La versión del primer sospechoso de la muerte de García Lorca
Presentamos la tercera entrega sobre las entrevistas de Federico García Lorca, su vida, su obra y su muerte, publicadas en el libro “Palabra de Lorca”, en una edición de Rafael Inglada con la colaboración de Víctor Fernández. En la próxima, los días finales del poeta, según la versión de Luis Rosales, uno de los primeros inculpados en su asesinato.
Fernando Araújo Vélez
Por boca de algunos conocidos que estaban con él en una universidad de Puerto Rico, un día, pasados muchos días y 20 años desde que se iniciaron las revueltas que provocaron la Guerra Civil española, Cipriano Rivas Cherif se enteró de que a aquella isla habían llegado dos embajadores del régimen de Franco, y que eran de aquellos que se saludaban como poetas. Uno era Luis Rosales, a quien en repetidas ocasiones las lenguas poco adeptas a la rigurosidad señalaron como el asesino de Federico García Lorca. Rivas había sido el director de escena de las obras de García Lorca. Lo había conocido como pocos, y sabía de sus secretos y filiaciones. También, de quienes lo rodeaban y de aquellos que lo odiaban.
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Por boca de algunos conocidos que estaban con él en una universidad de Puerto Rico, un día, pasados muchos días y 20 años desde que se iniciaron las revueltas que provocaron la Guerra Civil española, Cipriano Rivas Cherif se enteró de que a aquella isla habían llegado dos embajadores del régimen de Franco, y que eran de aquellos que se saludaban como poetas. Uno era Luis Rosales, a quien en repetidas ocasiones las lenguas poco adeptas a la rigurosidad señalaron como el asesino de Federico García Lorca. Rivas había sido el director de escena de las obras de García Lorca. Lo había conocido como pocos, y sabía de sus secretos y filiaciones. También, de quienes lo rodeaban y de aquellos que lo odiaban.
“Yo sabía, sin que nadie me lo hubiera dicho, que Luis Rosales no podía ser el asesino de Federico”, escribió en la primera parte de su trilogía “Poesía y drama del gran Federico: la muerte y la pasión de García Lorca”, publicada en el Diorama de la Cultura, suplemento dominical del diario Excelsior de Ciudad de México el 6 de enero de 1957. Era, “En el peor de los casos de conciencia, encubridor inconsciente”, agregaba, y señalaba luego que su participación y responsabilidad en la muerte de García Lorca había estado marcada por la palabra “negligencia”.
Pasados algunos días de la llegada de Rosales a San Juan, Rivas Cherif llamó a Rosales por teléfono para solicitarle una cita. Le dijo para qué lo buscaba y entre otros asuntos, se sorprendió de su emoción. Luis Rosales sabía que Rivas había dicho en reiteradas ocasiones que él no había asesinado a García Lorca. Estaba en deuda, y más que eso, guardaba una profunda gratitud hacia él. “Quería correr adonde yo estuviera”, anotó Rivas Cherif. Media hora más tarde se reunieron en el bar de un hotel. Jamás se habían visto en persona, pero Rivas sabía muy bien que Rosales había sido uno de los más íntimos amigos juveniles de Federico García Lorca
Lo describió como un hombre “ya hecho y derecho, un poco y un mucho ‘gitano señorito’”, que aún conservaba “cierta prestancia física e indudable atractivo personal, mezclado de altanería de la figura y afabilidad del trato”. Según Rivas, Rosales por poco se suelta a llorar apenas lo vio. “Lágrimas de desesperación le afloraron varias veces”, anotó, e hizo énfasis en aclarar que él le había repetido que no era un juez. Entonces le relató parte de lo que ya sabía. García Lorca se había ido de Madrid luego de “la lectura amistosa de ‘La casa de Bernarda Alba’”.
En Madrid, los rumores de la calle apuntaban a un levantamiento contra la República, “incapaz a ojos vistas por parte del Gobierno, de poner freno al furioso debate de las pasiones encontradas en la continua matanza con que se diezmaban a balazos los jóvenes falangistas y los proletarios de izquierda”. García Lorca viajó a Granada para reunirse con sus hermanos y sus padres, como casi todos los veranos, pero esa vez no le avisó a Rosales de su llegada, como solía hacerlo desde sus años de íntima amistad, pues la familia de su gran amigo era conservadora y de abolengos, e incluso un hermano era falangista. García Lorca no quería que hubiera malentendidos.
“De allí a muy poco, estalló el movimiento”, escribió Rivas. Lo que antes eran persecuciones y muertes casi a la sombra de las noches, ya era una guerra abierta entre los insurgentes franquistas y los miembros y defensores de La República. “Granada, dominada como Sevilla y Córdoba por los rebeldes, se sometió a la jurisdicción de un gobernador militar y el alcalde socialista de la ciudad, casado con la hermana mayor de las dos de Federico García Lorca, fue sustituido y preso”. Ante aquella situación, Rosales fue a buscar a su amigo. “Me encontré con un consejo de familia en torno a Federico, que ¡ya lo conocía usted!, no sabía qué hacer. Estaba asustadísimo”, le contó a Rivas.
Luego le relató que unos cuantos días atrás se le habían presentado en su casa de la huerta “unos individuos, y después de maltratarlo de palabra le habían instado a no moverse de allí, ni menos de Granada, so pena de pasarlo mal. Y sabe usted lo impresionante que era. Estaba nerviosísimo”. “Yo recordaba, en efecto, las dos únicas veces que había visto a Federico en trance de mezclarse a una multitud levantada”, escribió Rivas Cherif luego de citar a Rosales. Y explicó que la primera había sido el 12 de abril del 31, cuando el pueblo celebraba el triunfo de algunos de sus candidatos republicanos en las elecciones de aquel año, y la Guardia Civil los había disuelto a punta de sablazos, de patadas y amenazas.
“Otra ocasión -recordó Rivas- fue en el pueblo de Fenteovejuna, el año 35, donde habíamos ido a conmemorar a Lope en su tercer centenario, con la compañía del Español que yo dirigía, y de que eran empresarios y primeros actores Margarita Xirgu y Borras”. La conmemoración terminó en distintos actos de terrorismo, en corridas y pánico por doquier, pues las autoridades habían detenido a un anarquista sospechoso de incitar a las masas a la violencia, y para liberarlo, aquellas mismas masas se fueron a las armas y los golpes. “Federico, entre burlas y veras, me reprochaba la afición a meterme en ‘líos’ y buscar barullos. Y padecía en su ánimo ante la posibilidad de cualquier alboroto que pudiera degenerar en algo más”.