lo mismo de Yolanda Reyes o Pilar Quintana. Lo digo de todas maneras de Marbel Sandoval Ordóñez, por la amistad que nos une y porque acabo de leer su trilogía Conjuro contra el olvido. Es un ciclo de novelas que fueron publicadas por separado en Colombia, una también en España, y ha sido una buena idea del editor Alberto Vicente reunirlas en un solo tomo: por el tono inconfundible de la voz narradora – reacia a cualquier tipo de efectismo, sobria y al mismo tiempo llena de emoción –, por los sucesos dramáticos inherentes a la trama, por la humildad, pero también la intransigencia de las protagonistas en cuanto a lo que consideran su deber, y por supuesto porque las tres novelas penetran en la realidad colombiana, la cotidiana, la de los pobres, sea en el campo o en las ciudades. Viene al caso la frase con la que resumió Claudia López, la alcaldesa de Bogotá, en una entrevista con “El País” la situación actual en Colombia: “Hoy no tenemos ni seguridad democrática ni paz. Y mientras la Colombia rural no tenga paz, la urbana no tendrá seguridad.”

La violencia en ese país tiene un largo historial y un hito fundamental que fue el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el candidato liberal a la presidencia, en abril de 1948. Desde entonces, el “Bogotazo”, no ha dejado de crecer, acumulando atrocidades cada vez más horrendas. Cada una de las tres novelas de Marbel Sandoval Ordóñez – En el brazo del río, Joaquina Centeno y Las Brisas – parten de hechos reales relacionados con esa violencia y narran su impacto sobre la parte más indefensa de la población que son los pobres y, entre ellos, las mujeres. Pero hay un aspecto especialmente doloroso de los crímenes ejercidos por el ejército, la policía, los grupos paramilitares, los narcotraficantes y la guerrilla, que raras veces es considerado en el extranjero: las desapariciones de personas. Según cifras del Observatorio de Memoria y Conflicto, entre 1958 y 2021 ha habido en Colombia 80.674 víctimas de desaparición forzada. Del total de víctimas, el 98.45% han sido civiles. Sólo el resto, 1,55%, corresponde a combatientes.

Dicho esto, uno podría pensar que la lectura de las tres novelas, una tras otra, podría abrumar al lector, a la lectora con tanto dolor. No es una idea rocambolesca. Dado la sobresaturación, a causa de internet y debida a noticias verídicas o inventadas, muchas personas evitan confrontarse con el sufrimiento de los demás. No lo quieren saber para no agobiarse ellos mismos, sobre todo cuando sienten que se trata de sucesos reales cuyas consecuencias no pueden aliviar, y menos leyendo. Es un sufrimiento ajeno que se les pega en el alma, por lo familiar que les resultan los personajes de Marbel Sandoval Ordóñez, ya que en eso consiste el gran arte de esta escritora: presentarnos dos chicas adolescentes de En el brazo del río, la madre de un estudiante desaparecido en Joaquina Centeno, y, aparte de la criada Rosa y su madre Elvira, un sinfín de hermanas, tíos y maridos en Las Brisas, presentársenos con tanta autenticidad, que llegamos a identificarnos con ellas, que compartimos sus sentimientos, que las acompañamos por Barrancabermeja o por la vereda de Vuelta Acuña, o en sus infructuosas andanzas por las comisarías de Bogotá, o desde una finca llamada Las Brisas, situada quizás en el Valle del Cauca, o en Magdalena o en Norte de Santander – existen 21 caseríos y aldeas con este nombre en Colombia –, hasta otras regiones dentro o fuera del país.

Pero el arte de Marbel Sandoval Ordóñez no se agota en la representación realista de los personajes y sus paisajes. Suena a paradoja la afirmación de que ella, cuanto más profundiza en la violencia y la desaparición forzada, más destaca la bondad de sus protagonistas femeninas y la capacidad de ellas para aprender – como Joaquina Centeno – “a vivir cada minuto como si fuera el último, y a planear su vida como si fuera eterna”. Leyendo estas novelas, uno llega a comprender la convivencia entre la crueldad y una generosidad humana que no se da por vencida. Comprender por qué con tantas muertes sigue habiendo personas que se conjuran contra el olvido defendiendo así su dignidad. “Si éramos los protagonistas de la historia, de nuestra historia”, dice Sierva María al interpretar las palabras de su profesor catequista, “pues éramos capaces de transformarnos y de transformarla”. Es la misma chica de trece o catorce años que llega a la conclusión de que “no era tan difícil ser feliz. Ser feliz de pronto solo era estar donde se tenía que estar, si a uno lo dejaban. Pero a nosotras, de muchas maneras, no nos dejaron”.

No los dejaron ni los dejan, pero algo de esa felicidad imaginada y en parte realizada – en la amistad entre Sierva María y Paulina; en la infancia de Rosa recordada en medio de un paisaje paradisíaco; en el modesto hogar de Joaquina y su marido en un suburbio de la capital – está flotando por todas estas novelas. Está hasta en los pensamientos de una mujer, Claudia, cuyo monólogo forma el contrapeso, la “síncopa”, al fuerte carácter de Joaquina; de hecho, Claudia es el único personaje frívolo de la trilogía. No lo es por la superficialidad de la vida que lleva, por su oportunismo al aprovechar su belleza física para ascender al mundo de los ricachones, sino por convertir su dolor por el secuestro y asesinato de sus hijos en sed de venganza. No se abre, se cierra a las experiencias de los demás. No aprende. Es, además, la única protagonista de Marbel Sandoval Ordóñez que no cambia en el curso de los acontecimientos. Sin embargo, la autora no cede a la tentación de denunciarla, de caricaturizar o ridiculizarla. También en eso se muestra la maestría de la autora, en el campo de la literatura y en el de la ética.

El arte, escribía Georg Lukács, tiene la función especial de transformar el deseo trascendente del ser humano en la afirmación de su existencia. No lo puedo asegurar, pero creo que ha sido ese mismo deseo que llevó a Sandoval Ordóñez a optar, en cada uno de los casos, por la novela como medio de expresión, alejándose de lo que hubiera sido a primera vista el género más idóneo para las historias que ella cuenta: el testimonio. Al fin y al cabo, la autora ejerció durante muchos años el periodismo, tanto el de investigación como el institucional, en diarios y agencias como El Tiempo, Vanguardia Liberal y Colprensa. Estuvo cerca, indirectamente implicada en los hechos en los que se basan por lo menos dos novelas de su trilogía. Entonces, ¿por qué descartó la crónica, el testimonio? No creo que haya sido por desconfianza o hastío. Tal vez lo hizo porque el testimonio es algo así como la fuerza de respuesta rápida a los hechos. Aspira más que nada a romper el silencio alrededor de un suceso, intenta informar, busca la actualidad, y por encontrarla, corre peligro de envejecer prematuramente. Como escribía Walter Benjamin, “la información cobra su recompensa exclusivamente en el momento en que es nueva. Sólo vive en ese instante, debe entregarse totalmente a él, y en él manifestarse. No así la narración pues no se agota. Mantiene sus fuerzas acumuladas, y es capaz de desplegarse pasado mucho tiempo”. No es que Sandoval Ordóñez haya rechazado siempre el testimonio. Su primer libro, Gloria Cuartas. Por qué no tiene miedo (1997), sobre la alcaldesa del municipio de Apartadó, en Antioquia, era un testimonio, es decir un libro de urgencia, dadas las amenazas de muerte a las que se enfrentaba Gloria Cuartas.

El poder disponer de las tres novelas juntas, en un tomo, nos permite ver la conciencia y el dominio de la autora en cuanto a las formas y perspectivas literarias. Pongo un solo ejemplo: a primera vista uno podría llegar a la conclusión de que la novela En el brazo del río es, en su estructura, la más sencilla de las tres y por lo tanto también la que menos dificultades ha causado a la autora, ya que aparentemente se limita a contar a dos voces la historia de una amistad. Por el título de cada capítulo sabemos quién habla, o Sierva María o Paulina. Son las noticias de prensa, intercaladas a partir del comienzo de la segunda parte, que aumentan la tensión: paulatinamente, nos hacen partícipes de una desgracia que durante un cierto tiempo preferimos ignorar. Al fin y al cabo, siguen hablando ambas chicas, por lo que cabe la posibilidad, para nosotros, los lectores, de que por algún motivo Paulina haya sobrevivido la masacre mencionada – o bien falsificada, por parte de las instituciones armadas – en las crónicas del periódico. Pero en algún momento sabemos que ese milagro no se ha dado. Lo extraordinario es que Paulina sigue hablando, contando incluso después de ser asesinada junto a su madre, y aunque Sandoval Ordóñez describe el crímen en muchos detalles, siempre desde la perspectiva de la niña, es capaz de cubrirla con una manta de discreción. Por su uso del lenguaje evita reproducir la bestialidad de los asesinos. Habría que leer toda esta última parte de la novela con mucha atención para ver cómo la autora consigue, frase por frase, palabra por palabra, salvar la pureza del cuerpo violado, profanado, matado de mil maneras de Paulina. Es justo lo contrario de lo que hizo Mario Vargas Llosa, cuya descripción de las torturas sufridas por los opositores a la dictadura de Trujillo, en su celebrada novela La fiesta del Chivo, convirtió a los lectores en testigos morbosos de las atrocidades cometidas. Marbel Sandoval Ordóñez, sin embargo, ha hecho algo que se me asemeja a las leyendas, las imágenes en las que el martirio sufrido no puede deterior la integridad física ni dañar la fuerza espiritual de una santa. Lo digo con gran admiración, independiente de mi condición de agnóstico.

Una de las peores preguntas que se puede hacer a alguien que escribe, es por saber el motivo. ¿Por qué tanto esfuerzo, tantas horas encerradas, desesperándose delante del ordenador o una hoja de papel, para dar forma a algo que llevamos en la mente o que tenemos documentados en mil pliegos? Nos acostumbramos a maldecir de todos los que nos hacían esa pregunta hasta que un día la echamos de menos, porque entretanto todo el mundo se había lanzado a escribir novelas, como antes se había lanzado a hacer fotos, y ahora parece que nadie se la plantea ni a sí mismo ni a los demás. ¿Escribir para denunciar la injusticia? Por supuesto y con razón, pero Marbel Sandoval Ordóñez persigue algo más. ¿Escribir porque todo transcurre rápidamente y experimentamos el deseo de reternerlo, tal como escribía Cristina Peri Rossi en 1968, a la edad de 27 años? También, pero una persigue algo más concreto. “Escribo”, decía Marbel Sandoval Ordóñez en una entrevista que luego fue censurada, “para mantener mi propia esperanza porque Colombia vive una espiral continua en la que parece que no mirara su pasado, o no se mirara en el espejo. Y quien no se conoce, no avanza. Quien no se mira, terminará por no reconocerse”.

* El texto se publica por cortesía de Erich Hackl (1954), escritor austríaco cuya obra literaria circula en gran parte alrededor de temas españoles y latinoamericanos.

Por Erich Hackl * / Especial para El Espectador

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