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Edouard los comía casi crudos, oeufs à la coque. Mojaba un pedacito de baguete en la yema o los sorbía con una cucharita de té. Lina los comía quemados, no cocina muy bien. Félix se comía los míos, ese tacaño hijo de puta; para rematar el descaro, los freía en casi una piscina de aceite —mi aceite—, así que parecían huevos sumergidos más que estrellados. Santiago se hacía un solo huevo cada mañana, en una sartén especial que acomodaba esa pequeña ración. Acompañaba así la quinua que hervía la noche anterior, una papilla saludablemente sosa y aburrida.
Clemencia tenía huevo: se plantaba en la cocina cuando los vigilantes ya se habían acostado y los conductores de bus aún no se levantaban, con un insomnio de 3:30 de la madrugada, y se ponía a revolver unos huevos tiernos que inundaban nuestro pequeño apartamento con el olor avellanado de la mantequilla, y que me inducían sueños obscenos o me hacían despertar angustiado por un hambre repentina.
No recuerdo los huevos de Mathilde, pero supongo que eran tan ricos como todo lo que cocinaba. Mathilde leía el Tarot de Marsella, de donde ella también venía, y sus amigas a veces se reunían en nuestra sala para que les descascarara el destino. Creo que mi amiga cocinaba el suyo a escondidas, como los huevos de Pascua que están ocultos en la baraja marsellesa: solo visibles para los ojos expertos de quienes escudriñan los arcanos. Sé, sin embargo, que la figura de la sacerdotisa tiene uno a su costado izquierdo. El recuerdo de Mathilde seguiría a mi costado derecho aunque hoy descubriera que no le gustaban los huevos.
Juan Manuel no los comía porque era vegetariano. La cosa venía de familia: de niños, cuando me quedaba en su casa, nos hacían tofu “pericos”, o sea, un revoltillo con cebolla y tomate escalfado en mantequilla, y a mí se me hacía que aquella soya era un delicioso reemplazo. Pero de adultos no funcionó vivir con el mejor amigo de la infancia y en algún momento se reventó el huevo podrido.
Nunca viví con M porque creíamos que nuestra relación no iba a soportar la convivencia, pero pasé la mayor parte de una década a su lado. Al final de ese tiempo, ella se había convertido en fisiculturista y prefería desyemar los huevos que preparaba en su casa. Al final, para no desperdiciar el tiempo recogiendo yemas y descartándolas en la basura, empezó a comprar unas cajas de claras de huevo que a mí me disgustaban de solo pensarlas. Digo pensarlas, porque nunca tuve que probar esa abominación de albúmina. M nunca les quitó las yemas a los huevos que yo le servía al desayuno cuando pasaba la noche conmigo. Fuera lo que fuera que yo preparara ella se lo comía con elogios y de buena gana. M siempre hacía excepciones por mí, aceptaba a su manera lo poco o mucho que podía darle. Huevos con yema y todo.
El año pasado herví dos huevos cada mañana durante 184 días, haciendo ligeras modificaciones para encontrar la consistencia que más me gustara. No conseguí la perfección, que es una noción esquiva, pero sí diversas medidas de imperfección que me satisfacían a su modo. El experimento no produjo el fastidio que preví, así que continúo consumiendo huevos de forma habitual y disciplinada. Ya que cada día de mi vida he comido dos huevos, podría aventurarme a calcular el tiempo con un calendario ovíparo en lugar del juliano: tengo 21.900 huevos de edad, porque acabo de cumplir treinta años.
Mi próximo calor residual será un desarrollo del huevo. Una historia sobre campañas políticas en la costa, fábricas sucreñas en Bogotá, poemas dedicados a los fritos y un poco conocido ancestro magrebí de la reina de todos ellos: la arepa ‘e huevo.